Capítulo 4. Parte 1.

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Las lágrimas aún resbalaban por mi cara a causa del viento mientras regresaba a casa. Ahora que había empezado a llorar, era imposible frenarlo. Dolía, como si una fuerza invisible estuviera retorciendo lo que quedaba de mí, con saña. No importaba lo que esa mujer había dicho sino algo mucho peor. Algo que se sobreentendía de esa absurda petición. Eleonor sabía que se estaba muriendo. ¡Lo sabía, maldita sea!

Un coche pitó para que me hiciera a un lado. Mis ojos no dejaban de llorar, apenas veía la carretera, pero ¿qué importaba eso en comparación con lo que acababa de descubrir? Mis padres me habían dicho que había sido repentino, que habían descubierto una enfermedad en su corazón en la autopsia, pero esto... Esto era muy diferente. Totalmente diferente. ¿Cómo había sido capaz de ocultar algo así?¡Joder! Quería gritarle, explotar y decirle lo cruel y lo injusto que me parecía. . ¡Maldita impotencia!

Entonces, pegué un frenazo para cambiar de dirección. Necesitaba respuestas y solo había un sitio donde podía conseguirlas.

Quince minutos más tarde, apagué el motor delante de la casa de Eleonor. No regresaba allí desde aquel día y de pronto recordé. Un peso se acababa de apostar con fuerza sobre mi pecho.

Dejé el casco sobre el asiento y recorrí el camino de adoquines que serpenteaba hasta las escaleras de la entrada. La casa parecía alegre, como siempre que había estado ahí, inmune y ajena a la sombra que se cernía sobre ella.

Recordaba perfectamente las veces que habíamos jugado en esas escaleras. Con tizas, con barbies y, más tarde, cotilleando en Facebook e Instagram. Casi podía escuchar su risa chillona y explosiva, tan escandalosa, que tendía a rebotar por toda la calle. Sacudí la cabeza para enviar lejos esos recuerdos.

Una vez frente a la puerta, me obligué a coger aire y reunir el valor suficiente para acercar mi dedo índice hasta el timbre.

El tintineo se apoderó de mis pensamientos durante un instante y, poco después, fue sustituido por el sonido de unos pasos suaves, acercándose.

La madre de Eleonor, Marta, abrió la puerta y su rostro extremadamente envejecido los últimos meses, palideció de inmediato.

—Olivia—tartamudeó—Oh, cielo.

Abrió la contrapuerta y me abrazó con fuerza. Aquello fue un hachazo a mi fuerza de voluntad, a la poca entereza que fingía sentir. Sus brazos alrededor de mi cuerpo derrumbaron de un mazazo la barrera que tanto esfuerzo me había costado construir y, en cuestión de segundos, mis ojos se empañaron y el nudo se retorció en mi garganta.

Le devolví el abrazo porque, en realidad, en ese momento no había nada en el mundo que deseara más, pero conseguí que mis ojos aguantaran las lágrimas. Debía ser fuerte. Ella podía llorar, yo no, ¿qué derecho tenía yo?

Poco después, se separó de mí y me hizo pasar. Me sobrecogió descubrir lo desmejorada que estaba. Ella solía ser una mujer elegante. Así la recordaba. Alta, siempre bien vestida, con el pelo perfectamente peinado y un maquillaje sutil pero favorecedor. De hecho, no aparentaba los más de sesenta años que tenía. Sin embargo, en ese momento, me pareció escuálida, enjuta y extremadamente frágil. Llevaba el cabello en una coleta, la cara lavada y un par de vaqueros y una camiseta que solo hacían más evidente la cantidad de peso que había perdido...

—Pasa—invitó—Estaba deseando que volvieras por aquí.

—Lo siento, Marta. Yo...

Me condujo primero hacia el vestíbulo de entrada y luego hacia la salita.

—No digas nada, cariño. No hace falta. Sé cómo te sientes.

Culpable, así me sentía. Más aún por ese comentario. Ni siquiera pude mirarla a la cara. No había ido a verla ni un solo día desde que Eleonor se había ido. Ni siquiera me había puesto las veces que Marta me había llamado a casa. Dios, si a mí era doloroso haber perdido a Eleonor, no podía ni imaginar lo que estaba pasando ella y yo no había estado ahí para ella.

Me senté en el sillón, a su lado. Ella cogía mis manos entre las suyas y no dejaba de apretarlas, como con un tic.

— ¿Cómo...— sorbí aire por la nariz— ¿Cómo estáis?

—Tirando hacia delante, como no puede ser de otra manera.

Alzó un brazo y colocó un mechón de mi pelo que se había escapado del moño por el abrazo.

Marta era tremendamente maternal. No podía imaginármela dejando de ser madre. Era sencillamente injusto.

Entonces, descubrí que, en realidad, todo estaba muy diferente. Miré a mi alrededor. La casa había cambiado por completo desde la última vez que había estado ahí. Por todo el lugar se apilaban cajas, papel de embalar, de burbujas... Las paredes y estanterías parecían desnudas sin todas las cosas que solían decorarlas.

Ella siguió la dirección de mis ojos.

—No podemos seguir aquí—, musitó con voz ahogada. Era evidente que estaba conteniendo las lágrimas.

— ¿Cuándo? —pregunté.

No era suficiente perder a Eleonor. Ahora también iba a perder todo rastro de ella...

—Pondremos la casa en venta la semana que viene. Estamos empaquetando todo porque la mujer de la inmobiliaria nos ha dicho que no tardará mucho en venderse. Prácticamente, la estamos regalando.

— ¿Os iréis lejos?

—A la costa. Con la familia que tenemos allí. Al estar jubilados los dos, es más sencillo.

La madre de Eleonor tenía casi cuarenta y cinco años cuando ella nació. Eleonor siempre se burlaba de que la tuvieran tan tarde. Decía que era su niña milagro y que le consentían todo.

—Olivia, tengo muchas cosas de Leo. Aún no he sido capaz de tocar su habitación, pero si quieres algo de allí... Bueno, puedes coger lo que quieras. ¿Vale?

—No creo que yo pueda entrar ahí aún, tampoco.

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y posó algo en mi palma.

—Esta es la copia de su llave—Me entregó el llavero lleno de figuras de pececitos y cascabeles que Eleonor llevaba desde primaria. —Puedes venir cuando quieras. Aunque no estemos.

—Gracias—accedí y, a continuación, cogí aire para armarme de valor— Marta, acaba de pasarme algo raro. Una mujer de la editorial ha venido a hablar conmigo para decirme algo que había pedido ella.

— ¿Qué escribas el último libro? —sonrió con tristeza— Sí. Nos lo contó. Me alegro de que al final lo hiciera.

— ¿Por qué?

—Porque eres lo más parecido a ella que queda por aquí. De hecho—Volvió a levantarse, cogió algo de un cajón, y se sentó de nuevo frente a mí. — Dejó esto para ti.

Entre sus dedos, había un pequeño sobre.

— ¿Es el final?

—No. Solo te cuenta por qué hizo eso, pero no lo he abierto. Es lo que ella me dijo.

Agaché la mirada. Mis ojos se empañaban de nuevo. Me aclaré un poco la garganta para intentar recomponerme y pregunté:.

— ¿Desde cuándo sabía que estaba enferma?

Ella aspiró con fuerza, como si necesitara una enorme bocanada.

—Eleonor vivió con esa enfermedad desde los seis años. Dos meses antes de que nos dejara empeoró y la metieron en la lista de trasplantes. Fue cuando me pidió que guardara esta carta, pero ya sabes cómo era. No quería que nada cambiara, que nadie la tratara de otra manera. 

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