IX

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Alfaro siguió su investigación, hasta que cayó en cuenta que unas unidades fueron al mismo domicilio del siguiente a interrogar, el mismo que había sido asesinado esa noche.

De la boca del investigador salieron terribles pestes y maldiciones, su frustración era bastante clara, y solamente quedaba un nombre más en la lista. Quería ir a hacer la pertinente visita a lo que él consideraba la última esperanza para el caso.

Una alarma sonó, indicó que eran las 7:00 p.m. dando a entender que era el momento de reunirse con aquella mujer, pegó un grito seco dentro de su vehículo y partió a la posada.

Llegó a la entrada del hotel y encontró a la mujer vestida con una camisa blanca, una chamarra azul de algodón, un pantalón blanco de manta, y de calzado unos zapatos negros de agujetas.

—¿Qué quiere preguntar, oficial? —dijo la religiosa en un tono formal.

—En particular nada, más bien me siento con una pesadez desde nuestra conversación el día de ayer, y aunque apenas han transcurrido casi cuatro días del caso, de alguna manera me harté —respondió con desgano el agente.

—Entonces, ¿me está pidiendo mi ayuda? —insinuó Paraccio algo escéptica.

—No, más bien véalo como una oferta de cooperación, ¿Qué tal si es el mismo culpable? —arguyó con cierto cinismo el detective.

—Posiblemente, pero nada me lo garantiza —espetó la cazadora de bestias.

Mientras tanto, de la poca información intercambiada entre la disfuncional pareja de detectives, la lista con los nombres y direcciones había sido compartida, esa misma noche María se dispuso a visitar el sospechoso que restaba.

Se movió por la ciudad, el tráfico era reducido por lo que el tiempo de conducción no pasó de los quince minutos, todo estaba resultando extremadamente fácil.

Llegó a la ubicación, se abrió paso por un jardín de hierba seca por el cual se apreciaban algunos insectos, tocó a la puerta pero con un pequeño y suave golpe esta se abrió, entró y la escena la impactó.

—¡Lárguese! ¡El viene de nuevo por mi! ¡Yo ya no soy Elías Robledo! —gritaba un joven sentado en el suelo contra una pared, temblando, y con sus ojos rojos por las lágrimas miraba a la fémina.

—Vine a hacer unas preguntas, pero antes tengo que pedirle se calme y me permita ayudarle —recomendó la investigadora mientras se acercaba despacio al sujeto.

Entonces él se levantó, corrió directo hacia ella y en un cerrar de ojos había clavado su dentadura en la mano derecha de la agente, causando un sangrado leve.

La oficial se zafó de la mordedura y desenfundó su pistola, disparando a las piernas del atacante, cuál fue su sobresalto cuando ante su visión se formaba nuevo tejido en la herida empujando hacia fuera los proyectiles. 

—Le dije que se fuera pero puede quedarse, hoy tengo más apetito de lo habitual —espetó el mórbido humanoide.

La detective volvió a responder con fuego, pero esta vez las balas fueron contra los ojos del agresor; con su oponente sin vista, la mujer corrió hasta su auto, se retiró del lugar y en el camino pidió refuerzos.

El ser que mutó de un humano recuperó su mirar, pero se había dado cuenta que su sentido del oído y el olfato estaban potenciados. El olor de la sangre derramada hizo que el hombre por instinto rastreara a su rival.

Podía olerla en una parte, pero sorprendentemente no dentro de su vehículo, sino en la vivienda donde se encontraban sus hijos y su esposo, misma que estaba relativamente cerca

—Rápido, vámonos de aquí, ocupo seguir un rastro —ordenó Natalia con preocupación.

Montés lo entendía, había detectado por fin la presencia de aquella extraña persona que tanto buscaban. Subieron a toda prisa al desgastado automóvil, cuando escucharon la solicitud de Hortensia.

—Santo señor, ha empezado su mutación total —murmuró con temor la hermana.

—Maldita sea, si nos libramos de esa cosa me tendrá que explicar muchas cosas —comentó Leopoldo algo desesperado.

Las instrucciones de la psíquica llevaban al detective hasta el hogar de su compañera, los malos pensamientos se apoderaron de él, otra vez se repetiría la historia.

No había tiempo para llamar a la puerta, de un disparo violó la seguridad que daba un simple picaporte y entró a la casa. Todo estaba en total desastre, jarrones y papeles rotos, llegaron ambos a las escaleras que daban a las habitaciones de arriba.

Estaban ahí, acostados en su propia esencia de vida, padre e hijo muertos, una mirada vacía dedicadas el uno al otro; Alfaro no lo podía creer, la poca familia de su compañera ahora yacía sin vida ante su impotente ver.

Un sollozo se escuchó mientras Paraccio descubría que la puerta trasera estaba abierta, ambos mentalistas buscaron hasta dar al sótano. Leopoldo bajó y encontró a un atemorizado Gael, el menor de los retoños.

El niño reconoció al detective, se acercó despacio y echó a llorar.

—¡Mi papá! ¡¿Dónde está mi papito y mi hermanito?! ¡¿A dónde se fue el hombre malo?! —gritaba mientras lloraba el infante, al mismo tiempo que a Montés se le cerraba la garganta. 

Natalia salió de la casa y esperó en el auto mientras trataba de despejar su mente, de nuevo tenía esa sensación de inutilidad en su ser. El investigador tomó al infante en brazos, se dirigió a la fachada, dejó al niño y sacó su celular. Un número se apreciaba en pantalla.

—María, tu esposo y tu hijo están…Están…Maldición —enunciaba con amargura y rabia el policía.

—Idiota, hablame claro, ahora mismo estoy en la búsqueda de un sospechoso —respondió molesta.

—Ellos están muertos, Hortensia —contestó Montés con una voz profunda y entrecortada, como si tratara de evitar el llorar.

La investigadora frenó bruscamente y se estacionó, volvió a preguntar, incluso dijo que aquello era una vil y cruel broma de la faceta sádica de su compañero, pero la verdad era sólo una, su familia había sido asesinada.

Las patrullas se dirigieron al lugar, María llegó con alaridos de dolor para ver cómo se llevaban los cadáveres mientras abrazaba a su único vástago sobreviviente. Esa misma noche la policía supo de la presencia de Sor Paraccio, por lo que Leopoldo y ella serían interrogados.

Las Ventanas a la MenteWhere stories live. Discover now