Parecía que la espera nunca terminaba.


En aquel momento, sentía que el mundo era maldito, el clima se estaba burlando de nosotros, porque el sol brillaba aún más que antes. En las películas, los momentos más tristes eran acompañados por un clima feo, con nubes grises y lluvia torrencial. Pero no, aquel día, el sol se reía de ti.

Y de mí.


Cuando los médicos por fin te habían atendido, nosotros tuvimos que esperar por horas hasta que nos comunicaran que todavía seguías perdiendo sangre, que debías recuperarla rápidamente o ibas a morir.

El grupo sanguíneo de mamá y papá no te correspondía. Por lo tanto, ellos no podían donarte sangre, porque no eran compatibles. Yo sí podía.

No recuerdo cuántos litros me habían quitado. Pero le había dicho a las enfermeras que sacaran lo que pudieran, porque mamá me había llenado de comida ese día. No sabía si eso tenía algo que ver con que tuviera más sangre corriendo por mis venas o no, pero estaba atónita y en estado de shock para ser consciente de lo que decía. Lo único que quería era que mi sangre llegase a ti y te salvara la vida cuanto antes.

 

Mi sangre había hecho un gran trabajo. Ante esto, nos permitieron verte y fue doloroso. Pero tú seguías con vida. Tu aspecto me aceleraba el pulso, tenías sombras oscuras rodeando tus ojos, los labios y las mejillas que siempre estaban llenas de color ruborizado estaban blancos, pálidos y sin vida. Quebradizos. Nuestros padres estaban parados al lado de la camilla, mirando a la enfermera y al doctor que les indicaba las condiciones de vida que tenías, lo que había ocurrido, lo que se podía hacer al respecto. Comenzaron a preguntarles sobre cosas, decir palabras que encubrían a lo que en realidad querían referirse; «padres irresponsables». Papá se había dado cuenta de ello, por eso estaba rojo como un tomate de la rabia.

No me importaba lo que ellos hablaran. Un pitido estruendoso me zumbaba en los oídos. Escuchaba el sonido de mi respiración, y los sonidos de tu corazón en el monitor.

Pip... Pip... Pip... Pip...

Parecían lentos, débiles, como si estuvieran reflejando lo mal que lo estabas pasando. Me senté a tu lado, tratando de respirar con normalidad.

Hasta que abriste los ojos.

Se suponía que tú estabas adormecida, que te habían dado una gran dosis de anestesia para que pudieras descansar. Quise abrir la boca para decirlo en voz alta, pero me quedé en silencio. Lo que tus ojos reflejaban me dejó sin aliento.

Tus ojos parecían oscuros y llenos de súplica, con una mezcla de terror y locura. Brillaban demasiado, habías abierto tus ojos de color esmeralda de par en par. Percibí algo frío en mi muñeca. Eras tú. Me sostuviste la muñeca con fuerza, con tanta fuerza que la sangre no me circulaba correctamente. Tu piel estaba fría, fría como la muerte. Se me aceleró el corazón, tan rápido, que parecía que el monitor reflejaba los latidos de mi corazón.

Pero no, eran los tuyos.

Pip. Pip. Pip. Pip. Sonaban rápidos y ligeros.

Nadie se daba cuenta. Mamá y papá seguían concentrados en la conversación que entablaban con el doctor.

Arrastraste mi mano hacia ti. El pecho me subía y bajaba con violencia. No parpadeaste en ningún momento.

Apoyaste mi muñeca en tu pecho. Bajaste los dedos hacia mi mano, obligándome a rodear tu cuello. Presionaste. Presionaste mi mano en tu garganta.

Abriste la boca. Soltaste un gran gemido que se intensificó con las voces de mamá.

Dijiste algo. No pude entenderte, no logré comprender lo que estabas tratando de pronunciar con tus labios agrietados por la sequedad.

Pero sabía perfectamente lo que decían tus ojos. 

Querías que te estrangulara.

El terror que sentí en aquel momento, no se puede comparar con ningún sentimiento similar que haya sentido en la vida. El espanto, el pánico que corría por mis venas, parecía de hielo, me dolían las venas por el hielo que corría por ellas.

 

—Mátame —susurraste con un gran esfuerzo.

«Te lo suplico», decía tu mirada.


Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora