Capítulo Treinta y Cuatro

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Si alguna vez alguien hubiera dicho que un día no muy lejano Federico Rivero y Cristina Álvarez terminarían casándose por las leyes de Dios, frente a un altar, rodeados de decenas de testigos de su amor y en presencia de sus hijos, nadie lo habría creído. Era algo extraordinario, una obra del universo, que una vez más demostraba que su voluntad se cumple a pesar de las adversidades. Cristina… Federico… dos seres tan distintos, tan opuestos, tan ángel y tan demonio, tan dulzura y tan veneno. Dos almas que se enamoraron sin planearlo, que se vieron sorprendidos por la vida cuando juntó sus corazones para nunca más separarlos. Para ella había sido como si toda la galaxia hubiera conspirado llenando su corazón de un amor imposible de negarse. Tanto intentó seguir odiándolo por todo el daño que una vez le hizo, creyó no poder perdonarle tantas ofensas, tanto dolor, pero pudo más ese amor tan intenso que le calaba los huesos, y se entregó, en cuerpo, en alma, y ahora en espíritu. Él no podía más que agradecer al universo que ella hubiera podido encontrar algo de amor detrás del odio que un día le juró. Estaba arrepentido desde el fondo de su alma por todo el sufrimiento que una vez le causó, y a pesar de ese dolor, Cristina le había regalado su corazón, unos hijos maravillosos, y algo muy importante para él, y que nunca había tenido: familia. Ella le había cambiado la vida, lo había transformado en un mejor hombre, en uno que nunca pensó en convertirse. Cristina Álvarez había sido el antídoto para el veneno que su alma alguna vez albergó.

>>> Era tarde en la noche y las estrellas brillaban como nunca. Quizá porque esa noche el universo se encontraba ante la presencia del amor verdadero, y de una de las uniones más mágicas del universo. Cristina y Federico recién llegaban al hotel en la playa para dar inicio a su luna de miel. Antes de subir a su habitación habían decidido pasear un poco por los alrededores del hotel, pues el lugar era hermoso y querían disfrutar de aquella noche tan preciosa. Caminaban tomados de la mano, un empleado se había llevado su equipaje para dejarlo en su cuarto, mientras, ellos disfrutaban de una copa de champaña y admiraban la vista. La luna se reflejaba en el mar y las estrellas parecían pintadas en el cielo como si este fuera un lienzo para el mejor de los artistas.

—Que hermosa está la noche, ¿verdad? —comentó Cristina admirando el cielo, los brazos de su marido la abrazaban desde atrás.

—Sí, está muy bonita, pero más hermosa eres tú. —le confesó al oído con un susurro provocando que ella se estremeciera con tan solo escuchar su voz. —Me muero por tenerte a solas en la habitación para hacerte el amor.

—Yo también lo estoy ansiando. —admitió con voz entrecortada recostando su cabeza en el cálido pecho de su ahora esposo ante Dios. —Pero quería que aquí bajo este hermoso cielo brindáramos por nosotros, por nuestro matrimonio. —dio media vuelta para verlo a los ojos. —Por que sea una unión para toda la vida, brindo por ti, por nuestros hijos, y por el amor que te tengo, Federico. —lo besó tiernamente en los labios. —Salud.

—Salud. —respondió él devolviéndole el beso, pero intensificándolo bastante a diferencia del contacto tierno que ella le había regalado antes; Federico se moría de ganas de estar de una vez y por todas a solas con su mujer.

—Que beso tan rico. —confesó Cristina cuando su marido se despegó de sus labios dejándola embobada por lo delicioso de aquella caricia entre sus bocas.

—Ese es el primero de muchos que planeo darte esta noche. —le dijo mordisqueándole los labios con deseo; tenía hambre de ella, de sus caricias, de su cuerpo, quería hundirse en su piel como un barco perdido en altamar.

—Creo que ya es hora de que subamos a nuestra habitación. —lo miró a los ojos con la mirada cargada de lujuria y una sonrisa torcida en los labios.

—Estaba ansiando que dijeras eso. —sus ojos se tornaron oscuros imaginando todo lo que esa noche tendría preparado para ellos.

>>> Ingresaron a la habitación devorándose los labios, sus lenguas bailando juntas a un ritmo sensual y fogoso. Federico no podía controlar sus manos, y a decir verdad Cristina tampoco lograba contener el deseo que sentía en ese momento. No había cosa que ansiaran más en ese instante, que arrancarse sus ropas y hacer el amor con la misma pasión y el mismo deseo de siempre. Sin embargo, Cristina sabía que quedaba una cosa por hacer antes de sucumbir ante el fuego que crecía cada vez más en su interior.

—Espera, Federico, detente un segundo por favor. —suplicó a pesar de que parecía ser ella la primera en no poder despegarse de la boca de su marido.

—¿Qué pasa? —preguntó sin dejar de besarla, sus manos paseándose por la pequeña cintura femenina, su respiración agitada y todo su cuerpo ardiendo de deseo.

—Necesito ir al baño un momento. —explicó obligándose a sí misma a alejarse de él. —No me tardo. —dijo mientras caminaba hacia el baño llevándose consigo una pequeña maleta que había llevado al viaje. —Ya regreso. —terminó de decir mientras cerraba la puerta a sus espaldas.

—Pero… —Federico se dejó caer en la cama sin entender lo que acababa de pasar, estaba confundido, excitado y se moría de ganas por hacerle el amor a su mujer.

En el baño Cristina terminaba de quitarse la ropa y comenzaba a batallar con una pieza de lencería que intentaba ponerse. La diminuta tela era blanca, con detalles en encaje y seda, y que dejaba muy poco a la imaginación.

—Cristina… —la llamó Federico desde la recámara, ansioso por estar con su mujer.

—Ya salgo, mi amor. —le respondió sin abrir la puerta terminando de colocarse el atrevido camisón.

Cristina se miró al espejo sintiéndose satisfecha con lo que sus ojos veían, pocas veces en su vida se había sentido tan sensual y atractiva. Su cabello suelto cayendo en cascadas sobre su hombros, el maquillaje ligero en sus ojos verdes y oscuros llenos de deseo la hacían lucir como una diosa del erotismo y la lujuria. Federico la volvió a llamar segundos más tarde, se notaba la ansiedad en su voz, esta vez Cristina no le respondió, sonrió frente a su propio reflejo y decidió que era hora de salir al encuentro con su esposo.

—Ya estoy aquí. —dijo con un tono de voz lleno de coquetería, él se encontraba distraído quitándose los zapatos, por lo que no levantó la mirada de inmediato. —Mi vida… —intentó llamar su atención nuevamente mientras daba un paso al frente.

Federico levantó su cabeza y miró en dirección a su mujer que apenas salía del baño. La mandíbula se le fue al piso al ver lo que su esposa llevaba puesto, las palabras se borraron de su mente sin siquiera poder pronunciar alguna. Estaba en shock, una especie de corriente viajó a través de todo su cuerpo, la excitación se apoderó de él y toda su piel comenzó a arder en deseo. Cristina parecía un ángel sacado del mismísimo cielo, se veía tan sensual, tan perfecta, era hermosa, y era suya.

—¿No vas a decirme nada? —cuestionó ella acercándose cada vez más a él que ahora se encontraba de pie.

—Te ves… eres… perfecta. —finalmente atinó a decir la única palabra que realmente describía a su Cristina.

—¿Entonces te gusta? —le sonrió coqueta ya muy cerca de él.

—Me encanta, y tú me encantas. —susurró con voz ronca.

—Lo compré para ti, para esta noche.

—Quiero quitártelo. —sonrió contra la boca de su mujer.

—¿Tan pronto? —sus dientes jugueteaban entre sí intentando morder los labios del otro.

—Es que estoy deseando ver lo hay debajo. —rodeaba con sus brazos el cuerpo de Cristina.

—Primero quítate tú esto. —le pidió mientras jugaba con los botones de su camisa. —O más bien déjame a mí hacerlo.

Él accedió a tener un poco de calma a pesar de que se moría de ganas por lanzarla a la cama y hacerle el amor de una vez, sin embargo, entendió que tenían toda la noche para amarse y que ella deseaba ir lento. Tal vez para torturarlo, quizá para prolongar el momento y convertirlo en eterno. Cristina fue quitando uno a unos los botones de la camisa que su marido llevaba, cuando llegó al último empujó la tela deslizándola por sus brazos y depositando un tierno beso sobre el ancho pecho de Federico.

—Me gustas tanto, mi amor. —murmuró ella muy cerca de su piel y elevando su mirada para verlo a los ojos.

—Me estás matando. —le confesó con los ojos llenos de fuego, su cuerpo sacudiéndose de ganas.

Ella no dijo nada, sólo sonrió sobre su boca antes de dar inició a un beso casi salvaje que les aceleró el pulso a los dos. Federico tomó a Cristina de la cintura levantándola un poco del suelo y no pudiendo controlarse ni un segundo más. Rápidamente se dirigió con ella a la cama e hizo que cayeran juntos sobre el colchón, que hasta ahora notaban que tenía varios pétalos de rosa esparcidos por las sábanas blancas, seguramente antes no fueron conscientes de ello porque estaban demasiado concentrados el uno en el otro. Ya acostados en la cama, Federico se subió sobre ella y le sostuvo ambas a los costados de su cabeza, Cristina gimió con el arrebato de su esposo y sintió la humedad acumularse entre sus piernas. La noche prometía demasiado, y ambos cuerpos estaban más que listos para entregarse y consumar ese amor tan intenso que se profesaban.

Enroscados entre las sábanas rodaban desnudos de un lado a otro experimentando con las distintas posiciones que sus cuerpos les exigían. Llevaban largo tiempo amándose, o tal vez habían pasado unos pocos minutos, ninguno de los dos lo sabía, el tiempo era relativo cuando estaban juntos. Cristina quedó sobre su marido en una de esas vueltas y se incorporó provocando que la sábana se deslizara por su espalda y cayera revelando sus senos hinchados y de pezones erguidos por la pasión del momento.

—Que hermosa eres, Cristina. —Federico se maravilló con la vista que tenía ante sus ojos, su mujer ahora con el cabello revuelto, el maquillaje un poco corrido, perlada en ese sudor tan particular de la lujuria, lo miraba con una sonrisa traviesa; sus cuerpos todavía unidos íntimamente y sus pieles aún disfrutando del último orgasmo.

—Y tú eres muy guapo. —dijo esto y se mordisqueó el labio inferior maravillándose al igual que él con el panorama; su marido estaba recostado sobre la almohada, una sonrisa juguetona adornaba su boca, estaba sudado y tenía el cabello despeinado.

—¿Qué hice para merecer una diosa como tú? —preguntó sin dejar de mirarla, sus ojos se paseaban por el cuerpo femenino.

—No lo sé, tal vez lo mismo que hice yo para merecer un hombre como tú. —lo miró a los ojos y sonrió sinceramente, más allá de la carne, sus ojos ahora hablaban con honestidad, él también la miraba fijamente y con la mirada se confesaban todo lo que sentían el uno por el otro.

—Te amo, Cristina. —lo dijo después de unos segundos.

—Y yo te amo a ti, Federico. —unieron sus labios, esta vez con ternura y suavidad, al terminar con el amoroso contacto, Cristina miró un momento hacía una de las mesas al costado de la cama y sonrió. —Mira… —se levantó separando su cuerpo del de su marido y fue por el plato que sus ojos divisaron segundos antes.

—¿Y eso?

—Fresas con crema.

—No las vi cuando entramos.

—Yo tampoco. —juntos estallaron en una carcajada. —También hay champaña, supongo que llegamos un poco distraídos y después nos entretuvimos en otras cosas. —se mordió el labio, él se rio.

—¿Brindamos? —se incorporaba un poco.

—Sí. —ella buscó las copas y sirvió la bebida en ambas. —Salud por nosotros.

—Salud por esta noche. —chocaron sus copas y bebieron un poco de la champaña antes de colocarlas nuevamente sobre la mesilla de noche.

—¿Quieres? —preguntó tomando una fresa con un poco de crema batida y colocándola frente a los labios masculinos.

—Sí. —mordiendo la fruta ante la atenta mirada de su esposa.

Cristina aprovechó que un poco de crema había quedado en la esquina de su boca y se acercó a ésta para limpiar con su lengua el residuo, provocando en su marido una nueva oleada de excitación. Federico sonrió entendiendo lo sensual que podía ser aquella merienda y tomó una fresa del plato para llevarla a la boca de su mujer, ella la recibió gustosa, así como el beso sensual que su marido le regaló después para limpiar la crema de sus labios.

—Que delicia.

—Sí, están riquísimas. —comentó Cristina.

—Hablaba de ti. —la vio reír y no pudo evitar tomarla nuevamente en un fogoso beso, después de eso sonrió con algo de picardía, como si se le hubiese ocurrido una travesura.

Tomando un poco de crema batida con sus dedos, Federico cubrió los pezones de su mujer embarrándolos de la dulce sustancia. Cristina dejó escapar un jadeo seguido de una sonrisa traviesa, no dijo nada y simplemente se dejó hacer al gusto de su marido. Él se acercó a uno de sus pechos y con su lengua comenzó a limpiar la crema provocando que ella gimiera de gusto. Apenas probar el azucarado sabor fue suficiente para que Federico se pegara a su piel succionando con avidez el erguido pezón. Ella gimoteó ante el ataque que él le propinaba y una vez más volvió a sentir aquella conocida humedad en los pliegues del centro de su ser.

—Eres el mejor postre que he probado. —dijo él sin dejar de devorar ahora el otro pezón.

—Federico… —convertida en un mar de gemidos, Cristina disfrutaba de las caricias de su esposo.

—Me vuelves loco, Cristina. —su erección comenzaba a crecer y no tardó en hacérselo saber a ella.

—Me pregunto dónde más se podrá untar esta deliciosa crema. —comentó ella con usa risita al sentir la protuberancia de su marido chocar contra su abdomen.

—Donde tú quieras. —dijo despegándose un momento de sus senos, entendiendo perfectamente la insinuación de su mujer.

Ambos estallaron en risas y se miraron a los ojos con lujuria, sus miradas eran oscuras y estaban llenas de deseo. La madrugada ya hacía su entrada, pero el matrimonio no tenía intenciones de irse a dormir, por el contrario, era cuando más despiertos se encontraban. Esa era su noche de bodas, la que nunca tuvieron, hasta ahora, e iban a celebrarla a lo grande.

^^ Federico despertó antes que ella esa mañana, la primera de casados por la iglesia, no sólo ante Dios, sino del mundo entero. No podía negar que la celebración con su familia y gente del pueblo había sido divertida y lo que siempre soñó tener con Cristina, pero le entusiasmaban más los días que les esperaban entre las paredes de ese hotel donde celebrarían su luna de miel. La noche había sido exquisita para los recién casados, bastante agotadora a decir verdad, prueba de ello es que Cristina seguía durmiendo plácidamente sobre su pecho. Su delicado cuerpo yacía desnudo prácticamente sobre él, su respiración era tranquila y había una expresión de paz sobre su rostro. Nunca se imaginó vivir algo así con Cristina, si bien llevaban algunos años juntos y el pasado tan doloroso había quedado atrás hacía mucho, jamás imaginó que alguna vez despertaría con ella en brazos luego de celebrar su boda religiosa. Federico Rivero casado por las leyes de Dios, eso sí era de ver para creer. Si su padre hubiera estado vivo seguramente se habría reído de él “nunca debes permitir que una mujer te doblegue, con ellas hay que mantenerse firmes para que aprendan a respetarte” habría dicho el mayor de los Rivero, tan machista siempre. Él mismo llegó a pensar así alguna vez, pero el problema había sido que Cristina sí logró doblegarlo, pero lo hizo con amor, con un amor que él nunca había recibido y mucho menos demostrado, un sentimiento que no se arrepentía de permitirse vivir, así que ahora las palabras de su padre le parecían absurdas. Qué mejor que ceder ante el amor, eso no es una batalla perdida, muy al contrario, significaba ganar la guerra.

—Te amo tanto, Cristina. —le susurró muy cerca no estando seguro de que ella lo hubiera escuchado, pues a pesar de que acababa de reacomodarse entre sus brazos, aún parecía estar en un sueño profundo.

—Buenos días... —murmuró ella sin abrir los ojos.

—Buenos días mi reina, pensé que estabas dormida. —la besó tiernamente en los labios.

—Un poquito sí, pero sentí que te moviste y me desperté y quise quedarme así porque todavía tengo sueño y no quiero abrir los ojos. —dijo acurrucándose mejor entre los brazos de su marido.

—Podemos seguir durmiendo, todavía es temprano. —la apretó más contra su pecho.

—Sí por favor, otro ratito, anoche apenas dormimos.

—Pero que bien la pasamos. —explotó en una carcajada que terminó por contagiarla a ella que también se rio todavía negada a abrir los ojos.

Durmieron un par de horas más y recuperaron toda la energía que habían perdido la noche anterior. Más tarde desayunaron en la cama y luego se dieron una ducha juntos no pudiendo evitar amarse nuevamente bajo la regadera. Pasado el medio día salían del hotel camino a la playa que quedaba justo detrás del edificio, el paisaje era maravilloso, el agua se veía cristalina y la arena muy clara. Era un día precioso y el matrimonio planeaba desfrutar al máximo; ataviados en ropas frescas buscaban un lugar donde ubicarse que no estuviera muy lejos del agua, pero donde pudieran tener un poco de espacio para ellos solos.

—¿Te parece bien aquí, mi amor? —preguntó Cristina colocando su toalla y su bolso sobre una de las sillas de playa.

—Sí, mi cielo, está perfecto. —respondió mirando a su alrededor, habían algunas personas no tan lejos de allí, pero tampoco demasiado cerca que invadieran su privacidad.

—¿Me ayudas a ponerme el bronceador? —se deshacía de su vestido playero revelando su traje de baño.

—Eh… ¿así te vas a quedar? —le preguntó al verla en el bañador, que aunque no era exageradamente revelador, sí mostraba su piel más de lo que Federico quería que otros hombres pudieran ver.

—Sí, ¿qué tiene de malo? —frunció el ceño.

—Todos se te van a quedar viendo.

—Federico, por favor, estamos en la playa, aquí todo el mundo está en traje de baño, nadie se me va a quedar viendo como dices.

—Los hombres…

—¿Se trata de eso? —sonrió. —¿Estás celoso?

—No me gusta que otros hombres te vean así, tú eres mi mujer. —dijo muy serio.

—No puedo creer que me estés haciendo una escena de celos por esta tontería. —se sentaba en la silla y se colocaba sus gafas de sol ignorando por completo la expresión irritada de su esposo.

—No es una escena de celos, simplemente te estoy diciendo lo que pienso, no me parece que estés tan destapada, eres una mujer casada y otros hombres no tienen porque estar mirándote.

—Nadie me está mirando, tú estás haciendo un escándalo sin necesidad, aparte no estoy mostrando nada, este bañador es de los más discretos que encontré.

—No me quiero imaginar como eran los no discretos. —se sentaba en la otra silla junto a ella.

—Ya, Federico, ¿de verdad vamos a perder el tiempo discutiendo sobre esto cuando podríamos estar disfrutando de este día tan bonito? Mejor ayúdame con el bronceador, no quiero quedar roja como un tomate y quiero broncearme un poco aprovechando este sol tan brillante.

—Está bien. —accedió él y comenzó a untarle la crema en la espalda mientras refunfuñaba por lo bajo.

—Y deja de hacer corajes.

—Al primer hombre que vea mirando para acá voy y le digo algo.

—Si te atreves a hacer algo así me subo a la habitación y no me vuelves a tocar un dedo en lo que nos quede de luna de miel. —advirtió.

Federico abrió la boca indignado, pero no dijo nada, al parecer Cristina hablaba muy en serio, por lo que prefirió quedarse callado, no quería pasar a “dieta” su luna de miel. Después de un rato los dos se olvidaron del pequeño desacuerdo y se dedicaron a disfrutar del sol y de unas ricas bebidas que los refrescaron del calor. Más tarde se metieron juntos al mar y disfrutaron del agua abrazados y susurrándose palabras cariñosas al oído. Las horas pasaron y ellos perdieron la noción del tiempo porque se la estaban pasando muy bien, cuando la tarde caía Cristina decidió que era un buen momento para llamar a la casa y hablar con sus hijos. Decidieron subir a la habitación para hacer la llamada, pero fue cuando estaban por entrar al hotel que Cristina notó que sus lentes de sol se le habían quedado en las sillas donde estaban, así que se detuvieron antes de entrar al lobby.

—¿Quieres que vaya por ellos, mi vida?

—Sí por favor, los compré específicamente para estos días, me encantan, no los quiero perder.

—Está bien, espérame aquí, yo los busco. —comentó Federico antes de perderse nuevamente por el camino que conducía hacia la playa dejando sola a su mujer.

Un minuto más tarde un hombre maduro se acercó a ella al verla sola cerca de las puertas del hotel.

—Buenas tardes, hermosa dama, ¿es la primera vez que se hospeda en este hotel? No había tenido el gusto de verla antes. —dijo mirándola de arriba abajo sin ninguna discreción, Cristina arrugó el entrecejo ante el atrevimiento de aquel hombre.

—Buenas tardes, sí es la primera vez. —respondió para no parecer grosera, pero la verdad es que no le gustaba como la miraba ese señor.

—¿Y viene sola?

—No, vengo con mi esposo. —contestó tajante.

—Pues con todo el respeto, pero que hombre tan tonto, cómo se le ocurre dejar sola si quiera un minuto a una mujer tan bella como usted.

—Discúlpeme, pero no me parece que…

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Federico con voz dura interrumpiendo la conversación apenas se acercó a ellos.

—Mi amor... —Cristina sonrió tomando el brazo de su marido de inmediato.

—¿Y usted quién es y qué hace hablando con mi mujer?

—Federico. —Cristina lo regañó con su tono de voz antes de que explotara como estaba segura que haría.

—Disculpe, caballero, yo sólo estaba haciendo plática con ella mientras usted llegaba, le preguntaba si era la primera vez que se quedaba en este hotel ya que nunca la había visto. —explicó el hombre.

—Pues esta será la primera y la última vez que la vea, le exijo que no vuelva a acercarse a ella. —alterado.

—Ya, Federico.

—Tampoco hay razón para que se ponga así, no estábamos haciendo nada malo, sólo conversar a gusto.

Federico volteó molesto a ver a Cristina quien negó con la cabeza tratando de hacerle entender que realmente no estaba conversando con ese hombre, apenas habían cruzado un par de palabras cuando él llegó. Su marido la tomó del brazo y la acercó a él con intenciones de retirarse de allí.

—Nos vamos a la habitación, si nos disculpa, nosotros vamos a seguir celebrando nuestra luna de miel. —dijo con una sonrisa torcida en los labios, claramente marcando territorio como los machos salvajes.

Sin decir más caminaron rumbo al ascensor, o más bien Federico caminó de prisa llevándose consigo a Cristina que prefirió no decir nada. Cuando llegaron al pasillo que dirigía a su recámara ella intentó soltarse del agarre de su marido, pero fue inútil al primero intento.

—Suéltame, Federico, me estás lastimando.

—Perdón. —rápidamente aflojó su mano al darse cuenta de que había estado apretando más de lo que hubiera querido.

—¿Qué demonios te pasa?

—Entremos a la habitación, vamos a hablar.

—No si no te calmas.

—Estoy calmado, vamos entra. —abrió la puerta y señaló para que ella entrara.

—Estás alterado.

—¡Que entres te digo! —levantó un poco la voz e inmediatamente se arrepintió de hacerlo, pero verdaderamente estaba molesto por lo sucedido.

—¡No me hables así! —le exigió ya molestándose con la actitud de su marido.

Federico suspiró intentando relajarse.

—Perdóname, no fue mi intención gritarte.

Cristina sacudió la cabeza en negación y se metió al cuarto sin poder creer que estaban discutiendo en plena luna de miel. Federico la siguió cerrando la puertas tras sí, ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos, sólo se miraban molestos y en completo silencio.

—¿Qué hacías hablando con ese hombre? —cuestionó Federico luego de algunos minutos.

—No estaba hablando con él, o bueno sí, pero no es lo que tú piensas, apenas intercambiamos un par de palabras, yo no lo conozco, él se me acercó y comenzó a hablarme.

—Pues él parecía tenerte mucha confianza.

—Precisamente porque es un confianzudo me cayó muy mal, no me gustó como me miraba ni que siguiera hablándome a pesar de que yo no mostré el menor interés en él.

—De todos modos no me gustó verte hablando con ese tipo, te dejé sola dos segundos y por lo visto no perdiste el tiempo.

—Me estás ofendiendo, Federico, y sabes qué, no tengo ganas de seguir escuchando tus estupideces, voy a llamar a la hacienda a ver como están los niños. —dijo perdiéndose tras la puerta del baño llevándose el teléfono con ella, se le notaba en la voz que estaba furiosa.

Una hora más tarde Federico llegaba de vuelta a la habitación, se había salido de allí después de la discusión y mientras ella hablaba por teléfono en el baño. Sus hijos habían preguntado por él porque querían hablar con su padre, pero Cristina se inventó la excusa de que se estaba bañando diciéndoles que llamaría más tarde. Cómo explicarles que se habían peleado y que Federico se había salido sin darle la más mínima explicación. Cristina lo vio entrar con las manos detrás de la espalda, y no fue hasta que las sacó revelando un hermoso ramo de flores, que entendió lo que escondía.

—¿Me perdonas? —le preguntó acercándose a la cama donde ella estaba recostada. —Por favor, sé que actué mal, perdí la cabeza, ya sabes como soy, siempre termino haciendo este tipo de cosas, soy un bruto.

—… —Cristina volteó la cabeza dejando de mirarlo. —A veces te odio Federico Rivero, me dan ganas de agarrarte a cachetadas para ver si así te hago reaccionar cuando tomas esa actitud de macho posesivo y celoso.

—Ya sé que soy insoportable a veces, pero te juro que intento controlarme, y cuando no puedo hacerlo al menos necesito pedirte disculpas por ser así de celoso e impulsivo.

—No tienes necesidad de ser de esa manera, yo sólo tengo ojos para ti, Federico, ¿cuándo vas a terminar de entenderlo? —lo miró de frente, él se había sentado cerca y había colocado las flores sobre su regazo.

—Perdóname, mi cielo, por favor, ya sé que me porte mal, pero no quiero que estemos enojados.

—Te mereces que te mande a dormir temprano hoy para que aprendas a no tener esos arrebatos tan salvajes.

—¿Pero no lo vas a hacer, verdad?

—No sé… necesito pensarlo. —intentó no sonreír, pero una sonrisita se le escapó. —Gracias por las flores.

—Bajé a tomarme algo para relajarme y vi que las estaban vendiendo fuera del hotel y quise traerte las más bellas para pedirte perdón por ser tan tonto. —se acercó a sus labios y depositó un suave beso sobre estos.

—Eres demasiado tonto. —le devolvió el beso. —Pero te perdono, aunque sólo si me prometes que ya no te vas a poner así.

—Prometido. —levantó la mano a modo de promesa y luego la besó apasionadamente, Cristina correspondió gustosa y decidió alargar el contacto que se extendió unos cuantos minutos. —¿Hablaste con nuestros hijos?

—Sí, están muy bien, dicen que se están divirtiendo con Carlos Manuel, pero que nos extrañan, les prometí que los llamarías tú para saludarlos.

—Claro, los voy a llamar de una vez, ¿mientras por qué no vas y te pones ese camisón rojo que vi esta mañana en la maleta? No creas que no noté que intentaste esconderlo, pero alcancé a ver que lo guardaste en otra parte.

—Porque se supone que era una sorpresa, pero no sé si te lo merezcas esta noche después de tu arranque de celos.

—No me castigues, dijiste que me perdonabas. —la vio sonreír.

—Está bien, llama a la casa, voy al baño. —le dijo guiñándole el ojo.

Cuando Cristina salió del baño casi media hora después, Federico ya había terminado la llamada con sus hijos. Ella había aprovechado que él pasó casi todo ese tiempo hablando con los niños, para darse un baño ligero, retocarse un poco la cara y colocarse el atrevido camisón que se le transparentaba en la piel. Él estaba sentado de espaldas a ella por lo que no la vio salir, Cristina caminó hasta la cama y se subió a esta para abrazar a su marido desde atrás. Federico sonrió y recostó su cabeza sobre el cuerpo de su mujer, ella no perdió el tiempo y comenzó a besarlo en el cuello.

—¿Te pusiste el camisón?

—Sí… —jugaba con el lóbulo de su oreja mordisqueándolo y haciéndole cosquillas con la lengua.

—Quiero ver. —intentó voltearse, pero ella se lo impidió.

—Con calma, ya lo verás, lo bueno se hace esperar. —le susurró al oído y de inmediato lo sintió temblar. —¿Quieres que te dé un masaje de esos que te gustan?

—Por favor… me caería bien para quitarme el estrés que me provocó ver como aquel hombre te miraba.

—Tú sabes que yo soy sólo tuya, Federico. —comenzaba a jugar con el dobladillo de su camisa con claras intenciones de deshacerse de ella. —Te lo voy a demostrar.

Lentamente Cristina le ayudó a Federico a quitarse la camisa para pronto iniciar un masaje bastante sugestivo en su espalda y en el pecho, todo eso sin dejar de depositar húmedos besos en su cuello. Federico echó la cabeza hacia atrás y se dejó hacer, su esposa parecía querer llevar el control en esta ocasión y él estaba más que encantado en permitírselo. El ambiente comenzó a calentarse rápidamente, ambos estaban excitados y se morían por dar el próximo paso, pero Cristina quería atrasar las cosas hasta escuchar a su marido suplicarle hacer el amor. Ella lo besaba en los hombros y su manos se paseaba por todo su cuerpo, incluyendo aquella zona abultada en su pantalón que revelaba una parte de su anatomía que se moría por ser liberada.

—Cristina… —gruñó cuando ella metió la mano dentro de su pantalón y de la ropa interior.

—Dime. —le pidió empezando a jugar con su erección endurecida y lista para todo.

—Necesito sentirte, quiero estar dentro de ti.

—¿Eso quieres? —preguntó con voz melosa succionando el lóbulo de su oreja.

—Sí, hazlo, te lo suplico.

Cristina sonrió al escuchar las palabras de su marido, porque eran precisamente las que había estado deseando oír desde el principio. Sin perder tiempo se paró y rodeó la cama para quedar de pie frente a su marido, quien maravillado ante la sensualidad de su mujer casi acaba en un orgasmo allí mismo.

—¿Te gusta como se me ve?

—Me encanta, te queda increíble. —le acarició la cintura por encima de la tela roja. —Ojalá y fuera nuestra luna de miel todos los días para que todas las noches te pusieras uno de esos, o como el que traías ayer, aunque este me gusta más.

—No tiene ser nuestra luna de miel, puedo comprarme más y ponérmelos de vez en cuando ahora que sé que te gustan tanto.

—Me gustas tú con lo que te pongas, es más, no tienes que ponerte nada, desnuda me fascinas. —metió la mano bajo la suave tela y tiró de las braguitas a juego que llevaba puestas para deshacerse de la diminuta prenda.

Cristina gimió ante las caricias expertas de los dedos de su marido, sus rodillas temblaron cuando él introdujo dos dedos en su interior y usó el pulgar para frotar el botoncito sensible entre sus piernas. Federico sonrió con orgullo al ver lo que esas pocas caricias provocaban en ella, apenas la había tocado y ya su esposa respiraba entrecortadamente y la humedad se acumulaba en su centro. La ropa que quedaba sobre el cuerpo masculino no tardó en caer al piso junto a las bragas de Cristina, ahora él se encontraba desnudo y ella solamente llevaba el sensual camisón. Sus bocas se unieron en un fogoso y húmedo beso, las manos de Federico seguían acariciando la delicada piel femenina, y no pasó mucho tiempo hasta que fundieron sus cuerpos convirtiéndolos en el rompecabezas perfecto. Ella gritó de satisfacción cuando sintió la dureza de su marido invadir su cuerpo de la forma más placentera y sensual que existía. Mientras Federico permanecía sentado al borde del colchón, Cristina lo cabalgaba exquisitamente y le regalaba los más armoniosos gemidos, que eran música para sus oídos.

Hicieron el amor hasta que sus cuerpos cansados no pudieron más, luego de un par de orgasmos cayeron rendidos uno sobre el otro. Se durmieron poco después y despertaron luego de un par de horas, ya era tarde en la noche, pidieron servicio a la habitación y cenaron algo ligero. La madrugada los recibió platicando de todo y de nada a la vez, y es que su relación iba más allá de la carne, no sólo se entendían entre las sábanas, sino que disfrutaban de la compañía y de las largas conversaciones de media noche. Cristina estaba recostada sobre la cabecera de la cama y Federico tenía su cabeza sobre el regazo de su esposa quien le acariciaba el cabello mientras platicaban del futuro y de los sueños que tenían para éste.

—He estado pensando que me gustaría abrir mi propio consultorio de psicología algún día, quisiera hacer una especialidad en algo que tuviera que ver con mujeres o niños y ayudar a gente que lo necesite. En el pueblo no hay un lugar destinado a eso, todo el que quiera atenderse tiene que irse a la ciudad y sabemos que no todos tienen esa posibilidad. —comentó Cristina mirando a su marido.

—¿Y qué pasaría con el instituto para los invidentes?

—La idea es que siga funcionando, eso no quiero dejarlo, es otra forma de ayudar a las personas, en ese caso a gente discapacitada que no puede ver y que necesita salir adelante a pesar de su situación. Pero el instituto puede correr sin mí, mucha gente del pueblo está ayudando, y la verdad es que la cooperación del padre Ignacio y de los doctores que se han hecho parte del proyecto, ha sido de gran ayuda para todos. No sé… cuando pienso en el futuro creo que lo que deseo es ayudar a mujeres, niños y jóvenes que han sufrido algún tipo de maltrato por parte de su familia y que necesitan un poco de terapia para salir adelante. —dijo pensativa. —¿Tú qué crees?

—Que yo voy a apoyarte en lo que quieras hacer, y si deseas estudiar más para poder cumplir tus sueños voy a respetar tu decisión, así eso signifique que tengas que volver a la universidad donde de seguro te van a rondar más de un hombre y que tengas que pasar más tiempo dedicada a eso que conmigo. —hizo un puchero que a Cristina le pareció demasiado tierno.

—Que exagerado eres. —se reía. —Tampoco voy a vivir día y noche estudiando, aparte no es que pretenda empezar mañana, sólo estoy pensando a futuro. —lo besó en la frente. —¿Tú cómo te imaginas nuestro futuro, qué te gustaría hacer? ¿Cómo crees que sea nuestra vida en algunos años?

—No lo sé, en mi caso yo nunca tuve el interés de estudiar nada, sabes que la escuela y esas cosas no son lo mío, soy muy bruto y no entendería ni una palabra de lo que me enseñaran.

—No digas eso, tú eres muy inteligente, mi amor, que no te guste estudiar es una cosa, pero eso no significa que seas bruto.

—Bueno, pero nunca me gustó la escuela, lo mío es la tierra, el campo, encargarme de todos los asuntos de la hacienda, para eso sí soy bueno.

—Y mucho, la verdad es que debo admitir que sin ti yo no hubiera podido sacar adelante la hacienda después de que mi papá murió. Una vez estuve dispuesta a tomar el control cuando quería divorciarme de ti, pero no sirvo para administrar una finca tan grande, tú tienes un talento innato para eso, me sorprende lo bien que has manejado todo en El Platanal y ahora también en Ojo de Agua.

—Ahora que lo mencionas, creo que sería buena idea aumentar la producción de ambas haciendas, que nuestra cosecha no sea sólo de platanales, sino de otros frutos y verduras. Muchos de los lugares a los que les distribuimos me han comentado que están interesados en hacer negocios con nosotros si comenzamos a producir una mayor variedad.

—¿Y crees que se pueda?

—Claro. —se incorporaba para mirarla de frente. —Con las cuerdas de terreno que hay entre ambas fincas podríamos expandir la producción muchísimo más, obviamente habría que invertir dinero y contratar más trabajadores, pero podemos hacerlo. Así tendríamos las haciendas más importantes de toda la región y le garantizaríamos un buen futuro a nuestros hijos.

Cristina sonrió encantada al ver el entusiasmo en los ojos de su marido, le fascinaba escucharlo hablar del futuro con tanta pasión. Definitivamente no se había equivocado al darle el sí a ese hombre en el altar, era maravilloso descubrir día tras día el gran ser humano que había escondido detrás de esa máscara que le mostraba al mundo. Federico Rivero era mucho más de lo que aparentaba a simple vista, y no se arrepentía de seguir conociéndolo y de darse cuenta que enamorarse de él ya no parecía ser tan malo como alguna vez creyó.

—Un buen futuro… —sonrió ampliamente. —Quiero todo eso que dijiste, y quiero seguir preparándome, quiero que saquemos nuestras haciendas adelante, quiero darle todo a nuestros hijos… y lo quiero todo contigo, Federico. Una vida a tu lado, un mañana juntos. Te amo tanto, mi amor. —se acercó para besarlo en los labios.

—Y yo te amo con todas mis fuerzas a ti, Cristina, y también deseo un futuro a tu lado, quiero la eternidad junto a ti.

Un beso selló sus palabras, y otra sesión de amor de madrugada fue el final perfecto para esa conversación tan especial que habían tenido.

>>> Regresaron de su luna de miel poco más de una semana después, los niños los recibieron en la entrada llenándolos de besos y abrazos. Habían disfrutado esas dos semanas estando a solas, pero si bien se divirtieron saliendo a pasear, yendo a la playa y haciendo el amor día y noche, tenían que admitir que los dos estaban ansiosos por regresar a la hacienda para ver a sus tres retoños.

Al llegar, Cristina corrió a tomar en brazos a la pequeña Sofía que estaba enorme para los casi siete meses que tenía, mientras que sus dos hijos mayores se abrazaron a ella como si no la hubieran visto en siglos.

—Mamita, te extrañé mucho. —Federico Jr. que era el más apegado a ella no la soltaba.

—Y yo a ti, mi príncipe.

—Yo los extrañé demasiado a los dos, y más cuando Carlos Manuel se fue otra vez a su escuela, él jugaba con nosotros y se nos iba el tiempo muy rápido. —María del Carmen ya había soltado a su madre y ahora estaba en brazos de su padre que la había cargado y llenado de besos.

—Nosotros los extrañamos a los tres, pero ya estamos aquí y vamos a hacer algo para compartir todos juntos y que nos cuenten como les fue en estos días.

—¿Podemos ir todos a la cascada a nadar, papi?

—María del Carmen, tus papás seguramente vienen muy cansados del viaje, hoy no creo que puedan ir. —intervino doña Consuelo recibiendo a su hija con un abrazo.

—Tranquila, mamá, tú ya los cuidaste bastante, aparte nos extrañaron mucho, yo creo que es buena idea que vayamos a pasar un rato con ellos, todavía es temprano y a nosotros también nos hicieron mucha falta.

—Sí, suegra, no se preocupe, y gracias por cuidar de ellos.

—No me lo tienen que agradecer, son mis nietos, además, se portaron muy bien los tres. —miró a la menor de los Rivero balbucear cosas sin sentido en los brazos de Cristina. —Hasta esta princesita casi no me dio molestias, se portó muy bien a pesar de que extrañaba a su mamá.

—Creo que ya le toca comer, voy a amamantarla de una vez, seguramente lo está extrañando, jamás será lo mismo darle la leche en mamila o la comidita de bebé. Niños, por qué no suben a cambiarse, papá y yo vamos a subir a instalarnos y dentro de un rato nos vamos a la cascada de acuerdo.

—¡Sí! —se escuchó al unísono.

Cristina y Federico vieron como sus hijos más grandes subían las escaleras para alistarse e ir a la cascada, uno de sus lugares favoritos para compartir en familia.

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Cristina no podía quejarse, tenía todo lo que siempre soñó, unos hijos maravillosos, un marido que aunque a veces la sacaba de sus casillas, la amaba tanto como ella a él. Tenía una profesión que adoraba, donde podía ayudar a otros y aportar su granito de arena con aquellos que lo necesitaban. Las haciendas Ojo de Agua y El Platanal se habían convertido en las más grandes e importantes de la región, y la vida le sonreía como nunca imaginó que lo haría.

^^ Se encontraba sentada en la sala leyendo un libro de psicología familiar, desde hace años le gustaba dedicarle las tardes a la lectura. Ese era su momento para relajarse y dedicarse tiempo a sí misma, ya que el resto de las horas del día se las dedicaba a sus pacientes, a sus hijos, a su marido y a su hogar. Sus pensamientos la distrajeron un poco de la lectura y dejó de prestarle atención al libro cuando comenzó a pensar en la vida que tenía. Parecía que había sido ayer cuando Federico y ella regresaron de su luna de miel, y de eso iba casi una década. Hacía nueve años que se habían casado por la iglesia, sus hijos ya no eran unos niños chiquitos, María del Carmen estaba a punto de cumplir quince años y muy pronto celebrarían una gran fiesta para festejar a la quinceañera. Federico Jr. tenía catorce años, ya era todo un jovencito, y Sofía tenía nueve y medio. Cristina sonrió al pensar en lo grandes que estaban los tres, cada uno tan diferente y especial a su manera. A los tres los amaba por igual; María del Carmen era de carácter fuerte, irónicamente la más parecida a Federico, estaba llena de vida y era muy espontánea, cuando se lo proponía podía llegar a ser bastante rebelde y en ocasiones volver loca a su mamá. Fede Jr. era más como su madre, fuerte y decidido, pero de un carácter más dulce y sensible, lo que provocaba que a veces su padre intentara “corregirlo” por ser demasiado dócil, y que él y Cristina discutieran porque según Federico ella lo mimaba demasiado. Sofía era una niña que nunca se cansaba de hablar, parlanchina a más no poder y muy alegre, era la luz que alumbraba a toda la casa cuando existía algún problema, pues alegraba a todos con sólo abrir la boca.

