26. La confesión de Owen Ford

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-Lamento mucho que Gilbert no esté -dijo Ana-. Tuvo que irse. Alian Lyons, de Glen, ha tenido un grave accidente. No es probable que regrese a casa hasta muy tarde. Pero me pidió que le dijera que estará levantado bien temprano mañana por la mañana para verlo antes de que se vaya. Es una verdadera lástima. Susan y yo habíamos planeado una fiesta para su última noche aquí. Ella estaba sentada junto al arroyo del jardín, sobre un pequeño asiento rústico construido
por Gilbert. Owen Ford estaba de pie frente a ella, apoyado contra la columna de bronce de un abedul amarillo. Estaba muy pálido y su rostro dejaba ver las huellas de una noche en vela. Mirándolo, Ana se preguntó si, después de todo, el verano le había dado la fuerza que se suponía debía darle. ¿Habría trabajado demasiado con el libro? Recordó que hacía una semana que no tenía buen aspecto.
-En realidad, me alegro de que el doctor no esté -dijo Owen, en voz baja-. Quería verla a solas, señora Blythe. Hay algo que debo decirle a alguien o creo que me volveré loco. Hace una semana que intento enfrentarme a ello, y no puedo. Sé que puedo confiar en usted y, además, lo comprenderá. Una mujer con unos ojos como los suyos siempre comprende. Usted es de esas personas a quienes la gente instintivamente cuenta cosas. Señora Blythe, amo a Leslie. ¡Amar! ¡Parece una palabra tan débil! De pronto, se le quebró la voz con la sofocada pasión de sus palabras. Apartó la cabeza y escondió la cara tras el brazo. Le tembló todo el cuerpo. Ana permaneció sentada, mirándolo, pálida y estupefacta. ¡Nunca se le hubiera ocurrido! Y sin embargo, ¿cómo era posible que no lo hubiera pensado en ningún momento? Ahora parecía lo más natural del mundo. Se extrañó de su propia ceguera. Pero... pero estas cosas no sucedían en Cuatro Vientos. En otros lugares, las pasiones humanas podían desafiar las convenciones y leyes humanas, pero no aquí. Leslie había recibido huéspedes durante diez años y nada de esto había sucedido antes. Aunque tal vez no habían sido como Owen Ford, y la vivaracha Leslie de este verano no era la muchacha fría y hosca de otros años. ¡Ah, tendría que habérsele ocurrido a alguien! ¿Por qué la señorita Cornelia no lo había pensado? La señorita Cornelia siempre estaba dispuesta a dar la voz de alarma cuando se trataba de hombres. Ana sintió un resentimiento irracional contra la señorita Cornelia. Luego emitió un gemido para sus adentros. No importaba quién tuviera la culpa: el daño estaba hecho. Y Leslie... ¿qué pasaba con Leslie? Era por Leslie por quien Ana más se preocupaba.
-¿Lo sabe Leslie, señor Ford? -preguntó en voz queda.
-No, no, a menos que lo haya adivinado. No me creerá tan sinvergüenza como para decírselo, señora Blythe. No pude evitar enamorarme de ella, eso es todo, y mi dolor es más de lo que puedo soportar.
-¿Ella está interesada en usted? -preguntó Ana. Apenas había salido la pregunta de sus labios, sintió que no hubiera debido formularla. Owen Ford le respondió con intensa protesta.
-No, no, por supuesto que no. Pero yo podría hacer que se interesara en mí; si ella fuera libre, sé que podría.
«Le interesa y él lo sabe», pensó Ana. En voz alta dijo, comprensiva pero con determinación.
-Pero no es libre, señor Ford. Y lo único que usted puede hacer es irse en silencio y dejarla
con su vida.
-Lo sé, lo sé -gimió Owen. Se sentó sobre el césped y miró, ceñudo, el agua color ámbar
delante de él-. Sé que no hay nada que hacer, nada más que decir, convencionalmente: «Adiós, señora Moore. Gracias por su amabilidad», como le habría dicho a la afable, trabajadora y dicharachera ama de casa que esperaba encontrar cuando llegué. Luego le pagaré mi alojamiento como cualquier huésped honrado ¡y me iré! Ah, es muy sencillo. Sin dudas, sin perplejidades, ¡un camino recto hasta el final del mundo! Y yo lo recorreré, no tema que no lo
haga, señora Blythe. Pero sería más fácil caminar sobre hierros al rojo vivo.
Ana se estremeció al percibir tanto dolor en la voz de Owen. Y había tan poco que pudiera decir que resultara apropiado para la ocasión... La culpa estaba fuera de lugar, el consejo no era necesario, la compasión era burlada por la desnuda agonía del hombre. Ella sólo podía
acompañarle en un laberinto de compasión y pesadumbre. ¡Se le rompía el corazón al pensar en
Leslie! ¿Aquella pobre muchacha no había sufrido lo suficiente como para que ahora sucediera esto?
-No sería tan difícil irme y dejarla, si ella fuera feliz -continuó Owen, con tono
apasionado-. Pero pensar en su muerte en vida, ¡darme cuenta de cómo la dejo! Eso es lo peor. Daría la vida por hacerla feliz y no puedo hacer nada ni siquiera por ayudarla, nada. Está atada para siempre a ese pobre infeliz, sin nada que esperar, más que envejecer en una sucesión de años vacíos, estériles, sin sentido. Me vuelvo loco sólo de pensarlo. Pero debo seguir con mi vida, sin verla jamás, y sabiendo siempre lo que ella está soportando. Es
horrible, ¡horrible!
-Es muy difícil-dijo Ana, apenada-. Nosotros, sus amigos de aquí, todos sabemos cuan difícil es para ella.
-Y está tan capacitada para la vida -dijo Owen, con rebeldía-. Su belleza es el menor de sus dones, y eso que es la mujer más hermosa que he visto jamás. ¡Y su risa! He pasado todo el verano intentando buscar esa risa, sólo por el placer de oírla. Y sus ojos, tan profundos y azules como ese golfo. Nunca vi un azul igual, ¡y el dorado de sus cabellos!
¿Alguna vez le vio el pelo suelto, señora Blythe?
-No.
-Yo sí, una vez. Había ido al faro para salir a pescar con el capitán Jim pero el mar estaba demasiado picado, de modo que regresé. Ella había aprovechado lo que creía que sería una tarde solitaria para lavarse el cabello, y estaba sentada en la galería, secándoselo al sol. Le caía hasta los tobillos, como una fuente de oro viviente. Cuando me vio, entró en la casa deprisa y el viento le arremolinó el cabello alrededor: Dánae en su nube. Entonces tuve la certeza de que la amaba y me di cuenta de que la había amado desde el momento en que la vi por primera vez, en pie contra la oscuridad en aquel destello de luz. Y tiene que seguir viviendo aquí,
cuidando y tranquilizando a Dick, economizando y ahorrando para sobrevivir, nada más, mientras yo paso mi vida soñando vanamente con ella y sin poder, por ese mismo hecho, darle la pequeña ayuda que podría darle un amigo. Anoche estuve paseando por la costa casi hasta el amanecer y reflexioné sobre todo esto una y otra vez. Sin embargo, a pesar de todo, no está en mi corazón arrepentirme de haber venido a Cuatro Vientos. Me parece, por malas que sean las cosas, que habría sido aún peor no haber conocido a Leslie. Es un dolor ardiente y arrebatador amarla y dejarla, pero no haberla amado es inconcebible. Supongo que todo esto parecerá una locura, todas estas emociones terribles siempre suenan absurdas cuando las ponemos en nuestras pobres palabras. No son para ser verbalizadas: sólo sentidas y soportadas. No tendría que haber dicho nada, pero me ha ayudado... un poco. Al menos, me ha dado fuerzas para irme
respetablemente mañana, sin hacer una escena. ¿Me escribirá de vez en cuando, verdad, señora Blythe, para darme noticias de ella?
-Sí -dijo Ana-. Ah, lamento tanto que se vaya, lo echaremos mucho de menos; ¡hemos sido tan buenos amigos! Si no fuera por esto, podría regresar otros veranos. Tal vez, incluso así, de vez en cuando, cuando haya olvidado, quizá...
-Jamás la olvidaré y jamás regresaré a Cuatro Vientos -dijo Owen, terminante.
El silencio y el crepúsculo cayeron sobre el jardín. A lo lejos el mar, suave y monótono, lamía el banco de arena. El viento del anochecer entre los álamos sonaba como una triste, extraña y antigua melodía, un sueño quebrado de viejos recuerdos. Un esbelto y bien formado álamo
joven se levantaba ante ellos contra los delicados tonos amarillo, esmeralda y rosa pálido del cielo de poniente, que delineaba cada hoja y cada ramita en una oscura, trémula y mágica belleza.
-¿No es hermoso? -dijo Owen, señalándolo con el aire de un hombre que da por terminada una conversación.
-Tan hermoso, que duele -dijo Ana con suavidad-. Las cosas perfectas como ésa siempre me han dolido. Recuerdo que cuando era pequeña, lo llamaba «el dolor raro». ¿Cuál es la razón de que la perfección parezca inseparable de un dolor así? ¿Es el dolor de lo concluido, cuando nos damos cuenta de que no puede haber nada mejor y que lo único posible es un retroceso?
-Tal vez -dijo Owen, soñador- sea el infinito prisionero en nosotros, que llama al otro infinito expresado en esa perfección visible.
-Me da la impresión de que ha pescado un resfriado. Frótese la nariz con un poco de sebo
antes de acostarse -dijo la señorita Cornelia, que había entrado por el portoncito a tiempo para escuchar el último comentario de Owen. A la señorita Cornelia le gustaba Owen, pero para ella era cuestión de principios recibir con un comentario despectivo cualquier chachara pomposa de un hombre. La señorita Cornelia personificó la comedia que siempre espía desde la esquina la tragedia de la vida. Ana, cuyos nervios ya estaban bastante tensos, empezó a reír histéricamente y Owen sonrió. Por cierto, el sentimiento y la pasión tenían por costumbre desvanecerse en el aire en presencia de la señorita Cornelia. Y sin embargo, para Ana nada parecía tan sin esperanza, tan oscuro y tan doloroso como lo dicho unos momentos antes. El sueño no visitó sus ojos aquella noche.

Ana y la casa de sus sueñosWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu