CAPÍTULO 12

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Cuando las enfermeras ingresaban al cuarto en el que me encontraba, lo hacían con un traje blanco grande.

—Por seguridad —decían—, debemos cambiarla de cuarto, justo en seguida de éste hay otro igual.

Entonces ingresaban tres o cuatro de ellos, dos llevaban la camilla en la que me encontraba y me llevaban a otro cuarto exactamente igual, con una cuota de dolor de por medio debido a los enormes granos ubicados en mi espalda.

Me alimentaban con líquidos y tomaba suero, no me inyectaban absolutamente nada. Debo admitir que esperaba diariamente con ansias el momento en el que me daban alimento y tomaba cosas frías; se sentía extrañamente bien, el dolor desaparecía por momentos. Pero los enfermeros no podían estar mucho tiempo o muchas veces conmigo sin comprometer su salud.

Así que ahí estaba yo, en una camilla alejada de todo ser humano vivo por tener una enfermedad nunca antes vista; los doctores —ahora habían varios que parecían de países aledaños, y unos otros de países más lejanos— se paseaban del otro lado el cristal, con sus trajes amarillos que sólo dejaban sus ojos al descubierto, debido a los grandes lentes transparentes que usaban (descubrí que eran extranjeros por sus acentos).

Habían momentos en los que el dolor amainaba, me dejaba respirar y pensar un poco. Aprovechaba esos momentos para pensar que, quizás, ellos buscaban descubrir qué hacer conmigo. Evitaba pensar en Brandon, aquello sólo lograría lastimarme más. No quería imaginar que debido al dolor intentaría suicidarse nuevamente, aunque esta vez con un resultado completamente diferente y fatídico.

En algún momento todos los doctores detuvieron su andar y su conversación y se dedicaron a mirar a través del cristal, en mi dirección. Se quedaron allí ochenta y siete segundos. Los conté presa del miedo y la desesperación.

Tres de los cinco asistieron y todos procedieron a retirarse, pasaron unos minutos antes de ver que una persona ingresaba al cuarto, se detenía detrás del cristal y miraba que su disfraz completamente blanco y ridículamente grande, con un tanque de oxígeno a su espalda y guantes, estuviera bien puesto. Descubrí después que usaban tres pares de guantes, aunque su traje ya cubría sus manos completamente.

Lo sorprendente no fue que el color de su traje era blanco, porque las personas encargadas del aseo y esterilización de todo lo del cuarto también usaban uno parecido. Lo sorprendente fue que abrió la puerta corrediza de vidrio, ingresó y luego me habló directamente.

—Buenas tardes —su extraño acento me confirmó que era de otro país— debido su condición, decidimos dar el primero paso, —se detuvo a pensar en las palabras, al parecer no hablaba español muy bien— nosotros vamos operar, su esposo aceptó ya.

No dije nada, yo no quería nada más que verlo a él y que me prometiera que todo estaría bien, yo le creería ciegamente.

Acepté, y me explicaron que no sabían el resultado que obtendrían, que estaban en un callejón oscuro y casi a ciegas, pero que darían lo mejor de sí mismos.

Me explicaron que ocho excelentes doctores estarían allí, que habrían seis enfermeras, pero que no habría anestesia. No sabían qué resultado obtendrían y no querían arriesgarse.

—Hielo.

No podía hablar mucho, mis gritos me habían desgarrado la garganta de una manera monstruosa, sin embargo debía decirles.

—¿Disculpe?

—El —tragar saliva para aliviar el dolor— frío, me... —saliva de nuevo—... quita el dolor.

Eso parecía cambiar el rumbo de todo. El doctor levantó la cabeza, fijando su mirada en el techo. No habló, ni se movió, parecía una estatua.

ATARAXIA.Where stories live. Discover now