CAPÍTULO 5

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Tenía la extraña costumbre de que cada vez que veía un espejo, justo cuando observaba mi reflejo, me fijaba en mi abdomen. Siempre evitaba mirar mi rostro.

Me imaginaba que dentro mío aún se gestaba mi bebé, que seguía desarrollándose y pronto sentiría sus golpes, sus movimientos. Aspiraba sentir el dolor de pechos que decían sentir aquellas afortunadas que concebían un bebé, las arcadas y el frecuente vómito, la poca retención de líquidos o la estrías que representa dar vida a un nuevo ser. Una pequeña persona que algún día me llamase "mamá".

Era difícil volver a la realidad y comprender que todas esas cosas no sucederían. Entonces cerraba fuerte los ojos, inspiraba una gran cantidad de oxígeno, lo retenía unos segundos y procedía a exhalar lentamente. Funcionaba para retener el flujo de las lágrimas.

No fueron pocas las veces que lloré, pero imaginaba un mejor escenario, un momento que me hubiera hecho realmente feliz. Recordaba entonces la primera vez de mi vida en que lloré de risa, sólo me ocurrió una vez y lastimosamente termine en el hospital. Quién diría que reír tanto también podía ser letal.

De hecho, hubo un filósofo, Crisipo de Solos, que murió a sus setenta y tres años por un ataque de risa provocado por un chiste que él mismo contó. Estuve muy cerca de seguir su ejemplo.

Era nuestra segunda cita, las cuatro de la mañana y a quince minutos de que él llegara por mí. Yo aún usaba ropa de dormir, tenía lagañas y tantos nudos en el cabello que se necesitaba de algún milagro para lograr desenredarlo. Además, tenía fiebre. La primera cita me dejó malestar general, pues había sido el día anterior.

Una docena de mensajes me había despertado un par de minutos atrás, era una proposición.

El mensaje decía "No quiero esperar más para una segunda cita, ¿Quieres ver el amanecer a mi lado? Prometo que ésta vez no lloverá."

Dicho mensaje se repetía cada cuatro segundos, al mensaje número doce respondí un simple y escueto "Por supuesto."  Me respondió diciendo que tardaría quince minutos en llegar por mí.

Quiero explicar que acepté ir porque no quería desperdiciar la oportunidad de conocer un poco más de quién me gustaba. La estrategia que él utilizó de no decirme su nombre había hecho que una curiosidad de grandes dimensiones naciera en mí. Así que acepté.

Para no entrar en detalles, procederé a narrar de forma rápida los sucesos más importantes, y el posterior ataque de risa del que fui víctima.

Imaginé que iríamos a una colina o montaña, usaríamos una de esas mantas que se veían en televisión para darnos calor, y que posteriormente nos íbamos a besar. No parecía un mal plan.

Pronto descubrí que ambos estábamos enfermos, mal arreglados y con sueño.

No hubo nada de lo que imaginé, en realidad estuvimos en el segundo piso de su casa, pues estaban construyendo y por falta de dinero la obra se detuvo; en aquel espacio sólo habían dos paredes y mucho polvo.

Darme cuenta de que mi imaginación había ido demasiado lejos me provocó soltar una estruendosa carcajada que sin dudas, despertó algún vecino.

Debido a mi fiebre no debería haber salido a esas horas. Las consecuencias fueron pocas, pero graves: mi fiebre aumentó tanto que estaba delirando.

No recuerdo mucho más allá de mis estruendosas carcajadas, y luego súplicas entrecortadas por la risa en las que expresaba mi falta de oxígeno. Sentía que mis ojos abandonarían sus cuencas, sentía también que me tragaría la lengua. Sin embargo, no paraba de reír estrepitosa y exageradamente fuerte.

Así terminé en el hospital. También descubrí que la segunda letra de su nombre era la "r", mi argumento fue que debería ser la primera letra del alfabeto, pues la palabra "amanecer" así lo dictaba. Su defensa fue que al finalizar con "r", era válido.

Sonreí y luego me pusieron a dormir con fármacos. Descubrí también que soy alérgica a tales medicamentos.

Extraño la simpleza que tenía mi vida anteriormente.

Cuando nos fuimos de vacaciones con el dinero de la indemnización por el accidente, debía inyectar en mí cada cuatro horas, vía intravenosa, un medicamento lo suficientemente fuerte para evadir los síntomas de mi enfermedad. No eliminaba el mal, sólo lo disfrazaba, lo hacía más llevadero.

Uno de nuestros tantos destinos fue Venecia; caminábamos tomados de las manos, tomando fotos, observando las humildes pero pintorescas viviendas, en fin, disfrutando.

En nuestro camino intentábamos ignorar lo mejor que podíamos las miradas de curiosidad mal disimuladas de las que éramos receptores, la prótesis de él y la gran cicatriz que dividía mi rostro eran aspectos, sin duda, llamativos.

Descubrimos que el agua estancada que hacía a Venecia un lugar conocido, apestaba sobremanera.

Vomitar tres veces consecutivas —sin que fuera obra de la enfermedad—, me dejó en claro la mala elección que efectuamos al elegir aquel lugar.

Sin embargo arrepentirnos no era algo que él y yo conociéramos, decidimos aprender de las experiencias para evitar futuros errores.

Algo notable en nuestros viajes, era nuestra manera de transporte; no viajábamos de un modo convencional —un trauma fruto del accidente nos imposibilitó el viajar en auto—. El avión era nuestro único medio. Se veía absurdo muchas veces, pero era la única opción.

Para movernos en las ciudades en que llegábamos usábamos bicicletas alquiladas, la prótesis se lo permitía a él, aunque a un ritmo muy lento. Nos perdíamos constantemente, además de que el idioma siempre era un problema.

Yo agradecía la baja velocidad en la que nos movíamos, pues si bien las inyecciones ayudaban en los síntomas, sufría de vértigo, y por ello me veía forzada a ingresar somníferos a mi sistema para subir a los aviones. Una molestia total para viajes cortos.

Utilizaba de lema para aquellos momentos, un refrán que ya no recuerdo. Supongo que la realidad me golpeó tan fuerte que aquello se volvió en algo irrelevante.

¿Cómo podría haber descubierto que estaba peor de lo que imaginaba?

ATARAXIA.Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu