Capítulo 9

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Viernes 8 de Marzo, 2013

Clementine no paraba de cantar «Somebody To Love» a gritos. El taxista nos miraba por el retrovisor con el ceño fruncido. «Estúpidas adolescentes», decía su mirada roñosa.

«Estúpidos viejos taxistas de mierda», decía mi mirada.

Al llegar a casa, arrastré a Clementine hacia su habitación. Se desmoronaba en el suelo, con una sonrisa tonta, mientras yo luchaba por mantenerla de pie. Nos escabullimos como pudimos dentro de su habitación, pero Clementine no era de gran ayuda. Empezó a cantar fuerte, canciones sin sentido, tarareando melodías sin letra. Al principio pensé que estaba luchando por cantar «Otherside» a los gritos, pero estaba alucinando, tal vez. 

Mi madre no tardó en levantarse de la cama, con la boca parcialmente tapada con una de sus manos a punto de soltar un bostezo involuntario.

Su bostezo se convirtió en un grito ahogado, un ceño fruncido, y por último, gritos quebrados.

—¡No puedo creer que hayas hecho esto! —me espetó.

Permanecí inmóvil. Mi madre no era de gritar, nunca era de gritar. Ella se contenía la mayoría del tiempo, porque odiaba alzar la voz, además de que se le quebraba cuando lo hacía. Pero cuando la sacábamos de sus casillas ella era capaz de gritar mucho más fuerte que mi padre.

Mi padre apareció detrás de ella, totalmente colérico. Ella quiso detenerlo antes de que se me acercara pero él era demasiado grande y musculoso como para que mi pequeña madre pudiese detenerlo a tiempo. Ella sólo era una mujer pequeña y débil. Al contrario de mi padre; fuertes músculos, cuerpo gigante.


«Goliat, papi Goliat», le decía de pequeña.


Su mano se alzó en el aire, suspendida por un milésimo de segundo. Aterrizó en mi mejilla, demasiado fuerte como para provocar que mi cabeza se volteara de golpe. Los dedos de sus manos quedaron marcados en mis mejillas. 

Aun siento el picor del impacto, el sonido de mi piel estrellarse contra la palma de su mano.

Ni una lágrima se deslizó por mi rostro. Lo único que pude hacer fue mirar a los ojos de mi padre, con la expresión fría.


Ellos no cuidaban a Clementine de la forma que deberían de hacerlo.

La culpa era mía, siempre había sido mía. Mis padres albergaban esperanzas de que la llevara en un buen camino, pero, mira hacia dónde habíamos terminado. Yo era la responsable, ¿verdad? Yo había causado todo ese alboroto, ¿cierto?

Pero la culpa no era totalmente mía. Por supuesto que no.


Lo único bueno de todo aquello era que por fin era viernes. Clementine no había salido de su habitación. Continuaba durmiendo, con la boca abierta, babeando en la almohada en su cabeza. Tenía puesto el vestido negro. No iba a quitárselo, porque se enfadaría. Mi madre ni siquiera soportaba entrar a la habitación y verla vestida de aquella forma.

Parpadeé lentamente. Los destellos de los recuerdos recientes me inundaron la mente.

«¿Qué estás haciendo ahora mismo, Jesse?»—pensé—. «¿Cómo te sentirás? ¿Cómo se sentirá ser ciego, no ser capaz de ver el sol por última vez, no poder ver el rostro de las personas al caminar?»

Todo lo que mi mente siempre quería creer era que nada era real. Que yo no era quien era. Que yo jamás conocí Jesse, que yo nunca asistí a esa fiesta.

«Clementine no es mi hermana. Ni siquiera es real. Nada es real. Todo es una ilusión.»

Eso ayuda.

Por unos pocos segundos.



Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now