<•> Capítulo sesenta y cinco <•>

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[Derek]

Era más que obvio que cada una de sus palabras me conmocionaron al punto de morder mi labio inferior. Sin embargo, me ví obligado a fruncir el ceño cuando sentí algo caliente y viscoso saliendo de mi nariz.

—¿Etás bien?

Preguntó, mirándome con curiosidad, me cubrí la nariz y asentí rápidamente. Qué me saliera sangre de esa manera tan sencilla, era algo que nunca me había pasado.

—Es el calor, nada más.

—¿Cal-calor? ¿Po'qué?

—Te prohibido preguntar eso —dije con tosquedad y él ladeó la cabeza—. Mírate nada más, ¿cómo se te ocurre preguntar eso? —reí, y me dediqué a limpiar la sangre con la manga del saco—. Bastó con que me dijeras eso para excitarme, precioso.

—E' la verdá —dicho esto, su boca se dirigió a mi cuello, para luego dejar ahí unos cuantos besos, complementados con mordidas.

—¿Continuamos en casa? —cuestioné, ansioso.

—Fiesta... —respondió, señalando las escaleras por las que se iba al salón.

Chasqueé la lengua y solté un bufido. Desde un principio me pareció tedioso, porque sabía a la perfección que Jessica estaría ahí y querría seguir coqueteando conmigo como toda la vida lo había hecho.

—Tendremos una mejor —lo abracé y besé su mejilla—. Bebiendo champagne, en el jacuzzi, después tú en cuatro y yo metiéndotela hasta el fondo....

Dicho esto, arremetí con fuerza, arrancándole un grito que, en contra de su voluntad, no pudo reprimir.

—¿Estás de acuerdo?

Pregunté, moviendo mis caderas cada ves más rápido. Se sentía terriblemente caliente dentro suyo, así pues, ganas de no salir nunca de él, no me sobraban.

—Sí, sí... —susurró, más que exhausto—. Bue-buemo.

No podía esperar más tiempo para llegar a casa y tener un momento que sí valiera la pena, en lugar de estar en una fiesta de etiqueta y de aburrida al punto de querer morir.

—Bueno. Entonces —lo sustuve por la cintura y lo quité de encima mío dejándolo con ganas inmesas de seguir—, vístete.

—¡Ey!

—¿Qué? —lo miré con indiferencia.

—Miraaa...

Abrió las piernas para que observara con claridad como se llevaba dos dedos a su entrada y los introducía hasta el fondo.

—No —sentencié, quitando la mirada y abotonándome de nuevo la camisa blanca—. Aguanta hasta que lleguemos a casa, tendré que castigarte por lo que hiciste.

—¿Por la ardilla?

—¿De qué hablas?

—No, naa.

Perfecta ImperFecciÓnWhere stories live. Discover now