Negué con la cabeza antes de que ella pudiera terminar.

—No puede ser —contesté confundida— No me llegó nada de su parte... Oh Dios.

Mi cara decayó.

—Brook. Tenemos que encontrar alguna forma de saber si ese mensaje era para ti.

Mi cabeza no podía dejar de dar vueltas. Aunque... bueno, no lo podíamos saber, a lo mejor simplemente es una confusión y Ann no había tenido nada que ver. 

Sí, sería eso.

El timbre que indicaba la hora de entrada a las clases sonó interrumpiendo nuestra  amarga conversación.

Me miró preocupada y puso una mano en mi hombro.

—Pensaré en algo, ¿vale? Nos vemos a la hora del descanso en los baños de arriba.

Asentí.

—Te quiero —susurré.

De verdad.

Una sonrisa apareció en sus labios cuando me contestó que ella también me quería y acto seguido salió corriendo en la misma dirección en la que se fue Ann.

El día iba de mal en peor.

Observe el pasillo lleno de alumnos deseando que Adam tardara un poco más en entrar.

Me metí en la clase a prisa y, sin saludar a nadie, me senté en la última fila al lado de la ventana.

Era el único sitio que solo tenía una mesa.

—¡Silencio, clase! —entró el profesor mandando callar.

Crucé los brazos sobre la mesa y reposé mi cabeza en ellos.

Ese día no nevaba. Hacía mucho frío pero no caía ni una sola pizca de algodón helado.

Sonreí con aquel recuerdo.

El abuelo y yo llamabamos 'algodón helado' a los copos de nieve.

La clase había comenzado, cuando dos toques en la puerta y la misma abriéndose interrumpió la explicación del profesor.

—Perdone, profesor, me he retrasado un poco.

Era él. Y de nuevo llevaba ese gorrito que tanto me gustaba.

Alguien debía darle un par de puñetazos para destrozarle la cara porque era demasiado guapo. Y si se le caían un par de dientes mejor, porque esa sonrisa... Ogh, me cago en todo.

—Sientese, Johnson.

Adam paseó su vista por toda la clase, hasta que reparó en mi.

Lejos de todos.

En la zona más vacía del aula.

En un asiento de una sola mesa.

El lugar en el que había dejado de sentarme cuando Adam me suplicó que me sentara con él.

Su mirada mostró confusión mientras me miraba detenidamente.

Aparté mis ojos de los suyos cuando ya no pude sostenerlos más y giré mi cabeza para seguir contemplando la falta de algodones helados y como, a pesar de su falta, el frío seguía calando y haciendo mecer las ramas de los arboles.

—Señorito Adam, ¿puede sentarse de una vez?

No giré la cabeza pero supe que Adam estaba asintiendo. Y que buscaría un sitio mientras seguía mirándome.

También supe que aquello dolía demasiado.

Sabía muchas cosas aquel día. Y muy pocas, a la vez.

***

El timbre sonó y salí de la clase de ética lo más rápido que pude.

No quería verle. Ni hablar con él. No quería mirarle.

En realidad si quería, vale.

Pero no podía.

Funcionó porque llegué a la siguiente clase sin el menor rastro de Adam Johnson detrás.

Suspiré aliviada mientras me disponía a aguantar otras dos horas de clase.

Por lo menos hasta la hora de encontrarme con Amy.

Mientras el profesor comenzaba a hablar, yo medité aquello.

¿Era posible que Ann hubiera hecho algo así?

¿Esa chica tan dulce, tan simpática...?

¿Mi amiga?

En esas dos horas, mi cabeza no dejó de dar vueltas y vueltas. Me sentía cada vez más confundida.

Me sentí mucho más aliviada cuando llegó la hora del descanso y salí corriendo la primera.

Corrí por los pasillos hasta las escaleras.

Escalón. Escalón. Escalón. No te mates. No te mates.

Cuando llegué al baño, jadeaba y me faltaba el aire. Y Amy ni siquiera estaba allí aún. Lo tenía que haber sabido.

Me metí en uno de los cubículos a esperar a mi mejor amiga cuando lo oí.

—¿Sabes que Ann ya ha enviado el mensaje?

Era una voz chillona, horripilante y pija.

Pija.

Ashley Miller.

—Sí tía, me dijo que tuvo que robarle el móvil a su madre y todo —contestó otra mientras reían—. A esa mosquita muerta le ha durado muy poco la relación. Ups, espera, ¿qué relación?

Rodeaba mis rodillas con mis brazos mientras escuchaba atentamente y mis lágrimas se acumulaban y caían, y se acumulaban y caían, y seguían cayendo...

—Lo peor es que es tan mosquita muerta que seguramente Adam ni siquiera gane la moto —siguió, refunfuñando como una niña pequeña—. Ni siquiera le ha servido para eso, qué triste.

La moto.

Tapé mi boca antes de que un gemido saliese de ella, y tuve que apretar fuerte contra mis labios porque, en aquel momento, quería gritar bien fuerte.

Había apostado acostarse conmigo por una moto.

Una moto.

Mis lágrimas no cesaban, y hubo un momento en que yo dejé de intentar detenerlas.

—Vosotras, perras, salid de aquí si no queréis que se os corra el maquillaje cuando estampe mi puño en vuestras caras —era Amy y su voz, salvándome como siempre.

No oí mucho más porque me tapé los oídos.

Era ensordecedor. El dolor. Lo era. Palpitaba en mis oídos, viajaba a mi cabeza y se extendía por mi columna vertebral, haciendo un recorrido por todo el sistema nervioso, por todo el cuerpo, hasta acabar justo en el pecho.

Alguien tocó mi puerta con un toque suave y levanté la cabeza de entre mis rodillas.

—Brook... abre.

Abrí y enseguida noté sus brazos rodeándome.

—Amy... —Sollocé.

Mi mejor amiga acariciaba mi pelo suavemente mientras me susurraba palabras de consolación.

Ambas sabíamos que ya no tendríamos que comprobar nada más, porque sí, ya sabíamos quien había escrito y mandado aquel mensaje, y también sabíamos que había sido la persona que menos esperábamos que fuera. Ann. 

Ella había enviado el mensaje.

Pero... ¿por qué?

En ese momento supe que no tenía a nadie en mi famoso lado del campo.

Nadie que no estuviera ya antes.

Me costó mucho comprender lo que eran las cosas en realidad. Me costó apartar aquello de lo que deseaba en realidad.

Tenía dos problemas. Tenían nombre propio.

Y dolían.

Déjame hacerte feliz (ACABADA Y EDITADA)Where stories live. Discover now