Capítulo tres

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Una pronunciada mueca de horror se colocó en el rostro de ambos, mientras observaban con horror como en el suelo del baño había unas palabras escritas, con tinta roja, en una lengua extraña, lo que el joven interpretó cómo inglés.

"Next are you, Kim"

―La siguiente eres tú, Kim. ―Leyó temerosa la niña. Tras esto, comenzó a llorar a moco tendido, y pese a los incesantes intentos por parte del joven de consolarla, el llanto no cesaba.

Su condición de psicólogo le permitía entender un poco mejor la mente humana, sus miedos y el porqué de sus acciones, pero en ese momento no pudo explicar lo que sus ojos acababan de ver. La actitud de la niña, reacia a contarle lo que la atormentaba y el misterioso mensaje le hacían dudar de su seguridad física y psicológica. Asustado y temeroso, intentó dar sentido a lo que acababa de pasar.

Con la puerta cerrada con llave, las ventanas cerradas y la única llave en su poder, alguien había conseguido acceder al interior de la casa y; con un spray rojo o algún tipo de pintura, garabatear en el suelo las amenazantes palabras en inglés que auguraban la muerte de la pequeña que había acogido hacía un día.

Una bombilla se encendió en su mente, al mismo tiempo que su rostro gesticulaba sombríamente. Algo similar había ocurrido unos días antes de la trágica pérdida de sus padres, ya que unos extraños símbolos que podría perfectamente ser latín habían aparecido en la pared de la cocina, cosa que alarmara a los presentes.

A partir de ahí, se rememora la historia ya contada. La pérdida de sus padres, los extraños sucesos con la luz, la muerte en tan extrañas condiciones del señor Paul... Muchas cosas raras habían sucedido desde la pintada de esas palabras; y pese a la incoherencia que se parecía presentar, sabía que algo de sentido tenía.

Miró rápidamente a la niña, con una tierna mirada y se decidió a abrazarla lo más fuerte que había hecho en toda su vida, un abrazo que transmitía calidez y protección, la misma que el padre del joven le había dado en vida, protegiéndolo de todo mal posible, anteponiendo sus necesidades a las suyas propias, guiándolo por el mejor de los caminos y dándole todo el amor que podía. Eso mismo quiso reflejar en ese acto, mientras murmuraba "tranquila" a cada momento.

Al final, se calmó. Las palabras que emanaron de la boca de Francisco consiguieron tranquilizarla. Dedicó las siguientes horas a limpiar todo rastro de pintura que pudiera quedar, cosa que fue más complicada de lo que había pensado en un principio, ya que pese al poco tiempo que podía llevar pintado, estaba muy seca.

Ya por la tarde, el joven decidió que era buen momento para descubrir el secreto que, con tanto ahínco, había protegido. Sus suposiciones le llevaban a pensar que sería alguna tontería no muy influyente, debido a la corta edad de la niña y lo que debía haber vivido. Pero, pensando en eso, viejos recuerdos le vinieron a la mente. Recuerdos felices, donde sus padres le llevaban a conocer sitios maravillosos, algunos más coloridos y otros más misteriosos, pero todos con su magia. Los ojos se empaparon de lágrimas y el corazón se le empaño como el parabrisas de su coche. ¿De qué le servía ser psicólogo, cuándo su trabajo era comprender la mente de sus pacientes, si no era capaz de entender que le sucedía? No lo sabía. No entendía su cometido en este mundo; pese a que el destino se lo había presentado en la cara con la forma de una niñita de ocho años.

Kim entró por la puerta alegremente, con el pelo despeinado y una radiante sonrisa plantada de lado a lado de su cara, mientras cubría algo con las dos manos.

―Anda, Kim ¿Qué es eso que traes?

La sonrisa de la niña se profundizó al mismo tiempo que Francisco formulaba la pregunta. Momentos más tarde, dejó al descubierto un bote de plástico con un renacuajo dentro.

―Se llama Fran― comentó mientras emitía una risita―. Se lo puse en tu honor.

Su mente estaba colapsada. Esa era, posiblemente, la última cosa que esperaba encontrarse ese día. Estaba feliz, sin duda, pero le parecía un poco cruel obligar a un anfibio tan pequeño a permanecer dentro de un espacio cerrado tan minúsculo.

―¡Gracias! Es un honor que hayas pensado en mí al capturar a este renacuajo, ¿pero no crees que estaría mejor nadando libremente?

Esos inocentes ojos que solo ella sabía poner fueron suficientes para producir la rendición de Francisco. Su madre le había dicho que, cuando era más pequeño, era capaz de poner unos ojos de corderito degollado a los que era imposible resistirse. Eso quedó grabado a fuego en su memoria, y ahora, al ver a esa niña mirándolo de una forma tan hermosa, le pareció verse reflejado, con unos pocos años menos y haciendo ese mismo gesto.

Distraída, empezó a juguetear con el renacuajo. Puso un dedo en el agua, y el animal empezó a acercarse a él, seguramente por curiosidad, mientras hacía círculos a su alrededor a una gran velocidad. Unas retahílas de carcajadas emergieron de lo más profundo de su garganta, de tal forma que parecía que nunca se había divertido tanto.

―Y puede que así sea...―murmuró para él mismo.

Y mientras ella observaba al animalillo, Francisco empezó discretamente a preguntarle sobre su secreto.

―Entonces, ¿tienes algún miedo?

―Bueno... Sí, pero nadie lo sabe, porque si no me discerminarian.

―Acuerdate―dijo con voz sosegada―, no es discerminar, sino discriminar.

La niña lo miró, posiblemente había olvidado la conversación en la que la corregía.

―Pero a mí puedes decírmelo. Yo, por nada del mundo, te discriminaría.

―No puedo― dijo con voz rota― ni tú lo entenderías. Mami dijo que solo unos pocos mayores lo entenderían. Y no sé si tú eres uno de ellos.

―¿Por qué no soy uno de ellos? Mira, después de todo lo que me ha sucedido, te puedo asegurar que te creeré. Te doy mi palabra.

Lo miró desconfiada. Si lo se lo revelaba, estaba exponiéndose a que se riera de ella, la tomara por tonta o lo que sería peor, la echara de su casa. Y no podía permitir eso. No después de lo bien que allí se había sentido.

―¡No! Si te lo digo, me echarás fuera. Y no quiero― dijo mientras comenzaba, otra vez, a llorar.

El joven volvió a abrazarla, mientras la confortaba con palabras. Palabras simples, sin ninguna complicación. Palabras que reconfortaban, que ofrecían un ápice de luz en un mundo infestado de oscuridad, una oscuridad de la que Kim llevaba toda la vida intentando huir, pero que siempre estaba a la vuelta de la esquina. Pero las palabras no conseguían entrar en su mente, que estaba bloqueada a causa del terror; un terror que eso le había ido inculcando con el paso del tiempo y del que no podía liberarse.

Fue uno de los llantos más prolongados que Francisco tuvo la oportunidad de observar. Extraño, sin duda. Porque su condición le hacía más fácil entender lo que realmente pensaba alguien, pero no era capaz de hacer lo mismo con esa niña. Quizás la acompañaba un pasado turbio, más de lo que él había pensado en un momento. Eso estaba entorpeciendo la comunicación, posiblemente porque ella no era capaz de cerrar por si misma esa etapa que durante tanto tiempo la había estado atormentando a diario.

―Eso es malo. Me buscará allá donde vaya, da igual donde esté. Aunque tenga que ir hasta el fin del mundo para encontrarme allí, eso lo hará.

El aleteo de un cuervoWo Geschichten leben. Entdecke jetzt