Capítulo nueve

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Un frío norteño se había acoplado al pueblo, que vivía unas brutales heladas pese a estar en primavera. Nadie se explicaba lo que estaba sucediendo, y solo Francisco y Kim tenían una idea aproximada de lo que podía estar atormentándoles. Pero aún con todas, no se podían imaginar que lo que venía era inmensamente mayor.

No se podían imaginar que era el último movimiento del ente; un movimiento que se concentraba en un solo objetivo y masacraría a los que se interpusieran. La actividad del pueblo había disminuido: las calles estaban vacías y en los mercados no había un alma, ni vendiendo ni comprando. Los pocos coches que pasaban por la calle se perdían rápidamente entre la neblina y desaparecían a ojos humanos. Los árboles perdían cada hoja que asomaba y cada flor que nacía.

Las obras se habían detenido, y no por ser sábado. Un silencio sepulcral rodeaba el pueblo en una enigmática aura que sumergía a los más débiles psicológicamente en una depresión sin motivo aparente. Los médicos estaban desbordados y la atención a domicilio se había suprimido. El centro médico estaba ―de forma paradójica― cerrado debido a una enfermedad que se trasmitía por el aire y solo tres médicos particulares abrían sus puertas.

La gente tenía miedo, pero no sabía de qué. Los niños y las niñas se escondían bajo las cálidas mantas en la noche, y cuándo la luz se iba (cosa que ocurría bastante frecuente) ni los adultos se atrevían a quedarse en el salón, bajo la luz de una vela. Los mamíferos más pequeños como la ardilla se refugiaban en troncos vacíos; cáscaras inservibles que no les quedaba mucho tiempo de vida, junto a sus provisiones de comida e intentaban salir lo menos posible.

Los centros educativos seguían abriendo sus puertas de forma normal, pero la asistencia del ochenta por ciento de los alumnos había caído en picado, al igual que los profesores. Casas antiguas de madera o piedra; iglesias, museos o colegios abandonados eran lugares que la mayoría de la gente prefería evitar.

La tensión del ambiente se podía rajar con cuchillo y el oxígeno estaba cargado. Los problemas respiratorios tales como el asma se agravaban sin motivo alguno y la gente más paranoica anunciaba a los cuatro vientos que se aproximaba el fin del mundo.

Kim se arrimaba al fuego la mayor parte del día; y mientras Francisco se ocupaba de la clínica de psicología la niña prefería quedarse en la sala de espera jugando con muñecas remendadas y papeles pintarrajeados. Siempre alerta, se sentía observada hiciera lo que hiciera. Tanto en la cocina como en la habitación que le habían cedido; tanto en el baño como el comedor sentía una presencia que era incapaz de explicar.

Se podía decir que el ente simplemente estaba, sin llegar a ser. Podía ser una simple casualidad, pero cuando se sentaba en el comedor siempre la sentía en el extremo derecho según se entra, mientras que en el salón la notaba en el centro de la estancia.

El miedo la carcomía por dentro, y durante unas noches no fue capaz de dormir si Francisco no estaba cerca suya. Las pesadillas se habían vuelto abrumadoras y en mitad de la noche solía despertarse con el grito a punto de emerger de su garganta.

Había pasado ya una semana desde que todo eso estaba sucediendo y Kim empezaba a calmarse. Tras lo que había vivido, era incapaz de estar en una estancia a oscuras si no estaba acompañada. De igual forma, ver un cuervo le producía un miedo irracional que superaba con creces lo que el joven se esperaba.

Ese día Francisco había acudido temprano a la consulta, ya que un paciente había solicitado una cita para lo más pronto posible. Y allí estaba la niña, a las nueve y siete minutos de la mañana; tirada en el sofá con un peluche en una mano y una muñeca en la otra. El paciente entró con paso lento, como si le costara dar cada paso. Se detuvo ante Kim, y cuando esta notó su presencia, dejó de jugar para mirarle.

Una sonrisa salió de su rostro. Una sonrisa falsa, oscura e inclusive macabra. La sonrisa que un asesino enseña cuando está a punto de acabar con la vida de su víctima. Por suerte, se limitó a entrar a la consulta y la niña prefirió no hacerle mucho caso.

Cuarenta minutos más tarde, Francisco había despachado al hombre y este se dirigía a su coche cuando se escuchó un estrépito. La niña se alarmó y corrió lo más rápido que sus piernas le permitían hacia donde se encontraba Francisco, que estaba escribiendo algo en el ordenador. Su mirada estaba abstraída, y aunque Kim no podía saberlo, estaba pensando en Víctor. En lo que había sucedido y en lo culpable que se sentía. En que las cosas podían haber sido diferentes y nadie tenía que haber salido mal.

―¡Fran! ―gritó la niña― acabo de escuchar algo raro abajo. Sonaba... sonaba raro.

El joven sonrió vagamente. Y aunque solo era para complacerla, le dijo.

―Bien, pues vamos a ver. ¿Vienes conmigo?

La niña asintió con un gesto de cabeza y le siguió escaleras abajo. Estando en el tercer piso no había especialmente muchas escaleras, pero cuándo llegaron al segundo piso notaron un olor raro. Y solo unas escaleras más abajo, pudieron ver lo que parecía ver sangre.

―Eso... ¡eso es sangre! ―berreó Kim.

Francisco estaba anonadado. Pero, aun así, siguió bajando. Kim iba tras él, protegiéndose tras sus pantalones. Pero nada la preparaba para el grito que Francisco profirió cuando llegó a la planta baja. Kim sintió curiosidad y hecho una ojeada, y su grito no tenía nada que envidiar al del joven.

En la pared estaba el hombre que acababa de atender Francisco, con un cuchillo clavado en el estómago y en precario equilibrio. Sobre él, estaban grabadas con sangre las palabras:

"Kim. Muere. Ahora"

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⏰ Cập nhật Lần cuối: Oct 06, 2018 ⏰

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