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La mansión de Sophie

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La mansión de Sophie... Una residencia magnífica con sofisticados acabados: pilares de mármol, pisos pulcros; pomos relucientes; amplios ventanales de madera; balcones abiertos y rasos, terrazas con muebles selectos, escaleras infinitas y una docena de habitaciones entre las que destacan sus fascinantes salas de estar, un cómodo salón de juegos y acogedoras recámaras. Y, teniendo tanto lujo a su alcance, pero, sobre todo, tantas habitaciones a su disposición, Alan eligió como escondite la más mundana de todas: el cuarto de lavado. Porque no se podía esperar más de la miseria de Alan, quién, al parecer, habría tenido una estadía tranquila y satisfactoria ―porque Sophie se encargaba de suministrarle todo lo que él quisiera, incluyendo las drogas―, claro, hasta que llegaron sus padres a irrumpir en su infame e infructífera existencia.

Imagino que su ingreso al centro de rehabilitación fue caótico, pues, probablemente Alan no estuvo nada de acuerdo con que lo internaran y fue llevado en contra de su voluntad a un lugar de pesadilla en el que lo mantendrían privado de sus preciadas drogas y de la realidad, y conviviendo, además, con el síndrome de abstinencia. El tiempo que estará internado es algo que hasta sus mismos amigos desconocen. Según me dijo Carlos, lo único que pudieron obtener de la buena voluntad de los padres de Alan fueron detalles nimios del sitio y el estado en el que encontraron a su adorado hijo, después de eso no han podido sonsacarle nada más que unos cuantos «está mejor», que a veces varían a un «está saliendo adelante por sus propios medios», respuestas vacuas que siempre van acompañadas de un «gracias a Dios ya no necesita nada más que descanso y a sus padres, gracias», seguidas por el pitido que avisa que la línea se ha cortado. De visitas ni hablar, pues son restringidas. Únicamente sus familiares directos pueden ir a verlo, lo cual quiere decir que Sophie no tiene ninguna oportunidad para visitarlo. Aunque, de tenerla, seguramente los padres se la negarían, después de todo fue ella quien le proveyó refugio y drogas a su amado querubín.

Pero mis problemas no cesaron con el internamiento de Alan. He de admitir que se siente fabuloso volver a caminar por los pasillos de la universidad con tranquilidad, y sin la preocupación permanente de toparme con Alan, sin embargo, siempre hay un algo que viene a perturbarte en esos escasos momentos en que llega a uno la sensación de que no todo va tan mal, y ese ''algo'', en mi caso, tomó la forma de una extraña amenaza, una sin remitente. Y es que estaba ingenuamente segura de que Carlos era el único que tenía pleno conocimiento de que yo había sido quien había alertado a los padres de Alan sobre las aparentes adicciones de su hijo, y que, por tanto, tenía parte en su posterior internación, pero comencé a dudar de ello luego de encontrar al interior de uno de mis cuadernos de apuntes una nota adhesiva con un mensaje escrito, el cual rezaba: «No tienes idea de dónde te estás metiendo». La tarde que le siguió a ese desagradable descubrimiento me la pasé imaginando miles de escenarios en los que Sophie ejecutaba un plan malévolo contra mi persona como venganza por haber estado involucrada en el confinamiento de su adorado amorcito, porque sí, no tenía la menor duda de que ella había sido quien había osado dejar aquella nota en mi cuaderno. También traté de enumerar todas las formas posibles en que esa información, que, así como había llegado a oídos de Sophie, podía llegar a los de Alan ―por la boca de sus padres, por ejemplo―, y me dediqué a repasar las posibles represalias que él podía tomar contra mí tras saber la verdad. Aunque sabía que estas no podrían desatarse antes del alta de Alan, no pude evitar angustiarme.

El llanto de una Azucena© | Actualizaciones lentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora