12. Leslie viene

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Leslie fue a la casa de los sueños una fría noche de octubre, cuando, iluminadas por la
luna, había nieblas colgadas sobre el puerto y ensortijadas como cintas plateadas a lo largo de los valles que dan al mar. Pareció arrepentirse de haber ido cuando Gilbert le abrió la puerta, pero Ana llegó corriendo, se apoderó de ella y la hizo pasar.
-Me alegro tanto de que hayas elegido esta noche para visitarnos -dijo, animada-. He
preparado una gran cantidad de chocolate y necesitamos a alguien que nos ayude a comerlo, junto al fuego, mientras contamos historias. Tal vez venga el capitán Jim. Ésta es su noche.
-No, el capitán Jim está en casa -dijo Leslie-. Él... él me hizo venir -agregó, casi desafiante.
-Le daré las gracias cuando lo vea -dijo Ana y acercó unas sillas al fuego. -Oh, no quise decir que no quisiera venir -protestó Leslie, ruborizándose-. Yo... había pensado en venir pero no siempre me es fácil salir.
-Me imagino que ha de ser difícil dejar al señor Moore -dijo Ana como de pasada. Había decidido que sería mejor nombrar a Dick Moore de vez en cuando, como un
hecho aceptado, y no darle excesiva morbosidad al asunto, evitándolo. Tenía razón, pues el aire de reserva de Leslie súbitamente desapareció. Era evidente que había estado preguntándose qué sabría Ana de las condiciones de su vida y se sintió aliviada al constatar que no sería necesario dar ninguna explicación. Permitió que se llevaran su sombrero y su chaqueta y se sentó, acurrucada como una niña, en el gran sillón que había junto a Magog. Estaba vestida cuidadosa y primorosamente, con el usual toque de color: un geranio escarlata sobre el blanco cuello. Sus hermosos cabellos brillaban como oro derretido a la cálida luz del hogar. Sus ojos azul mar rebosaban de una suave risa y fascinación. Por el momento, bajo la influencia de la casita de los sueños, era otra vez una niña, una niña que había olvidado el pasado y sus amarguras. La atmósfera de los muchos amores que habían santificado la casita estaba alrededor; la compañía de dos jóvenes de su edad, felices y sanos, la circundaba; ella lo sintió y se rindió a la magia del entorno. La señorita Cornelia y el capitán Jim casi no la habrían reconocido; a Ana le resultaba difícil creer que aquella muchacha vivaz que hablaba y escuchaba con el alma sedienta, era la mujer fría e indiferente que había conocido en la costa. ¡Y con cuánta sed recorrieron los ojos de Leslie los libros que había en las repisas entre las ventanas!
-Nuestra biblioteca no es muy nutrida -dijo Ana-, pero cada libro que tenemos es un amigo. Hemos ido eligiendo nuestros libros a través de los años, aquí y allá, y nunca compramos uno sin haberlo leído y saber que pertenece a la raza de José. Leslie rió, con una hermosa carcajada que hacía juego con la alegría que había resonado en
la casita en los años pasados.
-Yo tengo algunos libros de papá, no muchos -dijo-. Los he leído tantas veces, que casi me los sé de memoria. No consigo muchos libros. Hay una biblioteca circulante en la tienda de Glen, pero no creo que el comité que elige los libros al señor Parker sepa cuáles pertenecen a la raza de José, o tal vez no les importe. Era tan poco frecuente conseguir uno que realmente me gustara, que dejé de pedirlos.
-Espero que consideres nuestra biblioteca como tuya -dijo Ana-. De todo corazón, puedes llevarte prestado el libro que quieras.
-Me estáis poniendo ante los ojos una fiesta de cosas hermosas -dijo Leslie, contenta.
En seguida, el reloj dio las diez y ella se puso de pie, sin muchas ganas-. Debo irme. No me di cuenta de que era tan tarde. El capitán Jim siempre dice que no lleva mucho tiempo quedarse una hora. Y yo me he quedado dos... Ah, pero cómo las he disfrutado -agregó, con franqueza.
-Ven a menudo -le dijeron Ana y Gilbert. Se habían puesto en pie y estaban uno junto al otro iluminados por la luz del hogar. Leslie los miró: jóvenes, esperanzados, felices, como un ejemplo de todo lo que ella no había tenido ni tendría nunca. La luz desapareció de su cara y de sus ojos; la niña desapareció y fue la mujer triste y defraudada la que respondió a la invitación casi con frialdad y se retiró a toda prisa. Ana la observó desaparecer en la noche fría y nublada. Luego se volvió despacio hacia el resplandor de su radiante hogar.
-¿No es encantadora, Gilbert? Sus cabellos me fascinan. La señorita Cornelia dice que le llegan hasta los tobillos. Ruby Gi-llis tiene un cabello precioso, pero el de Leslie está vivo, cada hebra es oro vivo.
-Es muy hermosa -dijo Gilbert, con tanto énfasis, que Ana casi deseó que no se hubiera entusiasmado tanto.
-Gilbert, ¿te gustaría más mi pelo, si fuera como el de Leslie? -preguntó, inquieta.
-Por nada del mundo quisiera que tuvieras el cabello de ningún otro color -dijo Gilbert, con una o dos convincentes caricias-. No serías mi Ana, si tuvieras cabellos dorados o de cualquier otro color que no sea...
-Rojo -dijo Ana, con sombría satisfacción.
-Sí, rojo, para darle calidez a esa piel blanca y a esos brillantes ojos verde grisáceos que tienes, Ana, mi reina Ana, reina de mi corazón, de mi vida y de mi hogar.
-Entonces, puedes admirar a Leslie todo lo que quieras -dijo Ana, magnánima.

Ana y la casa de sus sueñosWhere stories live. Discover now