<•> Capítulo diecisiete <•>

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—¡Con permiso mis tetas! —me tomó del brazo, y caminando, tiraba de mí con fuerza—. ¡Y eso que no tengo!

Cruzamos por el pasillo, esquivando a todos los que estaban distraídos u ocupados. Me distraje tanto, pensando en los problemas que iba a causar, que no me di cuenta de cuándo llegamos al frente de la oficina de Derek.

Ella, no tocó y empujó la puerta. Él estaba hablando por teléfono y nos miró extrañado.

—Cuelga eso ya —le pidió la castaña.

Dicho y hecho; ahí, él terminó la llamada, y dijo:

—Estaba ocupado, Sophie, ¿cuándo vas a entender que no puedes entrar así? —su voz me intimidó. Estaba muy serio, tenía las cejas fruncidas.

—Dile a Ivo que te enseñe esos papeles —me señaló, y con recelo, los apreté más fuerte contra mi pecho.

—Dámelos —me pidió con un gesto de mano—. ¿Hiciste algo mal?

—Es que... —no pude terminar de hablar porque se puso de pie, y caminado rápidamente hacia mí, me arrebató los papeles.

Supe que estaba enojado por la  llamada, y no por nuestra interrupción. Además, él no se había comportado tan grosero desde el malentendido con Burke.

—¿Qué es esta mierda? —preguntó con una risa irónica—. ¿Por qué están así, Ivo?

—Retrasado —añadió Sophie—. Así le dicen. Le hacen mobbing —¿Qué era eso?—, Derek, son los imbéciles de William y Elías, ellos hicieron los documentos así. Lamento decírtelo hasta ahora, pero no es la primera vez que lo hacen.

Derek pareció asimilar las palabras de su prima, y asintió un par de veces. Posteriormente, hizo una bola con los documentos y los tiró al suelo.

—¿Cuándo empezó? —se dirigió a mí—. ¿Desde cuándo, Ivo? —bajé la mirada y ante mi silencio, gritó—: ¡Te estoy haciendo una pregunta! —me exalté.

—Pr-primer dí-ía. —respondí rápidamente, pues me dio un poco de miedo.

—¡Maldita sea! ¡¿Por qué mierda no me dijiste nada?!

—No, no... mol-molestar, no qui-quiero.

Bufó, y se pasó la mano por la boca. Podía escucharlo decir malas palabras entredientes.

—¿De diste cuenta? —me preguntó, alzando una ceja—. Te dije que si volvías a decir eso, me iba a enojar. Bien, lo has logrado.

Mis piernas temblaban, tenía unas ganas enormes de salir corriendo de ahí. En serio, me daba mucho miedo verlo así.

Me tocaba los dedos en un intento de distraerme, y no me percaté cuando él salió de la oficina.

—Tenía que hacerlo, corazón —me dijo Sophie—. No puedes dejar que te traten así... —rasqué mi nuca— Lo hacen por tu problema, ¿cierto? —asentí—. Bien, me callé por unos días, y Derek me va a matar. Él no va a dejarlo pasar, ¿vale? Así que ven, siéntate conmigo.

Acto seguido, estábamos descansando en los sofás de la oficina, y me obligó a contarle todo. Ellos me molestaban por lo típico: por mi disfasia, por el uso de mis guantes, por mi manera de vestir, por mi estatura.

Les molestaba que fuera yo...

Ella trató de subirme el ánimo y hacerme olvidar el mal rato. Definitivamente me agradaba muchísimo. Me estaba relatando una de sus aventuras.

—¡Era bello! Pero él pensó que... —la puerta se abrió, dejando ver al sexy castaño sin expresión alguna.

—Déjanos un rato solos, y vuelve al trabajo, So. Luego hablamos —dijo con bastante serenidad.

Su voz, tan varonil, me hechizó. Evité hacer algún movimiento, porque pensé que estaba todavía más enojado.

Pero no. Sólo se sentó a mi lado. Sacó una caja de cigarrillos de su saco gris, encendió uno, y le dio una gran calada, colocando su pierna derecha en el muslo de la otra. Había silencio en la oficina; mas afuera, se podía apreciar la locura diaria. Los pasos de gente corriendo, papeles volando y teléfonos sonando constantemente. Después, soltando el humo por sus fosas nasales, dijo:

—Discúlpame por gritarte. No suelo enojarme así, pero recibí una llamada de la cancelación de un proyecto excelente. Además, me enfureció que te traten de esa forma. ¿Por qué razón no hablaste conmigo?

—Es que yo... adu-adu... —terminé ahí, no pude decirla.

—Adulto.

—Eso, yo un po-poco cobar-barde.

—¿Piensas eso de ti mismo? —inquirió, y yo asentí.

¿Qué podía hacer? Nunca pude defenderme en mi infancia, así que creé la solución de escapar siempre de los problemas que me involucrasen.

—Eso... —continuó— no les da el derecho de hacerte lo que se les venga en gana. Ya hablé con ellos, están sancionados, muuuy... sancionados.

Aunque fuera un poco, me sentí aliviado, pues si seguían con esos rumores —de estar involucrados—, le iba causar problemas a él.

—Hiciste que mi enojo aumentara. Ya te dije, que no molestas, y nunca lo harás.

—Lo sen-sie-ento —logré corregirme a tiempo.

Siguió fumando con tranquilidad. Pobre, no quería que se lastimara los pulmones de esa manera.

—Te disculpo con una condición.

—Bue-bueno...

Él se limitó a deshacer lo poco del cigarrillo que le quedaba en el cenicero, y dijo:

—Acéptame una invitación a cenar.

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Perfecta ImperFecciÓnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora