QUINCE

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Los árboles pueden contar interesantes historias

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Los árboles pueden contar interesantes historias.

Como el primer beso entre unos jóvenes adolescentes o la cacería de un león de montaña. Estaba segura de que los viejos troncos memorizarían el movimiento de mi cabello agitándose en mi espalda, mis veloces pasos y una firme línea recta por boca. Seguramente corrí por segundos, un minuto me parece mucho, pero entre la adrenalina y el frío sudor, se sintieron largos. Bastante largos.

En cuanto vi la casa entre las hojas y ramas, mi corazón palpitó más rápido como si la inesperada corrida no le hubiera afectado antes. Empujé la puerta con fuerza y la cerré con el seguro, para después bloquearla con algunas sillas. Entre jadeos y hormigueo en la espalda, miré a mi madre, quien se encontraba en la misma posición de hace unos minutos. Le tomé de la cara, agitándola un poco para caer en la cuenta de que aún estaba sumida en un profundo sueño. Ver tan de cerca su rostro, y tocarlo, me recordó a cuando era pequeña. Eran recuerdos vagos, borrosos pero de esos imborrables. Cuando tenía unos cuantos años adoraba poner mis manos en sus mejillas y levantarlas para que sonriera, aún cuando ella ya me estuviera enseñando los dientes en una mueca de ternura. Ella proseguiría a levantarme del suelo y ponerme a su altura, para después atacarme con besos.

Mi madre y yo dejamos de ser así de cercanas conforme el tiempo pasó y crecí. Dejó de trenzarme el cabello, de acariciar mi mejilla, de llamarme por apodos extraños y melosos. Y yo dejé de sonreírle, de buscarle la cara cuando no la viera sonreír, de tomarle la mano. Pero su mirada seguía ahí, esos suplicantes ojos de que todavía quería sentarme en sus piernas y peinarme.

Y me enojé porque ella no debería estar inconsciente en la mesa, sino peinándome. 

Me acerqué con suavidad hasta plantar un rápido beso en su frente, y volví a poner con cuidado su cabeza encima de su brazo extendido. Sin más tiempo que perder, llegué hasta el teléfono fijo de la casa, uno que estaba en el pasillo que conectaba el vestíbulo con la cocina al lado de las escaleras. Lo descolgué y comencé a presionar los botones correctos en caso de una emergencia, aunque no estaba muy segura de cómo iba a formular lo que presencié. Justo antes de que pudiera hablar cuando el timbre dejó de sonar, un estrepitoso golpe se escuchó. Alcancé a ver la profunda mirada de Enzo detrás de la puerta trasera, a través del cristal y la clara cortina encima de éste. Al darse cuenta de la cerradura y mi improvisada barricada, con tranquilidad, comenzó a caminar al otro lado.

Olvidé de inmediato la llamada y dejé el teléfono colgando de su cable, para correr hasta la ventana del comedor, donde hubo varias veces que la usé para escabullirme. Llegué a tiempo antes de que él pudiera sostener la ventana para entrar, y la cerré. Nuestras miradas se conectaron por unos segundos en los que me pareció que ambos nos quedamos con la mente en blanco, hasta que lo vi alzar su brazo y estrellar su codo contra el vidrio. No reaccioné a tiempo y caí al suelo, con los brazos arriba para cubrirme de los brillosos cristales que se lanzaron a mi rostro.

Los colores del demonioWhere stories live. Discover now