11.- UN AMIGO

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Aunque muy feliz en el ambiente social en que se hallaba y muy ocupada con el trabajo cotidiano que le hacía ganar el pan, Jo todavía encontraba tiempo para dedicar a sus labores literarias. El propósito que en esta fase de su vida se apoderó de ella era natural para una muchacha pobre y ambiciosa; aunque no fue el mejor el medio que escogió para alcanzar ese fin. Todo le indicaba que el dinero confiere poder y se resolvió a obtener ambos: poder y dinero, aunque no para utilizarlos exclusivamente para fines propios sino en bien de aquellos a quienes quería más que a sí misma. El sueño de llenar su casa de comodidades, de poder dar a Beth todo cuanto ella desease, desde frutillas en invierno hasta un órgano para tocar en su cuarto; viajar al extranjero y tener siempre algo más que lo absolutamente indispensable, había sido para Jo durante muchos años el más acariciado de sus castillos en el aire. Por otra parte, el experimento del cuento premiado pareció abrirle un camino que la condujese hasta ese soñado chateau. Pero el serio contratiempo de su novela apagó su espíritu por un tiempo, pues la opinión pública es un ogro que ha asustado a muchos valerosos como ella metidos a grandes empresas. Pero el espíritu de levantarse y correr una nueva aventura ardía en Jo igual que en aquellos héroes legendarios, de modo que volvió a incorporase y siguió esta vez un camino dudoso, para obtener mayor botín, sí, pero dejando en la empresa lo que para ella valía mucho más que las bolsas de oro.

En una palabra: se dedicó a escribir historias sensacionalistas. Sin decir nada a nadie urdió un relato "espeluznante" y, osadamente, se lo llevó al señor Dash, director de "El Volcán de la Semana". Su instinto femenino le dictó que la ropa tiene sobre mucha gente más poderosa influencia que el mérito del carácter o la magia de los modales. Se vistió, pues, con sus mejores trapitos y tratando de convencerse de que no estaba ni nerviosa ni emocionada montó con coraje dos pisos de sucias escaleras para llegar a un cuarto en desorden, envuelto en una nube de humo de cigarro y a presencia de, tres "caballeros" sentados con los talones más altos que el sombrero. Algo acobardada con semejante recepción, Jo vaciló en el umbral, murmurando con mucho embarazo:

—Disculpen ustedes, pero yo buscaba la oficina de "El Volcán de la Semana"... Necesito ver al señor Dash...

Descendió el más alto de los pares de talones, ascendió el más humeante de los caballeros, y acariciando su cigarro se adelantó con un saludito. Con la sensación de que era mejor salir del paso cuanto antes, Jo sacó su manuscrito, y poniéndose cada vez más colorada pronunció a los tropezones pequeños fragmentos del discursito que había preparado para aquella ocasión.

—Una amiga mía deseaba que en su nombre les ofreciera... un relato... nada más que a título de experimento... le gustaría tener la opinión... estaría dispuesta a escribir más si esto gusta...

Mientras la pobre Jo se sonrojaba y equivocaba las palabras, el señor Dash había tomado el manuscrito y recorría las páginas con dedos bastante sucios, echando miradas de conocedor por las prolijísimas cuartillas.

—No es la primera, según parece —dijo al observar que las páginas estaban numeradas, escritas de un solo lado y no iban ataditas con una cinta.

—No, señor, ha tenido ya cierta experiencia y obtuvo un premio por un cuento publicado en "La Bandera de la Verdad".

—¿Ah, sí? —dijo el señor Dash con una rápida mirada a Jo y tomando buena nota de cada trapo que la muchacha tenía encima—. Puede dejarlo, si quiere... De este tipo tenemos más material del que podemos utilizar, pero le voy a dar una leída y tendrá la contestación la semana próxima.

Jo no tenía ninguna gana de dejarlo, porque no creía que le conviniese cerrar trato alguno con aquel individuo, pero le pareció que no podía hacer otra cosa que saludar y retirarse. Jo pareció más alta y altiva que nunca, como siempre que se sentía corrida o irritada. En aquel momento estaba ambas cosas a un tiempo, puesto que fue bien evidente por las miradas picaronas cambiadas entre aquellos individuos que su pequeña invención de "la amiga" la consideraban pura broma. Una risa, provocada por una observación inaudible del director al cerrar Jo la puerta, acabó de llenarla de mortificación. Resuelta a no volver por allí, se fue a su casa y dio salida a la irritación que sentía cosiendo furiosamente algunos delantales para las chicas, y alrededor de una hora después se sintió bastante calmada como para reírse de aquella escena... ¡y desear que llegase la semana próxima!

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora