8. Una muy mala idea

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Esta vez, mi madre no se molestó en despertarme. Así que me sentí libre de quitarme las sábanas de encima y desperezarme, sintiendo el pequeño placer de estirar mis músculos doloridos y cansados bajo la brisa del ventilador. Me di cuenta de que el dolor omnipresente de estos últimos días había disminuido. Seguía allí, pero ahora era más bien como un latido sordo de en mis huesos.

Incluso me sentía de mejor humor y hasta tenía ganas de ponerme a cantar algo como: "No soy un perro, no soy un perro. Tengo un mes para no ser un perro."

¡Y plup! Mi burbuja de felicidad se rompió cuando caí en cuenta de que el próximo mes tendría que volver a pasar por este infierno. Con la próxima luna llena volvería a ser un lobo. Una y otra y otra vez... y así por el resto de mi vida.

Nunca volvería a ser normal. Si es que alguna vez lo fui.

¿Pero esto? Esto ya era demasiado. No estaba seguro si podría soportarlo. Debía buscar la forma de librarme de esta... esta maldición. No tenía ni la menor idea de por qué era un lobizón, pero debía dejar de serlo. Cuanto antes.

«Pero hoy no» pensé mientras rodaba sobre mi cama y me dirigía al baño, tomando una remera de Batman y un jean por el camino. Hoy me tomaba un descanso de toda esta locura fantástica.

Estaba a mitad de camino entre mi cama y la puerta cuando Welcome to the jungle comenzó a sonar desde mi celular. Ese era el tono de llamada reservado para una sola persona: Lucas. Esa no era una buena señal.

Sin estar muy seguro en lo que me estaba metiendo, contesté la llamada.

—Che, Larguirucho —me saludó con mi viejo apodo—. Se me ocurrió la mejor idea del mundo y vos vas a ayudarme. Si te sentís mejor, obvio. Te espero esta tarde a las ocho en mi casa.

Y cortó.

Me quedé mirando la pantalla de mi celular: una foto vieja de mis hermanas y grandes números que marcaban las dos de la tarde.

«¿Pero qué estaba planeando?»

El entusiasmo en su voz ya fue suficiente como para asustarme. Lucas jamás, nunca en la vida, tenía buenas ideas.

Pero estaba cansado de permanecer en cama todo el día y vagar como perro toda la noche. Quería hacer algo normal. Necesitaba volver a mi vida. Y en ese momento se me ocurrió una forma de volver a mi rutina. Si necesitaba volver a ser normal, entonces tenía que volver a ser aburrido. Eso era. Hoy trabajaría, y luego pasaría el rato con Lucas y Sofi.

¡Sofi!

Con todo lo que estaba pasando casi me había olvidado de ella. Por más raro que fuera, ya que ella era quien activó toda esta locura, según Alfonsina. Todavía dudaba un poco (mucho) de esa teoría. Dudaba, de todo en realidad. Dudaba de mi cordura, de Alfonsina, de mis padres... Pero hoy no era el día de resolver esas cosas. Hoy era el día de volver a ser un chico de diecisiete años común y corriente.


El trabajo sin dudas me estaba ayudando a volver a la rutina. Y nunca lo disfruté tanto.

Mi padre me pidió que no hiciera mucha fuerza y me encargara simplemente de atender la caja registradora. Era temporada alta y muchas personas preguntaban por anzuelos y tiendas de campaña. Nada extraño, hasta que un aroma familiar me hizo picar la nariz. Cuando levanté la mirada encontré a un muchacho que estaba parado frente a Brenda, quien no había dejado de estornudar en todo el día.

Olía al otoño: hojas podridas y madera quemada.

Reconocí su olor de la noche anterior. Pero, más extraño que ello fue la forma en que la miraba, como si mi hermana fuera algo incomprensible. Como una nevada en medio del verano, algo que no debería estar allí.

El chico ojos de fuego | Arcanos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora