Capítulo ocho

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Francisco miró detenidamente el cuerpo; tendido en el suelo y sin vida. Un hilo de sangre emanaba de la nuca, empapando todo el cuero cabelludo de rojo. Tocó la muñeca, en busca de señales de su muerte. Efectivamente, no había pulso. Le dio la vuelta a lo que hasta hacía unos instantes había sido su hermano.

La pupila de sus ojos se estaba desvaneciendo entre los sangrantes ojos, agotados de tanto esfuerzo. En su cara, había un gesto de sorpresa desagradable junto con una mueca de dolor. Los puños aún estaban cerrados; y aunque la palma se abriría segundos más tarde, eso le hizo pensar a Francisco que Víctor se encontraba en estado vegetativo. Por ello, pateó la inerte cabeza del joven repetidas veces, hasta que la piel cedió y empezaron a aparecer magulladuras.

Entonces un fugaz recuerdo se le vino a la mente: Kim aún estaba rondando por la casa, escondida debajo de la mesa y con los oídos tapados. Decidió darse prisa. Agarró el cuerpo por los brazos hasta colocarlo contra la pared. Allí, levantó las piernas del muerto y; colocándole un brazo a la espalda, lo llevó lentamente al exterior. Revisó su jardín, y al no encontrar a nadie, se dirigió rápidamente al cobertizo. Esa era, seguramente, la ventaja de vivir en una aldea. Había poca gente, y aunque todos se conocían, no era común que se hicieran visitas mutuas.

El cobertizo no era gran cosa, y menos tras ser calcinado por las llamas. El hierro había adquirido un color rojizo que se fundía con la piedra que decoraba el suelo; que tanto se había esforzado en labrar. Partiendo de una piedra caliza, fue añadiéndole tinte y, posteriormente, labrándolo a martillo y cincel. Una gran obra, sin duda. Pero el espacio de la casa era mucho mayor, y labrar cada cuadrado de forma manual sería; segundo él, una pérdida de tiempo.

Dejó el cuerpo en una esquina y buscó por el jardín algo de hierba seca. Había cortado el césped hacía poco, así que había montañas de hierba por todo el jardín. Decidió escoger uno de ellos, pero nada más tocarlo se dio cuenta de un problema: la hierba aún estaba húmeda, y no prendía bien. Aun así, decidió colocarle la capa por encima, ya que, aunque no podría incinerar el cuerpo, sería menos probable que alguien encontrara a su hermano. Cerró la puerta con un débil chirrido y se dirigió a la casa. Entró al departamento y buscó el lugar donde se resguardaba la niña. Le acarició el pelo, movió sus manos hasta reposarlas en sus piernas e intentó tranquilizarla.

―Tranquila, ya pasó. Víctor decidió irse antes de que fuera a más.

―No quiero salir. ¿Y si vuelve a gritarme? ―Se echó la mandíbula contra el suelo, intentando tranquilizarse.

―No va a volver, tranquila. Puedes salir sin ningún temor.

La niña asomó su cabeza fuera de la mesa. Intentó escuchar algo que indicara que Víctor aún se encontraba ahí; pero no escuchó nada. Más confiada, salió debajo de la mesa. Revisó la casa; y al no encontrar nada, le dio un cariñoso abrazo a Francisco.

Pero había un dato que no vio, y es que un pequeño charco de sangre se estaba empezando a formar en la plaqueta, extendiéndose por todo el suelo.

N/a: Si ya me gustó escribir este capítulo, lo doble corregirlo :·3

El aleteo de un cuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora