Interludio: El ser de las bestias

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Un día todo se acabó. La oscuridad se apoderó de sus ojos, de su mente... de su alma. Su existencia se extendió hasta que el "estar" desapareciera. Hasta que no quedase ni la nada, ella seguiría presa en esa conciencia maligna. Cada víctima que se cobraba era alimento para la bestia; que solo pensaba en matar, comer y crecer. Hacerse más voluptuosa, convertirse en una amenaza mayor y hacer su existencia superior a todo lo demás.

Con cada persona que mataba, cada conciencia que retenía y cada ser que corrompía se hacía más fuerte; más resistente. No era corpóreo, no era etéreo. Era la utopía del mal absoluto, que sin motivos ni razones sumiría al planeta en las tinieblas que su origen causó. Para ello fue creada la contraparte maligna de los humanos. Un reflejo de la maldad que el corazón alberga y que va corrompiendo ―lentamente― todo lo benévolo que se encuentra a su paso.


Pero, si las personas no se corrompen; la bestia se encarga de aniquilarlas. Y, persona tras persona, la bestia parecía que conseguiría su objetivo. Solo había un inconveniente, y es que cada mal del mundo tiene su contraparte de bien y viceversa. Así que, alcanzado un punto, unos seres empezaron a crearse. Humanos que no dejaban el espacio del corazón que correspondía al mal; unos seres capaces de notarlo, de verlo como si de una sombra se tratase. Seres puros, únicos y con el poder de frenarlo. La bestia era llamada con un conjuro que los humanos que realmente creían en ella pronunciaban, y si los puros lo recitaban, una y otra vez hasta que se hubiera dicho tantas veces como víctimas se cobró, regresaría al averno. La bestia no lo permite. Acaba con todos los que pudiesen vencerla. Da igual si es hombre o mujer, niño o niña. Y en este caso le tocaba a Kim.

El aleteo de un cuervoWhere stories live. Discover now