34. Su corazón se detuvo

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Todo había comenzado por Sofi.

Ese día en la tienda de mi padre, cuando mis ojos volvieron a encontrarse con los de ella. En ese instante, la maldición se despertó y nuestros destinos fueron sellados. Pero todo había comenzado mucho antes.

Antes de nuestro primer beso, ese día junto al arroyo.

Antes de nuestra boda de mentiras, de nuestras promesas.

Todo había comenzado cuando la vi por primera vez. Cuando tenía apenas tres años y caminé torpemente hasta un cochecito de bebé, curioso por la criatura se escondía ahí. Y cuando asomé mi cara, de puntas de pie y con mis manitos fuertemente agarradas al cochecito, me encontré con ella. Ahí estaba, todavía siendo una bebé de dos años, con unos rizos tan dorados como el sol, sus cachetes pecosos y regordetes, y una hermosa e incompleta sonrisa. Una sonrisa que parecía pertenecerme solo a mí, que siempre me perteneció solo a mí.

Y en medio de tanta perfección estaba un par de enormes y curiosos ojos del color de la miel, del sol y la arena. Cuando nuestras miradas se cruzaron, fue como si el mar chocara por primera vez con una playa firme. Y desde entonces, el mar siempre volvió a la playa. Una y otra vez. Yo siempre volvía a ella.

Sofi era mi comienzo.

Mi alfa y omega.

Sofi sería mi fin.

Porque esto se estaba terminando. Sofi se estaba yendo. Y yo me iría con ella. Esa era la innegable verdad

—Tranquila. Todo va a estar bien —murmuraba Lucas con voz suave y tranquilizadora, con el rostro inclinado para poder ver a su prima, mientras le acariciaba su cabello, una cascada rubia, enmarañada y empapada de sangre—. Todo va a estar bien... Vas a estar bien.

En cuanto me vio llegar, mi hermana corrió hacia mí y, colocando mi brazo alrededor de sus hombros, me ayudó a llegar hasta Sofi. Los tres estaban llenos de tierra, sangre, pasto, moretones y rasguños. Alfonsina también había recobrado el conocimiento -al menos en parte- y recostada sobre la camioneta como una muñeca de trapo. Mis amigos, mi familia. No había podido protegerlos. No fui lo suficientemente fuerte para protegerlos. Y ahora...

Sofi.

Ya no pude más. El fuego, la adrenalina, la ira... Todo se había ido, dejándome solo un vacío helado. Mis rodillas se rindieron al fin y caí junto a Sofi, convulsionando entre lágrimas jadeos casi animales.

—Sofi —susurré, abrazando su cuerpo, apoyando mi rostro en su pecho, tomando su rostro entre mis garras. Sin saber qué hacer. Ella apenas respiraba y su corazón tartamudeaba dentro de su pecho, y la sangre... La sangre no dejaba de salir de la herida en su cuello.

—¿Qué hacemos? Es mucha sangre, Nahuel. Está perdiendo mucha sangre ―dijo desesperadamente Lucas, arrodillado a mi izquierda, sosteniendo la mano de Sofi. Le estaba tomando el pulso.

A su lado, mi hermana intentaba conseguir ayuda. Gritaba desesperadamente a un celular que no era suyo. Quizás se lo había quitado a alguno de los centinelas.

—Es la mordida —murmuró Alfonsina, como queriendo despertar de un letargo—. El veneno ya está consumiendo su sangre. No va a tardar en llegar al corazón.

—¿No podés chupárselo como el de las víboras? —gritó Lucas, desesperado por una salida.

—No es tan fácil —respondió, y en su mueca se veía cuánto odiaba su propia respuesta—. Además, ya perdió mucha sangre. Si bebo su sangre para sacar el veneno la desangraré por completo.

—¡Hacé algo! —rugí—. ¡Lo que sea, pero hacé algo!

—Vos sabés de esto —agregó Brenda, volviéndose hacia nosotros, intentando sonar más calmada—. ¿No hay nada que podés hacer?

El chico ojos de fuego | Arcanos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora