11. Mi mejor amigo casi me mata

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No tenía la menor idea de cómo llegamos a este lugar. Según Lucas, habíamos salido del monte y caminamos unas cuadras antes de tomar un remís que nos trajo una clínica privada. Aparentemente estuve todo el viaje en un estado de semiinconsciencia, como si fuera un zombi. Yo sólo recuerdo haberme puesto mi ropa que afortunadamente estaba donde la dejé y al siguiente minuto, estar parado en la entrada de la Guardia una pequeña clínica junto a Lucas... o más bien estar sosteniéndome por Lucas.

―¿Qué hacemos acá? ―pregunté.

—Volviste —exclamó Lucas en cuanto vio que ya no tenía la mirada fija en la nada misma―. Sé que es raro, pero tu papá me hizo jurarle que, si alguna vez te pasaba algo, te trajera acá. Y antes de que preguntes, no tengo idea de qué signifique eso, pero no me gustaría desobedecer a tu papá.

Lucas se veía tan confundido como yo, pero también había una expresión decidida en su rostro. A pesar de todo, él quería ayudarme. Al ver sus oscuros ojos, supe que no me veía como el monstruo que era, sino que estaba mirando al Nahuel de siempre, a su amigo de toda la vida.

«¿Cómo era que no tenía miedo de mí después de todo lo que pasó esta noche?»

Lucas entró, arrastrándome consigo e irrumpimos la aparente tranquilidad del lugar. No tuvimos que esperar demasiado para ser atendidos. En cuanto me vieron con mi improvisado torniquete y el vendaje en mi brazo que poco hacía para contener la sangre, un médico corrió hacia nosotros.

Lo reconocí al instante, era el Dr. Cabral. Él era algo así como el médico de la familia, a quien siempre acudía mi madre cuando mi estado superaba sus tés. Me caía bien el señor. Era un hombre de edad algo avanzada pero de inteligentes y amables ojos oscuros, y algo pálido a pesar de sus rasgos aborígenes. Lo mejor era que no era el tipo de doctor que sólo te cura, sino que te hacía sentir cómodo mientras lo hacía; y si eras un nene que se aguantó una inyección sin llorar te premiaba con un chupetín.

―¡Nahuel! ¿Cómo? ―exclamó al verme, pero podría jurar que olfateó el aire antes de que su expresión cambiara de la confusión a la comprensión―. Pasen, pasen.

Así que un momento después, estaba sentado en la camilla de una pequeña y limpia sala de emergencia, carteles sobre el tabaquismo y fichas de vacunación esparcidos por las paredes blancas, y pequeños muebles de almacenamiento llenos de frasquitos y cajitas de medicamentos.

—Es bueno verte, Nahuel. Aunque, claro, no en estas condiciones. ¿Cómo te pasó esto? —volvió a preguntar el Doc, mientras me quitaba el retazo de remera que había usado como vendaje para examinar la herida.

«Bueno, verá... Mi mejor amigo casi me mata porque se asustó al verme convertido en el lobizón.»

Sí. Esa parecía ser una respuesta bastante normal. Claro; y luego derechito para el manicomio. No podía contarle la verdad, y no sabía qué historia inventar. No sabía qué decir.

—Estábamos... —comenzó a relatar Lucas con su mejor cara de póker—, buscando unas herramientas en mi garaje cuando se le cayó una caja encima...

—Y había cuchillos dentro —agregué, dándole una mirada agradecida a mi amigo. Lucas tenía una habilidad especial para mentir. Imagínense que podía escapar fácilmente de su casa, aun teniendo a la Jefa de Policía de la ciudad como tu madre. En cambio, yo era un mentiroso terrible. Mi mamá lo consideraba una bendición, que era un niño demasiado bueno para mentir. Yo no estaba tan de acuerdo con ella.

—Ya veo —dijo mientras se colocaba unos guantes de látex.

En los oscuros ojos del doctor había algo de sospecha, pero también comprensión. Seguramente llegaban muchos adolescentes bastante tontos que se habían herido haciendo alguna idiotez, como nosotros.

El chico ojos de fuego | Arcanos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora