—Mira quién viene —anunció Jonny.

Cuando alcé la vista, todo pareció iluminarse un poco más.

—¡Jesse! —grité y me abalancé hacia él. Lo envolví con mis brazos.

—Jesucristo —murmuró en mi oído, abrazándome con fuerza—. Pensé que nunca llegaría. ¿Te encuentras bien?

—Viniste —dije, para evadir su pregunta. Él se dio cuenta.

Se apartó un poco de mí, tocando mis mejillas con delicadeza. Sus manos estaban tibias.

—Aquí —dijo Jonny, haciendo un saludo de manos con Jesse—. Me alegro de que hayas venido.

Jesse ladeó una sonrisa con tristeza.

—Lo sé. Gracias, amigo.

Jonny asintió. Y luego se dio cuenta de que él no lo estaba viendo. Se encogió de hombros.

Me resultó extraña la naturalidad sobre cómo se comportaban entre ellos.

—Siéntate —le dije a Jesse, acomodándolo a mi lado.

—¿Y tus... y tus padres?

—Se fueron un momento al baño. Ya regresarán.

—¿Siguen enfadados contigo?

—Actúan como si yo no existiera.

—No hay mucha diferencia ahora —respondió Jonny con amargura—. Siempre ha sido así.

—Lo sé —respondí—. De cualquier forma, no es eso lo que me importa ahora.

Jesse me dio un apretón con su mano.

—Todo va a salir bien —murmuró Jesse. No se le daba bien hacer eso, pero su intención valía la pena. Le devolví el apretón.

—Eso espero —confesé.

—Cuando todo esto termine —dijo Jonny—, quiero que le des unos cuantos azotes a Brenda por haberte engañado todo este tiempo.

Jesse asintió, con una expresión enfadada.

—¿Tienes que decir esto justo ahora? —mascullé entre dientes.

—Esto es serio, Brenda —dijo Jesse, sus labios como una fina línea—. Dijiste que comías. Incluso hacías los ruidos de los cubiertos. ¿Por qué hiciste eso?

—No quiero hablar sobre eso en este momento —respondí y aparté la vista.

—Jesse me da permiso de azotarte ese pequeño culo que tienes, ¿verdad, Jesse?

—No.

—Bien. Pero lo haré de todos modos.

—¿Pueden callarse? —dije.

Y lo hicieron.


Cerré los ojos, intentando respirar hondo. Podía sentir cómo todo a lo que había temido se había hecho realidad. Abrí los ojos, justo en el momento en el que mis padres volvían a sentarse en sus asientos. Mi madre fue la primera en mirarme a los ojos.

—Gracias por haberla encontrado —susurró, con un nudo en la garganta. Tragó saliva, con sus labios temblorosos. Mi padre estaba conteniendo las lágrimas, con sus manos envueltas en puños.

Yo no sabía cómo interpretar aquel comentario.

—Fue nuestra culpa —dijo, por sorpresa tanto como para mí como para mi madre—. Siempre ha sido nuestra culpa.

Subió sus ojos vidriosos celestes hacia mí. Brillaban por las lágrimas no derramadas. Estaba impotente, con una rabia que se mezclaba con la vergüenza y la tristeza.

—Y todo lo que hemos hecho fue echarte la culpa a ti —añadió—, cuando en realidad nosotros siempre hemos sido los responsables.

Me quedé sin aliento. Por fin, mi padre cayó en la cuenta de la presencia de Jonny y Jesse, pero su expresión no cambió. Se limitó a quedarse en silencio y fijar su mirada al vacío.

—Hola —mi madre saludó a Jesse con la mano—. ¿Y tú eres...?

—Hola, señora  —carraspeó—. Yo soy Jesse.

—Oh, Jesse —mi madre reconoció su nombre y agudizó sus ojos—. Es un placer conocerte, Jesse.

—Igualmente —respondió él con timidez.

—Estamos saliendo —me animé a decir con seguridad—. Él y yo estamos saliendo.

Mi madre parpadeó, sorprendida. Sonrió con los labios, pero no con los ojos. Mi padre me lanzó una mirada inquisitiva.

—Es una gran noticia —dijo ella, pero las palabras no sonaron verdaderas—. Me alegro mucho por ustedes.

—Seguro que sí —murmuró Jonny irónicamente para sus adentros.

—Gracias —murmuró Jesse. Yo no dije nada.

Mi madre entornó los ojos, como si supiera que nos habíamos dado cuenta de que ella no lo decía en serio.

—Lamento mucho que esto no haya ocurrido de otra manera —confesó por fin—. Ahora realmente no puedo alegrarme de nada, así que te pido mil disculpas, Jesse. Y a ti también, Brenda.


Tenía una imagen fugaz de cómo mi madre hubiera deseado la escena de mí presentando a Jesse. Estaríamos en casa, sonriendo como una familia perfecta. Ellos se abrazarían, llorarían de felicidad y mamá presentaría su fantástico pavo al limón relleno. La carne sería jugosa y no tendría ese color oscuro a quemado. Comeríamos hasta hartarnos y jugaríamos a las cartas en la mesa mientras tomamos un excelente té con galletas.

Todo aquello sonaba tan informal, tan falso aún. No podía creer que mi propia madre me estuviese hablando como si fuese una clase de desconocida. Me limité a asentir, sin verla realmente.


Y así fue cómo todos nos quedamos en silencio hasta que amaneció.

Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now