DOCE

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Nunca mientas

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Nunca mientas.

Algo que mi padre no se cansó de enseñarme, que la honestidad lo era todo. Desde pequeña le prometí que no usaría el arma de la mentira contra él. Lancé mi mochila por la ventana y en ese momento caí en la cuenta de que era muy probable que mi padre, cuando le dije aquello, reparó en que sólo no le mentiría a él. No me refería a los demás. 

Asistí a la primera clase, pero ya era hora de atender lo que alborotaba mi mente desde el día anterior. Me encontraba en el aula H, una que raramente era utilizada. Abrí una de las ventanas y lancé mi mochila por ahí, después subí una pierna para pasar yo. Era bueno que la escuela no tuviera segundo piso, así sólo tenía que saltar una baja ventana. Cuando ya estaba afuera, la cerré y recogí mi mochila. Luego, emprendí mi camino entre los árboles para llegar al área urbana donde se encontraba en estudio de Enzo.

A un paso apresurado no tardé mucho en llegar, entre diez y quince minutos ya estaba ahí. Las distancias solían ser más largas entre los lugares más públicos, pero el pueblo progresivamente crecía muy rápido. Me situé detrás de los edificios al lado del estudio y después me aproximé a la horizontal ventana del mismo, que estaba justo a la altura donde llegaban mis brazos estirados hacia arriba. Era estrecha, muy apenas podría caber por ahí y eso me hizo pensar acerca de mi mochila. Dentro no tenía más que libretas, dibujos y mi bolsa de lápices. Intenté recapitular si tenía algo ahí que pudiera ayudarme, pero nada resultó ser muy útil.

Mirando a los lados para asegurarme de que en realidad a nadie se le ocurriera meterse detrás de los edificios camino al bosque, dejé la mochila pegada a la pared y luego lancé un suspiro. Esperaba que mis brazos no flaquearan, porque eran mi única oportunidad de subir a la ventana. Agarré la orilla de esta y dándole un último estirón a mis dedos, comencé a levantar mi peso. No me sorprendió que mis delgados brazos idénticos  a fideo comenzaran a temblar, pero no podía ceder. 

Apreté los dientes cuando solté una mano y me apresuré a jalar la ventana, ya que era una levadiza. Para mi suerte, no se encontraba trabada y ésta cedió cuando apreté los dientes y utilicé toda mi fuerza. Cuando se encontraba totalmente levantada, caí al suelo. Resoplé fuerte, sintiendo el ardor en mis muñecas. No era una persona atlética, nunca fui buena en los deportes y rara vez salía de casa a practicar alguno. Si no es que nunca. 

Cuando me sentí lista y me preparé con puros suspiros, volví a levantarme y esta vez, logré meterme al estudio con la frente sudada. Situando mis pies en la mesa, la utilicé como escalón para después saltar al suelo con el menor ruido posible. Mi corazón estaba latiendo desde que salí de la escuela a toda velocidad, pero desde ahí pareció que quería salir de mi pecho y escapar por la ventana. Sabía que Enzo no estaba ahí, pero no podía soltarme de los inevitables estremecimientos que zigzagueaban en mi espalda hasta el cuello.

Hice puños mis manos para calmar su temblor, después comencé mi propósito. Levanté la alfombra y la empujé a un lado, despejando por completo la entrada al sótano de abajo. Esta vez, abriendo la puerta por completo, comencé a bajar las escaleras.

Los colores del demonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora