Capítulo 2. Parte 1

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 "La vida cambia en segundos". La primera vez que escuché esa frase tenía siete años, pintaba la acera de mi calle con tizas de colores mientras un par de vecinas comentaban algo sobre un cruel marido que había engañado a su cándida esposa. Recuerdo que en aquella ocasión, me quedé pensando en ello. No mucho, he de decir. El tiempo justo hasta que mi padre apareció con una bicicleta nueva. A esa edad ya tenía claras mis prioridades y hacer equilibrismos con mi primera bici sin ruedines era, sin duda, la más importante de todas. Después de ese día, esa frase ya no me sorprendió. Pasé numerosas veces junto a esas palabras sin pena ni gloria hasta que años más tarde, "en cuestión de segundos" me abofetearon en la cara...

De la noche a la mañana dejé de ser una adolescente normal para convertirme en una persona que, sin quererlo, había visto el lado feo del mundo. Uno inseguro y cruel que nunca volvería a ser el de antes.

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Sin embargo, ese día estaba a punto de descubrir que existen otro tipo de "segundos", aunque no tan evidentes. Hay mañanas que despiertas sin saber que harás algo, por pequeño que sea, que cambiará el rumbo de tu vida. Y no, no hablo de cosas como presentarte a una audición de Gran Hermano o del último Reality Show de turno... Me refiero a pequeñas acciones de las que apenas nos damos cuenta. Como la sonrisa que le has dedicado a ese chico que te ha cedido el asiento en el autobús, por ejemplo, y que aunque aún no lo sepas, se convertirá en la persona que te abrirá los botes de mermelada el resto de tu vida o que te cogerá la mano en los momentos difíciles. ... Cada instante tiene ese poder y esa magia. Le otorga misterio y a la vez una gran responsabilidad.

Nunca sabemos cuánto de rutina y cuánto de extraordinario habrá tenido el día al acostarnos.

Muy pronto todo iba a dar un giro pero yo, claro, aún no tenía ni idea....

Salí del edificio como un huracán. ¿Por qué el mundo entero parecía insistir en que debía venirme abajo? ¿Acaso tenían la más remota idea de cómo me sentía? ¿Les importaba, acaso? ¡Era injusto! Como si pretendieran gestionar mi dolor o de qué manera repararlo. ¡No tenían ningún derecho!

Tal y como había anunciado Filippa, al salir, la Gran Urbe me recibió con una tremenda tormenta de verano, enmarcada por los pitidos de varios centenares de coches atascados. Aquello no era agua, sino el mismísimo Diluvio Universal, lo juro. Era casi verano, pero el país entero se hallaba sumido en una inmensa borrasca que llevaba empeñada en inundarnos desde hacía tres días.

Corrí hacia mi moto, salpicando con las sandalias en los charcos. Habían dicho que ese día regresaría el sol y en un alarde de optimismo había dejado las botas de agua en la puerta de entrada. Un error, evidentemente, que a esas alturas no tenía solución. Aun así, la lluvia que me estaba calando no tenía ni punto de comparación con la tormenta que se había desatado dentro de mí. Una mezcla explosiva de rabia, decepción e impotencia...

¡Necesitaba ese curso! Tenía dieciséis años, debía entrenar y pasar la audición para entrar en una compañía. El ballet ya no era solo mi sueño, ahora también era mi obsesión. El eje principal de mí desorbitada necesidad por mantener ocupado cada pequeño instante del día. Lo único que mantenía el dolor a raya cada mañana. Si bailaba, me cansaba. Si me cansaba, no le permitía a mi cabeza pensar. Prefería desviar ese dolor a un plano físico. A mis pies, a la extenuación de mis músculos... al agotamiento hasta caer rendida. Esa era mi medicina. Levantarme, entrenar, seguir entrenando, regresar, dormir y volver a empezar. Así, un día, tras otro ... Si perdía el ballet ¿cómo narices iba a sobrevivir?

Pasé por la puerta de Correos, de la sucursal bancaria y de una enorme zapatería. Entonces, me detuve en seco. Llevaba dinero encima así que, sorprendentemente, aquello parecía un pequeño e inesperado giro de suerte. No podía permitirme el lujo de que mis pies se resintieran con tanta agua. Sin embargo, justo cuando ponía una mano en el picaporte, la dependienta dio la vuelta al cartel deleitándome con un gigantesco: "CERRADO".

—Por favor—le dije.

No sirvió de nada. Ella se limitó a gesticular un "Lo siento" desde el otro lado y se alejó hacia el fondo de la tienda. Genial... Saqué el móvil. Tenía una llamada perdida de un número que no conocía pero me centré en el reloj: era la hora de comer. Sin duda, todo estaría cerrado por allí cerca. Eché a andar de nuevo, deprisa. Si me daba prisa, podría llegar hasta mi moto e ir a casa a por las botas o ...Iba tan enfrascada en mis pensamientos que, de pronto, choqué contra un par de chicas un par de años más jóvenes que yo.

Una de ellas soltó una risita nerviosa. Fui a pasar de largo pero...

—¡Espera!—me dijo la otra—¿Te importa hacernos una foto?.

Vacilé.

—Claro—. ¿Por qué no? Una excusa más para calarme...

La chica se acercó con una cámara y una enorme sonrisa y volvió junto a su amiga para colocarse al otro lado de un chico alto, moreno y joven.

Hice la foto lo más rápido que pude para no seguir empapándome, pensando a la vez que su cara me sonaba.

—¿Quieres una con la tuya?—le pregunté al chico, que llevaba colgada una cámara blanca y grande al cuello.

—No. No hace falta, gracias. ¿Está todo bien, chicas?—les preguntó con una sonrisa más propia de un anuncio de champú.

Ellas rieron, nerviosas, mientras buscaban a toda prisa algo en la mochila de una.

La verdad es que sentí que sobraba. Él parecía conocido y no quería parecer la típica cotilla que intenta averiguar quién es el famosillo de turno, así que me deslicé sin que se dieran cuenta para camuflarme de nuevo con la corriente humana que se movía veloz calle abajo.

Aun así, no pude evitar ladear la cabeza una última vez para ver al chico. Él firmaba un cuaderno. Debió sentirse observado porque Justo en ese momento, alzó su rostro y sus ojos, por un instante, se cruzaron con los míos.

Algo me golpeó con fuerza, como una mole.

—Tenga cuidado—se quejó un señor.

—Lo siento—me apresuré a decir, una vez más. El hombre ni siquiera se molestó en escuchar la disculpa.

Decidí olvidar al extraño y seguí mi camino.

El edificio de al lado era la librería más grande de la ciudad. Era realmente gigantesca, una antigua casona colonial convertida en un templo literario de cuatro plantas. Llevaba ahí por lo menos cien años. Leo y yo habíamos visto cambiar su escaparate en infinidad de ocasiones, no solo por los libros (que para ella tenían el efecto de un impresionante castillo de fuegos artificiales), sino porque era un auténtico espectáculo de atrezzo, luz y color. De hecho, ella solía esperarme allí mientras yo terminaba los ensayos. Ya no recuerdo cuántos centenares de veces tuve que rescatarla de ese cristal o de los enormes pasillos del interior.

Entonces, me detuve en seco, no por los recuerdos, sino por una gigantesca pila de libros en el escaparate. Seguía lloviendo a cántaros. El agua corría a placer por todo mi cuerpo mientras acortaba la distancia que me separaba del cristal. Sin embargo, el aguacero había pasado de inmediato a un segundo o tercer plano porque, de pronto, ahí estaba ella, con esa pose que había ensayado tantas veces delante del espejo. Su cara sonriente me miraba sobre la pila de libros del tercer volumen de Bellarina (Bella, Ballerina), la historia que había conseguido que su nombre diera la vuelta al mundo. Acababan de publicarlo. No hacía ni cuatro meses desde que Eleonor me había confesado que lo había terminado y, de pronto, ahí lo tenía. Aquello me destrozó.

Llevaba todo ese tiempo huyendo de la verdad. Negándolo. Me obligaba a creer que ella estaba de gira, firmando su último libro por el país. Viviendo una cantidad estrambótica de anécdotas con las que protagonizar las conversaciones de varios meses. Esa o cualquier otra historia antes que enfrentarme a la horrible y apestosa realidad. Y, aunque el dolor tintineante que vibraba de forma constante en el fondo de mi pecho intentaba tirar por tierra aquella mentira, lo cierto es que durante un tiempo eso, unido al ballet, funcionó, y yo me había acomodado a vivir una vida muy lejos de la aceptación. Lo sabía, claro que lo sabía, pero utilizaba esa fantasía para golpear el dolor cada vez que amenazaba con atravesarme de nuevo. En cambio, en ese preciso microsegundo, esa torre me desarmó. Lo que yo me había obligado a creer y lo que mi corazón sentía chocaron contra mi razón y fue como si entrara en shock. Ella no podía estar ahí. Lo sabía.

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Somos polvo de estrellasWhere stories live. Discover now