—Cristina… —la voz de doña Consuelo sacó a Cristina de su ensimismamiento.

—Hola, mamá, no te sentí bajar, estaba leyendo un poco. —dijo cerrando el libro y colocándolo sobre la mesilla junto al sofá.

—Parecías distraída, no te veías muy concentrada en el libro. —se sentaba frente a ella.

—También estaba pensando, me estaba acordando de cuando Federico y yo regresamos de nuestra luna de miel, los niños estaban tan pequeños, y míralos ahora, ya no tengo bebés. —sonrió con un poco de nostalgia.

—Eso es bueno no, cada día están más grandes y los tres son buenos hijos.

—Sí, pero el tiempo pasa muy rápido, dentro de algunos años van a ser adultos los tres cuando apenas parece que fue ayer que les estaba cambiando sus pañales.

—Bueno, pero para que sean adultos, se casen y hagan su vida falta mucho tiempo todavía.

—Pues sí…

—¿Y Federico dónde está?

—No ha llegado, salió hace rato a ver algo de la producción de este mes. —suspiró cambiando un poco el semblante a uno más serio.

—¿Están las cosas bien entre ustedes, hija? Los noté un poco distantes en la comida.

—Ay, pues más o menos, mamá, discutimos esta mañana. —otro suspiro se escapó de su garganta al recordarlo.

—¿Por qué?

—Por lo mismo de últimamente, se la pasa regañando a Fede porque no quiere acompañarlo al campo como cuando era un niño o no siempre quiere montar a caballo o hacer cosas de “hombres” como él le llama. No entiende que nuestro hijo ya está grande y que no necesariamente tiene que ser una copia suya, pero cuando yo intento defenderlo, Federico dice que lo consiento demasiado y que lo estoy convirtiendo en un niño mimado. Nuestras discusiones siempre son por algo relacionado a nuestros hijos, tenemos diferentes pensamientos cuando de crianza se trata. Federico ha cambiado mucho del hombre que solía ser cuando nos casamos la primera vez, pero eso no evita que de vez en cuando su lado machista salga a flote y diga y haga cosas que me provocan ahorcarlo.

—Es normal que existan esas diferencias, Cristina, y también que discutan, el matrimonio es así, con sus altas y bajas, pero lo importante es que se amen y que intenten siempre comunicarse y arreglar las cosas. Ustedes ya no son unos niños, son dos adultos con una relación estable, tres hijos y una vida maravillosa. Mírate… —la señaló con una sonrisa admirando verla tan madura y centrada, aquella Cristina tan niña, tan sumisa como alguna vez lo fue, se había transformado en una mujer emprendedora y de carácter firme, había cambiado los vestidos de flores por pantalones y ropa que la hacía lucir más mujer, y su media cola de caballo por el cabello suelto que le daba un toque de madurez impresionante. —Eres toda una mujer, yo me siento muy orgullosa de ver en lo que te has convertido, eres una psicóloga brillante, una madre que hace todo por sus hijos y una esposa que me consta que lucha siempre por mantener su relación feliz. Así que esas discusiones que tienen tú y tu marido no van a hacer que su matrimonio se destruya, por el contrario, eso los hace más fuertes.

—Ojalá sea cierto, mamá, porque de unas semanas para acá estamos discutiendo más que nunca.

—¡Mamá! ¡Abuela! ¿Llegó la carta? —los gritos de María del Carmen retumbaron por toda la sala en cuanto la joven hizo su entrada.

—¿Qué carta, hija?

—La carta de Carlos Manuel, mamá, prometió escribirme en cuanto recibiera la que yo le envié.

—Sí, María del Carmen, llegó esta mañana, olvidé dártela. —doña Consuelo buscó en uno de los cajones de una de las mesas en la sala y sacó un sobre sellado, la adolescente se lo arrancó de las manos en cuanto lo vio.

—Qué son esos modales, hija. —la regaño Cristina.

—Perdón, mamá, pero llevo esperando esta carta muchos días. —abrió el sobre y rápidamente leyó en busca de la contestación a la pregunta que le había hecho ella en la carta anterior. —¡Va a venir! ¡Carlos Manuel va a venir a mi fiesta de quince años!

—Que bueno, hija, yo te lo dije, era obvio que no iba a querer perderse tu fiesta, es tu primo y te quiere mucho.

María del Carmen que hasta el momento había estado sonriendo ampliamente dio media vuelta y se dirigió a las escaleras porque quería leer la carta completa con calma y a solas. La sonrisa se le borró un poco cuando escuchó la palabra “primo”, eso era, su primo, sobrino de su padre Federico Rivero, pero ella no lo veía así, estaba enamorada de él, y por las cosas que él le escribía, estaba segura que Carlos Manuel también de ella. Sabía que no estaba bien sentir lo que sentía por él, pero no lo podía evitar, lo único que le preocupaba era que su padre lo fuera a descubrir ahora que viniera para su fiesta. Federico era capaz de matarlo si descubría que ella, su hija, su princesa, y Carlos Manuel se veían como algo más que lo que eran: primos hermanos… o al menos eso creía ella que eran.






He vuelto, chicas, sé que me he tardado demasiado, pero por mil razones con las que no pienso aburrirlas la inspiración simplemente se había ido y apenas la voy recuperando. Espero que este paso de los años en la historia les parezca interesante, si tienen alguna sugerencia o les gustaría leer algún "recuerdo" de esos años me pueden dejar saber. No olviden dejar sus comentarios para saber si todavía siguen interesadas en la historia. Gracias a las que siempre me escribían pidiendo que volviera, por ustedes me motivé a seguir. Nos leemos pronto.
Besos. ♡

Tu amor es venenoWhere stories live. Discover now