Juego de Vida y Muerte

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     Seguía cabalgando por el árido desierto.

Las historias fantásticas de viajeros que Aimer había leído se quedaron en lo que eran: simples historias. Le quedaba comida, pero había consumido el agua, el vino y la leche a un ritmo más rápido del que esperaba. Esa tierra calurosa la estaba venciendo. Su vista se nublaba, no podía leer bien el mapa. Y se percató también de que unos buitres la sobrevolaban.

«Tengo que salir de aquí», pensó. Espoleó a Viento, y el corcel aceleró su marcha. El Centro de Navegación aún estaba lejos; le faltaban dos o tres días más de viaje. Y ya casi no tenía agua.

Incluso el viento que soplaba de vez en cuando para refrescarla se había vuelto sofocante. No había ríos cerca, y tampoco se arriesgaba a llenar su pellejo con la misteriosa y asquerosa agua encharcada que se encontraba cada tanto.

«Si los dioses son bondadosos —caviló—, enviarán nubes que cubrirán este sol infernal. Y lluvia, mucha lluvia... Y árboles frutales». Luego sacudió la cabeza; el calor le estaba afectando. No tenía tiempo para fantasear con lluvia ni árboles frutales, tenía que seguir su marcha.

Cada cierto tiempo, volteaba para asegurarse de que nadie la seguía. En el Gran Desierto Central había chacales y coyotes. Pero cuando Aimer volvió la vista hacia atrás, no vio chacales, ni coyotes, sino un caballo negro con un jinete.

¿Sería acaso un espejismo? Unos kilómetros atrás, Aimer juraba haber visto un árbol frutal y un río, pero no fue más que un cruel espejismo del desierto. Pero ese caballo se veía muy sólido; luego no vio uno, sino dos, luego tres... Tres caballos en el horizonte ondulante.

—¡Corre, Viento! —le gritó Aimer al corcel mientras lo volvía a espolear.

El caballo aceleró el paso. Los buitres no cesaban de perseguirla. Volteó y esos jinetes todavía la seguían. Sedienta, magullada, irritada y febril, Aimer no podía concentrarse, y sus fuerzas fallaban. «Me caeré del caballo», meditó. Si caía del caballo en esas condiciones, podría morir.

—Alto —le dijo a Viento mientras tiraba de sus riendas—. ¡Alto, alto!

El caballo se detuvo y desmontó con torpeza. Vio por el rabillo del ojo las siluetas de los jinetes. «Se acercan», supo. Pero ¿qué podría hacer contra ellos?

Buscó en su cinturón la daga envainada. «Solo... ten cuidado con ella», le había pedido Noam. Sentía que su cabeza estallaría; su vista era borrosa y sus fuerzas la abandonaban. Ni siquiera pudo desenvainar la daga.

Sus piernas se tambalearon, y ella cayó mientras todo se volvía negro. Los buitres bajaban y los jinetes se acercaban.

***

—Llévenlos al bosque —le ordenó Maw a sus cómplices—. Tasaku tendrá su parte, y será hora de que tomemos la nuestra.

Las sienes de Kyalo palpitaban mientras apretaba la mandíbula. Escuchaba los pasos de acero detrás de ello; los traidores con lanzas se estaban acercando.

«Si tuviera mi arco —pensó Koru—, podría hacer algo». Había tres guardias con Maw; dos de ellos tenían amenazados al virrey y al consejero. El propio Maw amenazaba al rey. «Podría salvar al rey con una flecha rápida y precisa; de los otros dos no estaba tan seguro... Pero no pensó en llevar su arco al salón del trono, ¿cómo imaginaría que habría traidores entre sus guardias?».

Entonces una flecha salió de la nada; se clavó en el brazo de Maw, obligándolo a soltar su espada mientras soltaba una maldición.

Todos volvieron la vista hacia arriba: en balcón interior estaban Noam, Jeriko y sir Sieg, este último tenía una ballesta. Los tres lanzaron cuerdas y bajaron por ellas hacia el salón del trono con sus espadas desenvainadas.

Cuentos de Princesas y Mercenarios [IronSword / 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora