Shiina: Festival de enamorados

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Me juré a mí mismo cuidar de Cuervo, esforzarme por ello hasta iluminar su vida tanto como el hombre de rizos rubios había iluminado la mía antaño, y sobre todo, darle a ese jocoso chupa sangre una lección; pero al final todas esas promesas me las tuve que tragar amargamente.

Una semana después de mi visita a Momoko, Eva se puso en contacto conmigo para sancionarme, y para mi mala fortuna, se desquitó de la peor forma: Me asignó dirigir otra investigación, al otro lado del mar. Desde luego, solicité amnistía de mi reina para que se me castigara sin salir de Kyoto, pero ella apoyó a Evangeleine, con el argumento de que necesitaban un general con mi experiencia en China, para una misión compleja. Al final cedí a regañadientes, aunque bajo la promesa de que cuando mi tarea finalizara en el continente, podría regresar a la península como un hombre libre, y relacionarme con quien quisiera.

Me dolió bastante despedirme de las Halcones, y aunque las visité un par de veces durante los tres años que duró mi exilio, cuando regresé definitivamente había pasado casi diez meses sin verles. Para ese verano yo había cumplido diecinueve, y me sentía todo un hombre con treinta centímetros mas de estatura, voz mas ronca y rasgos definidos en mi rostro. Por supuesto, no era el único que había cambiado: Aoi creció a la par conmigo, y aunque casi la alcanzaba, me seguía sacando las pulgadas necesarias para llamarme "Pequeño Shiina". Robin también estaba mas alta, pero su mayor cambio estaba en las acentuadas caderas femeninas, al igual que la curvilínea figura de Cuervo.

Aun con aquellos cambios y otros en la estructura de la casa, sentía que el tiempo no había transcurrido realmente, quizá porque mi corazón jamas se había alejado de todas ellas; de otro modo, era difícil concebir lo pleno que me sentía aquella noche (la quinta desde mi llegada), sentado en el engawa con una mesita de caligrafía sobre las piernas.

─¡Terminé! ─canturreó la petirrojo, contemplando el poema que había escrito en un papel de arroz rosa.

─Ah, quiero ver ─pidió Aoi, acercando la mano con tanto descuido que casi lo rompe. Robin pudo esquivarla, y le ordenó con una seña que volviera a su lugar.

Al igual que ella, todos estábamos escribiendo nuestras propias alabanzas aquella noche, pues al día siguiente las iríamos a dejar a los templos por el aclamado "festival de los enamorados". Desde mi regreso había visto como en el pueblo todos se preparaban para la celebración, incluso aquel mismo día nos habíamos encargado de asear, preparar dulces y decoraciones para la ocasión. Aunque era un festival bastante atractivo, no me sentía especialmente curioso después de haber vivido su versión china (Qi Xi) los años anteriores, tras los cuales entendía que la mayoría de jóvenes aprovechaban de rezar por un buen marido, o para poder casarse con quienes amaban. Con este pensamiento en mente, mis ojos cayeron inevitablemente en Cuervo, quien a diferencia de Aoi (unos garabatos por la condición de sus manos) y Robin (algunas líneas de caligrafía elegante), había escrito un largo poema en papel rojo. Lamenté no haber aprendido aún ni un solo hiragana, pues moría de curiosidad por saber lo que decía. ¿Sería una ofrenda, o tal vez estaba plasmando su corazón en el papel?

─Hey, no mires ─gruñó, alejando sus escritos de mí.

─No puedo entender nada ─respondí encogiéndome de hombros. Izumi, al otro lado de Cuervo, le echó una ojeada al poema, quitándose la pipa de la boca. Su apariencia vampírica era inmune al paso del tiempo: ropa elegante, ojos rajados y una larga trenza castaña. Él había escrito a penas unos trazos en un papel blanco, evidenciando lo mucho que le aburría todo aquello, y lo arrepentido que debía estar de haber prometido a sus chicas quedarse para la celebración.

─¡Robin, ven a ver esto! ─exclamó Aoi de pronto. Una luciérnaga se había parado sobre su mesa de caligrafía, y ella no cabía en sí de la emoción.

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