20. La perdida Margaret

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Ana descubrió que podía seguir viviendo; llegó un día en que incluso volvió a sonreír con uno de los discursos de la señorita Cornelia. Pero había en su sonrisa algo que no había antes y que ahora jamás estaría ausente. El primer día que se le permitió salir a dar un paseo, Gilbert la llevó a la Punta de Cuatro
Vientos y la dejó allí mientras él cruzaba el canal para ir a ver a un paciente en el pueblo de pescadores. Un viento juguetón danzaba sobre el puerto y las dunas, levantando el agua en remolinos blancos y lavando la costa con largas filas de olas plateadas.
-Estoy muy orgulloso de volver a verla otra vez aquí, señora Blythe -dijo el capitán Jim-. Siéntese, siéntese. Temo que hay un poco de polvo aquí hoy, pero no es necesario mirar el polvo cuando uno puede mirar semejante paisaje, ¿no?
-No me importa el polvo -dijo Ana-, pero Gilbert dice que tengo que tomar el aire. Creo que iré a sentarme en las rocas, ahí abajo.
-¿Quiere compañía o prefiere estar sola?
-Si por compañía se refiere a la suya, la prefiero a estar sola -dijo Ana, sonriendo. Luego suspiró. Nunca antes le había importado estar sola. Ahora lo temía. Últimamente, cuando estaba sola, se sentía terriblemente sola.
-Éste es un lugar muy bonito donde no le va a dar el viento -dijo el capitán Jim cuando llegaron a las rocas-. Yo siempre me siento aquí. Es un buen lugar para sentarse a soñar.
-Ah... los sueños -suspiró Ana-. Yo no puedo soñar ahora, capitán Jim, he terminado con los sueños. -Oh, no, claro que no, señora Blythe, claro que no -dijo el capitán Jim, pensativo-. Yo sé cómo se siente en estos momentos, pero si sigue viviendo, volverá a sentir alegría y cuando menos lo espere, estará soñando otra vez, ¡y doy gracias a Dios por ello! De no ser por nuestros sueños, sería mejor que nos enterraran de una vez. ¿Cómo soportaríamos la vida, si no fuera por nuestros sueños de inmortalidad? Y ése es un sueño que tiene que convertirse en realidad,
señora Blythe. Usted verá a su pequeña Joyce algún día.
-Pero no será mi niña -dijo Ana, con voz trémula-. Ah, podrá ser, como dice
Longfellow, «una hermosa doncella investida de la gracia celestial», pero será una extraña para mí.
-Dios hará algo mejor que eso, créame -dijo el capitán Jim. Ambos guardaron silencio por
un momento. Luego el capitán Jim dijo, muy suavemente: -Señora Blythe, ¿puedo hablarle de la perdida Margaret?
-Por supuesto -dijo Ana, con gentileza. No sabía quién era «la perdida Margaret», pero imaginó que escucharía la historia del romance vivido por el capitán Jim.
-Muchas veces he querido hablarle de ella -continuó el capitán Jim-. ¿Sabe por qué, señora Blythe? Porque quiero que alguien la recuerde y piense en ella a veces, cuando yo me haya ido. No puedo soportar la idea de que todos los seres vivientes olviden su nombre. Y ahora nadie recuerda a Margaret, salvo yo. Entonces, el capitán Jim contó la historia, una historia vieja, olvidada, pues habían pasado
más de cincuenta años desde que Margaret se había quedado dormida un día en el bote de su padre y el bote se fue a la deriva, o eso se supuso, pues nunca se supo nada con certeza sobre su muerte, fuera del canal, más allá del banco, en la negra borrasca que sobrevino de improviso aquella tarde de verano de hacía tanto tiempo. Pero para el capitán Jim, aquellos cincuenta años no eran más que el día de ayer.
-Caminé por la costa durante meses después de aquello -dijo con tristeza-. Buscando su querido y dulce cuerpecito, pero el mar nunca me la devolvió. Aunque la encontraré algún día, señora Blythe, la encontraré algún día. Me está esperando. Ojalá pudiera decirle cómo era, pero no puedo. He visto una delicada niebla de plata suspendida sobre el banco al atardecer, que me ha parecido ella... y en otras ocasiones, he visto un abedulblanco en los bosques, que me ha hecho pensar en ella. Tenía los cabellos castaños claros y una carita blanca y muy dulce, y los dedos largos y delgados, como los suyos, señora Blythe, sólo que más oscuros, porque era una muchacha de la costa. A veces me despierto por las noches y oigo al mar que me llama como antes, y me parece que la perdida Margaret llama con él. Y cuando hay tormenta y las olas sollozan y gimen, la oigo lamentarse entre ellas. Y cuando ríen en un día alegre, es su risa, la dulce, traviesa y graciosa risa de la perdida Margaret. El mar me la quitó, pero algún día la encontraré, señora Blythe. No puede mantenernos separados para siempre.
-Me alegro de que me haya hablado de ella -dijo Ana-. A menudo me he
preguntado por qué usted había vivido solo toda su vida.
-Nunca pudo importarme nadie más. Margaret se llevó mi corazón -dijo el viejo amante, que había sido fiel durante cincuenta años a su novia ahogada-. ¿No le importa si hablo mucho de ella, señora Blythe? Para mí es un placer, porque toda la pena se fue de su recuerdo hace años y dejó sólo la bendición. Sé que usted nunca la olvidará, señora Blythe. Y si los años, como espero, le traen otros pequeños a su casa, quiero que me prometa que les contará la historia de la perdida Margaret, para que su nombre no sea olvidado por la humanidad.

Ana y la casa de sus sueñosOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz