10. Los niños no se convierten en lobos

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De alguna forma, desperté en la cocina de mi casa.

Al parecer me había desmayado y Lucas me trajo a casa. Pero ¿por qué estaba tirado en el piso de la cocina? ¿A oscuras? Esto no tenía sentido. Y lo extraño era que no me dolía nada, absolutamente. Incluso mi malestar de estómago había desaparecido y también el cansancio de los últimos días. Todo me resultaba tan familiar y ajeno a la vez.

Me levanté del suelo que no estaba ni frío ni cálido bajo mis pies descalzos y me encaminé hacia las demás habitaciones de mi casa.

A medida que me acercaba a la sala, comencé a oír voces y a sentir que la niebla se levantaba del piso. Esperen ¿niebla? ¿Dentro de mi casa? Definitivamente este tenía que ser otro sueño. Y mi teoría fue corroborada cuando, al entrar a la sala, vi a mi padre. Él estaba de espalda, hablando con alguien. Intenté avanzar pero, de pronto, algo me impidió el paso. La misma bruma del suelo se envolvía alrededor de mis tobillos y no me dejaba dar un paso más. La voz de mi padre se oía amortiguada, como si estuviera tras una pantalla.

—¿Papá? —intenté llamarlo con una voz más temblorosa de lo que hubiese querido. Me quedé allí. Quieto. Haciendo un esfuerzo por escuchar lo que decían.

—Sebastián, no podes exponer a tu familia a algo así —gritaba mi... ¿abuela?

Si acaso me quedaban dudas de que pudiera estar soñando, estas se desvanecieron al ver a mi abuela muerta.

Nunca la habíamos conocido. Mi papá se había distanciado de sus padres antes de que Brenda naciera y solo sabíamos que ellos habían muerto tiempo después. No recordaba mucho de las fotos que había visto, pero sin dudas era ella: cabello blanco, ojos azules, fríos y desdeñosos en una cara arrugada; gritándole a mi papá sobre cosas que no tenía ni idea.

—Esa criatura está maldita —sentenció.

—¡No diga eso, madre! —contestó mi padre, con esa forma arcaica que tenía para dirigirse a sus padres. Siempre supe que la familia de mi padre era muy... formal y anticuada.

A diferencia de la abuela, él se veía diferente, más joven y fuerte. Tenía más cabello y musculatura, sin líneas de expresión ni canas.

Pero su eterno ceño fruncido dividía su expresión mientras parecía estar haciendo un esfuerzo para no gritar. Al moverse pude ver que él estaba cargando algo pequeño, cubierto en una mantita celeste. Y no fue hasta que el bulto comenzó a llorar que me di cuenta de que era un bebé. Sus pequeños y azules ojos se posaron en mí... en él mismo. Pues ese bebé era yo. Sebastián estaba cargando a un Nahuel de unas semanas de vida, con abundante cabello negro y mejillas rosadas.

¡Esto sí que era raro!

—Es sólo un bebé —dijo mi padre, acariciando la cabecita de la criatura, sus ojos llenos de admiración y cariño.

—¡Es un monstruo, Sebastián!

—Esas son leyendas, madre. Los niños no se convierten en lobos. Él no lo hará.

—No te hagas el tonto, vos sabés muy bien que esas no son leyendas —dijo mi abuela—. Vos mismo fuiste testigo de lo que se convertirá en cuanto crezca.

De pronto, me había olvidado por completo de cómo respirar. El aire huyó de mis pulmones como un cobarde y la sangre se congeló en mis venas.

Mi padre y mi abuela estaban discutiendo sobre mí. Ellos sabían que yo era un lobizón. Eran conscientes de los arcanos. Siempre lo supieron y nunca me lo dijeron.

El rostro de mi padre estaba rojo de rabia o vergüenza, no sabía, y su agarre sobre mí se hizo más posesivo y protector, como si temiera que su madre se lo arrancara de sus brazos. Suspiró e intentó calmarse antes de hablar, pero no pudo con su genio y acabó gritando sus palabras.

El chico ojos de fuego | Arcanos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora