—No —le respondí firme.

—¿Y por qué no? —El chico intentó ocultar su enfado que me resultaba bastante visible.

—Porque no me apetece. —Lo miré con expresión desafiante.

—Vete a la mierda —murmuró, desapareciendo entre los cuerpos.

Me quedé observando por un momento al muchacho que desaparecía entre los cuerpos, hasta que percibí un movimiento por el rabillo del ojo.

El chico a mi lado se removió con nerviosismo en el asiento.

—¿Porqué no aceptaste bailar con él?

Quedé en silencio por un rato largo. Me levanté del sofá y sostuve su mano invitándolo a ponerlo de pie.

—Si vienes conmigo, te lo diré.

Él asintió y lo llevé detrás de mí con el mayor cuidado posible. Lo guié a mi lado, al subir la escalera en forma de espiral. Cruzamos otra pista, repleta de gente, hasta que alcanzamos la puerta hacia el balcón. Milagrosamente no había nadie allí a pesar de que era un lugar pequeño, y el frío del atardecer golpeó mi rostro. Suspiré con alivio, cuando la música atronadora se ahogó con la puerta cerrada. El chico se recostó contra una pared.

—¿Viniste con alguien? —le pregunté.

«No hagas esto.»

—Sí —respondió con desgano haciendo una mueca—. Me obligaron a venir. Así es como termine aquí.

—Bueno —dije, saboreando las palabras con lentitud—. Te prometo que no te voy a hacer nada.

Él volvió a reír. Hacía mucho tiempo que una persona no se reía de mis comentarios. De repente me sentía relajada con él, como si cualquier cosa que dijera fuese el comentario apropiado.

Su rostro cambió automáticamente. Sus labios formaron una fina línea.

—Sabes que... —vaciló por un momento—. Sabes que soy...

—Lo sé.

Su expresión era de sorpresa. Tal vez de desconcierto. Alzó sus cejas perfectas hacia arriba, dándome una buena visión de su semblante fruncido.

—Sí. Lo sé, chico solitario.

—¿Chico solitario? —Sonrió con un pequeño rubor en sus mejillas.

No, esperen, estoy mintiendo. No simplemente ruborizado. Sonreía encantador. Mostrando toda la fila de sus dientes blancos y perfectos.

—Sí, chico solitario. Este es tu apodo hasta que sepa tu nombre verdadero...

—Jesse —se lamió los labios—, ¿y el tuyo?

Jesse —murmuré con aire ausente—. Qué lindo nombre.

Permaneció inmóvil. Lucía tenso. Como si estuviera a punto de echar a correr o preparándose para recibir algún tipo de burla o comentario respecto a su incapacidad. Me acerqué a Jesse con lentitud. Respiré cerca de él, a dos palmos de su rostro.

Todo lo que había olido al llegar allí era a vómito, sudor, alcohol, porro y a humo de tabaco. Y él no era nada de eso. Olía increíble, como a lavanda, a chocolate, un aroma extraño que me resultaba excitante, como si el chico acabara de salir del horno, quiero decir, de la ducha.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no inspirar con fuerza.

—Brenda —respondí por lo bajo—. Mi nombre es Brenda.

Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now