Capítulo uno

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Los pájaros no cantaron esa fría mañana de diciembre mientras Francisco se vestía con su habitual indumentaria. Hizo vida normal en el piso superior, sin poner un pie en la planta baja a excepción del momento en el que se dirigió a su consulta de psiquiatría.

Recientemente había sacado, tras cuatro años de carrera y tres de doctorado, el título de psiquiatra. Cosa que, aunque en ese momento no le servía de nada, dado que sabía que tendría que ir a otro especialista, era su escape del mundo real.

Llegó a la húmeda consulta del tercero B, abrió la puerta e ingresó al departamento. Prendió la luz, que no respondió. Pensando que sería cosa del cuadro eléctrico, abrió las persianas para dejar pasar la luz natural.

Quince pacientes se le presentaron ese día, cada uno con un problema extravagante que parecía compartir similitudes. Tras terminar la jornada, se sentó por última vez ese día en su puf con forma de panda y se dirigió a casa.

Y cuál fue su sorpresa al ver que la luz, igual que en la clínica, no respondía a sus acciones. Tras llamar a la central informándoles del problema, encendió una vela y la colocó en la mesa de la cocina mientras preparaba una cena rápida.

La luz no volvió al cabo de unas horas. Ni al día siguiente. Siquiera en las semanas que prosiguieron. Cansado de tener que arreglárselas sin algo tan básico cómo la luz, decidió llamar a un electricista.

El hombre, de mediana edad, tenía una espesa barba que ocultaba más de la mitad de la cara. Sus facciones eran inexpresivas y sus vidriosos ojos inspeccionaban al chico de arriba abajo sin darse por satisfechos.

Hasta que, pasados unos minutos, Francisco, cansado de ver que no hacía nada, captó la atención del electricista.

–Bueno, pues vamos a la planta superior. Allí está el cuadro eléctrico.

Sin más, subió escaleras arriba con el hombre a sus espaldas.

–Pues muy bien, señor...

–Paul. Paul Hernández.

–Muy bien, Paul. Llevo ya una semana sin luz. Tengo suerte y no suelo guardar nada importante ni en el frigorífico ni en el congelador, pero sí que me gustaría poder ver la televisión o usar la luz. Así que, por favor, arregle esto.

Silencio. El hombre no respondió. Francisco, cansado de gastar su tiempo en arreglar un problema cuya solución se estaba retrasando desproporcionadamente, chasqueó los dedos con impaciencia, pero el hombre no respondía. Asustado, lo agitó frenéticamente, antes de que el hombre se desplomara en el suelo. Allí, emitió una prolongada exhalación y, tras abrir los ojos exageradamente durante un momento, los cerró para no abrir más.

Una lágrima se escapó entre las mejillas del joven, mientras veía otra vida más acabar enfrente suya. No sabía que pensar, ni que decir. Solamente sabía que otro hombre había muerto con él presente sin ningún motivo aparente.

Llamó a emergencias una vez más en menos de una semana. Algo similar a lo anterior ocurrió, lo que produjo un deja-vu en el joven. Algo en su mente estaba empezando a fallar, y no tenía ni idea de lo que sucedía.

En ese caso fue catalogado como sospechoso principal. Estuvo semanas; por no decir meses, de juzgado en juzgado. Pero, al no poder encontrar ninguna prueba con la que ser capaces de culparlo, lo dejaron ir con una clara advertencia.

Pasaron los días con total normalidad. La luz había vuelto, el trabajo abundaba y las cosas empezaron a irle mejor. Su rutina había mejorado no solamente por no tener que asistir a juzgados, sino también por el cambio radical que había pegado. Al levantarse, se aseguraba de que la luz funcionara para, más tarde, tomar su típico café acompañado de una sesión matinal de noticias que, pese a que en su mayoría eran tristes y desgarradoras, no profundizaba en su mente.

Pero las cosas nunca pueden ir completamente bien para nuestro protagonista. Sin prestarle mucha atención, las noticias que siempre encabezaban las noticias eran asesinatos a sangre fría que siempre sucedían un poco después de la una.

El horror que solamente había conseguido amainar paulatinamente gracias a los antidepresivos estaba volviendo desde que dejaron de recetárselos. Su mente estaba en una lucha constante contra la tristeza que inundaba el ambiente y el dolor que esas muertes le habían producido.

Los días se ensombrecían y las mañanas no eran tan alegres cómo en su momento lo fueron. El trabajo ya no era lo mismo, y cada día que pasaba le parecía estar en un deja-vu interminable. Su condición de psicólogo le permitía saber que, pese a las falsas mentiras que el psicólogo al que mensualmente tenía que acudir había conseguido vender, sabía a ciencia cierta que no estaba mentalmente saludable.

Por ello, y la monotonía que ejercer su profesión le producían, decidió cerrar temporalmente la consulta. Un intento de recuperar la normalidad que le había sido arrebatada.

Las semanas que precedieron no mejoraron en nada. Tras abandonar su consulta, se pasaba el día entero recostado en el sillón de la salita mientras lloraba desconsoladamente. Por si eso fuera poco, empezaba a ver cosas. Cosas extrañas, terribles. Veía espectros por todo el recinto, espectros que guardaban similitudes con él, asemejándose a un espejo incoloro que variaba su edad.

En el umbral habitaba una niña con sus mismos rasgos, vestida con un traje de la época victoriana que no dejaba de observarlo con un aire de cierto misterio. Un susto tremendo fue el recibimiento del espectro; pero ya más calmado intentó convencerse en que era un desvarío.

Los primeros días pasaron sumidos en una sombría niebla que parecía seguirle allá donde fuera. Estaba aturdido, no salía de casa y se estremecía al ver a la chica en su entrada.

La amargura consumía su vida en una eterna desesperación y terror. Nunca se había creído capaz de ver exhalar el último aliento a una persona; pero a esas alturas no había visto a una, sino a tres personas cómo la vida le era arrancada, sin piedad, de sus manos. Se resguardaba en los llantos, el "por qué" y el "ojalá". No era capaz de asumir lo que el universo había estado guardándole veintitrés años a traición.

Hasta que, un día, el móvil suena por primera vez en meses. "Hermano" es el nombre que aparecía en la pantalla; mientras The Final Countdown sonaba como tono de alerta y Francisco se acercaba amargamente a contestar a la llamada.

–¿Si, hermano?– dijo con una sensación de remordimiento.

–Quería ver como andas. No me paso por tu casa desde el... accidente.

Los ojos del chico se empaparon de lágrimas, mientras murmuraba algo inaudible con un hilito de voz. Su hermano musitó algo del otro lado de la línea, en señal de entendimiento.

Y, tras una larga e incómoda pausa en la que ninguno de los dos hermanos se atrevió a decir nada, se oyó débilmente una oración:

–Bueno... Veo que estás tan afectado como yo. Pero, si no es molestia, hoy me gustaría pasarme por tu casa, para ver cómo vas, y... Ya entiendes.

–[...]

–Vale– dijo amargamente–. Allí nos vemos.

Y, sin más que añadir, la comunicación se cortó; dejando a Francisco con alguna que otra palabra en la boca que no había sido capaz de pronunciar, un gran peso en el estómago y, por primera vez en meses una sensación de alegría convertida en calor que le recorrió todo el cuerpo.

El aleteo de un cuervoWhere stories live. Discover now