ii. El nuevo destino de Thyra

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Miro con estupor a Sate y respondo.

—La esquina, es un montaje —él asiente—. Entonces están vivos.

—Bajo tierra —me explica él—. Se enterraron con sus misiles y esperan a una nueva rebelión para destruir el Capitolio.

Miro la mesa con ausencia, por un segundo, intentando calmarme. Parece que voy a sufrir una sobrecarga, que me voy a desmayar en cualquier segundo.

—¿Cuánto tiempo llevas tramando esto? ¿Qué les interesa de ti?

Se rasca el cuello.

—Más de un año —suspira—. La verdad, es que no lo sé. Dicen necesitar gente buena con los ordenadores y con el software: nuestro distrito es el idóneo.

Asiento conforme.

—¿Es eso para lo que me quieren?

—No es que te quieran a ti precisamente, pero necesitan a alguien y yo te recomendé a ti.

—¿Por qué?

Nuestras miradas luchan por unos instantes. La presión es palpable, como si de verdad estuviéramos luchando contra el Capitolio en ese momento.

—Porque eres mi amiga, y creo que mereces algo mejor que estar aquí, recordando a tu hermana. Mereces hacer algo con tu talento, Thyra.

Asiento de nuevo y miro a mi amigo. Confío en Sate, y por eso me estoy fiando de que mi cabeza seguirá en mis hombros tras esta conversación. Aprieto mi mano derecha y después me acaricio las piernas con nerviosismo, intentando quitar el sudor de mis palmas pálidas.

—¿Cuál es el plan?

Se cruje los nudillos.

—Muy pronto habrá un levantamiento. Coin piensa que podemos forzarlo para que pase dentro de 2 noches: tras la cosecha de los Vencedores. Alguien, no sé cómo, nos sacará de aquí de forma segura —pausa—. Si todo sale bien.

—¿Cómo sabremos que son ellos?

—Me dijo que nos daríamos cuenta.

Me muerdo el labio.

—¿Y mi padre?

Se pasa la mano por el pelo.

—Mandaré un mensaje mañana con la pregunta.

—Mándalo ahora.

—Thyra...

Me mira con aire de advertencia, pero yo aprieto los dientes y niego con la cabeza, sin dejarme intimidar.

—No quiero que le pase nada si se enteran que me ido a apoyar a una rebelión: quiero que venga conmigo —le miro a los ojos—. Ahora.

Parece dudar un momento, pero acaba asintiendo y me apunta con el dedo a la puerta. Me siento en mi ordenador con él siguiéndome y enviamos un mensaje (previamente encriptado por mí) a Coin, con los datos que Sate me da. Espero delante de la pantalla, pero no responde antes de que mi turno acabe y tengo que volver a casa.

Mi hogar está en el llamado Chip: la zona industrial y más pobre del distrito. Es donde están la mayoría de las fábricas, y aunque el Tres es considerado un distrito de clase media, el Chip es la zona más grande y la que ocupa el mayor territorio. La mayoría son barrios de chabolas y multitud de desguaces de piezas sin uso.

Mi casa es por tanto pequeña, hecha de pladur y cemento. Un solo piso y muebles y decoración modestos.

Al llegar me quito la ropa y me pongo el camisón azul que heredé de mi madre. Aún quedan dos horas para que mi padre salga de trabajar, así que, como no quiero pensar en los acontecimientos del día, rebusco en mi cajonera hasta que encuentro el MP3 que tengo. Lo encontré hace unos años en uno de los desguaces, y tiene una memoria lo suficientemente grande como para que yo descargue canciones de hace muchísimos años. Cargarlo es un dolor de cabeza, ya que es un dispositivo antiguo que ya no se fabrica, y tengo que desmontarlo y hacerle un puente, pero vale la pena.

Suelo navegar la web profunda durante horas, buscando canciones de incluso antes de los Días Oscuros y que el Capitolio ha prohibido. Supongo que yo ya soy oficialmente una rebelde, pero a mi manera.

Me pongo los auriculares y me tumbo, encendiendo el dispositivo y dándole a aleatorio. Reconozco la canción al instante, con las primeras notas de la melodía. Es la única que había conseguido descargar de aquella cantante, pero me gusta su voz. Había sido algo popular hacía muchos años, pero no lo suficientemente como para que hubiese muchas grabaciones suyas de calidad en la web.

Agito la cabeza mientras canto bajito y al son de la chica.

—"Ojalá me miraras a mí como la miras a ella. Es guapa, pero yo te quiero más. Te trato mejor. ¿Por qué no te sirve eso? Ojalá me amaras a mí como la amas a ella."

Suspiro mientras cierro los ojos. Ojalá mi mundo fuera así y mi único problema fuera saber si alguien más me ama o no.




Dos días después, Sate y yo estamos en la Plaza, en la Cosecha del Vasallaje de los Veinticinco. Uno de los representantes del Capitolio, un hombre vestido de forma extravagante y con tatuajes rosas, a juego con su pelo, se acerca a las urnas después de un horrible discurso. Va hacia las mujeres, y es evidente que saca el nombre de Wiress, y después el de Beetee como tributo masculino. Tienen nombres referentes a la tecnología, como todos los niños que nacen más allá del Chip. Su muerte se acerca, y lo saben, porque sus ojos nos miran con tristeza. Algunas personas lloran en silencio. Sate me aprieta la mano derecha: mantente alerta.

Entonces ocurre. Tras un momento de silencio, la gente se rebela: salta hacia la palestra y algunos agentes se llevan a los Tributos hacia el edificio de detrás. Sate sale corriendo hacia la derecha, y yo agarro el brazo de mi padre mientras me agacho para que nos siga. Accedió a venir con nosotros, pero sé que no se fía del plan o de los contactos de Sate. Oigo un disparo mientras nos escondemos detrás de un edificio de cemento. Alguna gente corre, otros luchan contra los Agentes de la Paz. Sate y yo habíamos retransmitido vídeos de forma ilegal el día anterior, de las matanzas de los Juegos y de las revueltas en otros distritos, y esto había hecho que la rebelión fuera más fuerte.

Entonces, de la nada, un hombre bajito pero corpulento agarra a Sate, que se intenta defender. Sin embrago, el hombre le grita que tenemos prisa, y todos entendemos que esta es la ayuda que esperábamos. Corremos, lejos de la revuelta, y como los Agentes están ocupados reprimiéndola, llegamos a la valla sur, que nos separa de un bosque de coníferas. Está electrificada, pero encuentro uno de los postes y me tiro en el suelo al instante, abriéndolo con la fuerza y toqueteando los cables. Le arranco un par y cruzo otros dos, y desactivo, no sin antes quemarme la mano derecha, dos metros de la valla. Los arrastramos por debajo, y al levantarme, palpo mi bolsillo del mono de trabajo, donde tengo el reproductor de música, en el otro, mi disco duro de la fábrica, donde he volcado todos mis archivos. Vale, no se me han caído.

Mi padre lleva una pequeña bolsa abrazada bajo la chaqueta, con pocas de nuestras pertenencias, pero eso es todo.

Corremos entre las coníferas, y aún oigo gritos y disparos. Mi pelo vuela a todos lados cuando un transporte aéreo aterriza, destrozando algunas copas de los árboles, y otros hombres tiran de nosotros tres a bordo. Cuando piso el suelo de metal del transporte y dejo de sentir la tierra bajo mis botas, sé que no hay vuelta a atrás.

A STORM LIKE HER ━ Gale HawthorneWhere stories live. Discover now