8. La señorita Cornelia Bryant viene de visita

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Aquel septiembre fue un mes de nieblas doradas y brumas purpúreas en el Puerto de Cuatro Vientos, un mes de días llenos de sol y noches que se sumergían en la luz de la luna o palpitaban con las estrellas. Ninguna tormenta lo hirió ni sopló ningún viento áspero. Ana y Gilbert pusieron su nido en orden, deambularon por las costas, navegaron en el puerto, recorrieron Cuatro Vientos, Glen, el campo de heléchos y solitarios caminos que rodeaban el puerto; en suma, tuvieron una luna de miel que cualquier pareja de enamorados en el mundo les habría envidiado.
-Si la vida se detuviera ahora mismo, habría valido la pena vivirla aunque sólo fuera por estas cuatro semanas, ¿no?- dijo Ana-. No creo que volvamos a vivir jamás cuatro semanas tan perfectas, pero ya las hemos vivido. Todo (el viento, el clima, la gente, la casa de los sueños) ha contribuido para hacer deliciosa nuestra luna de miel. No ha habido ni un día lluvioso desde que llegamos.
-Y no hemos peleado ni una vez -bromeó Gilbert. -Bueno, «ése será un placer mayor por haber tardado» -citó Ana-. Me alegro de que hayamos decidido pasar la luna de miel aquí. Nuestros recuerdos estarán siempre aquí, en nuestra casa de los sueños, en lugar de estar dispersos por lugares extraños. Había en la atmósfera de su nuevo hogar un cierto dejo de romance y aventura que Ana nunca había hallado en Avonlea. En Avonlea, aunque ella había vivido teniendo el mar a la vista, éste no había entrado íntimamente en su vida. En Cuatro Vientos la rodeaba y la llamaba constantemente. Desde cada ventana de su nueva casa, veía algún aspecto diferente de él. Tenía siempre en los oídos su persistente murmullo. Había barcos que llegaban al puerto todos los días, o volvían a irse a través del crepúsculo, rumbo a puertos que podían estar al otro lado del planeta. Todas las mañanas, los barcos pesqueros salían con sus blancas velas por el canal y volvían cargados al atardecer. Marineros y pescadores recorrían, con el corazón ligero y contento, las rojas y serpenteantes calles del puerto. Había siempre cierta sensación de que iban a suceder cosas, aventuras y viajes. El estilo de Cuatro Vientos era menos sobrio y menos rígido que el de Avonlea; los vientos del cambio soplaban sobre él; el mar llamaba a los moradores de la costa, e incluso aquellos que no respondían a la llamada sentían igualmente la emoción, la inquietud y el misterio.
-Ahora entiendo por qué algunos hombres no pueden evitar embarcarse -dijo Ana-.
Ese deseo que nos viene a todos en algún momento, «navegar más allá de los confines del ocaso», ha de ser muy fuerte cuando nace en alguien. No me extraña que el capitán Jim se dejara llevar por él. Nunca veo salir un barco del canal o volar una gaviota por encima del banco de arena sin desear estar a bordo del barco o tener alas, no como una paloma, «para irme volando y descansar», sino como una gaviota, para meterme en el corazón mismo de una tormenta.
-Te quedarás aquí conmigo, pequeña -dijo Gilbert, con pereza-. No voy a permitir que te vayas volando y te metas en el corazón de las tormentas. Estaban sentados en el escalón de piedra arenisca roja en la puerta de la casa, a última hora de la tarde. Había una gran serenidad en todas partes, en la tierra, en el mar y en el cielo. Varias gaviotas plateadas volaban por encima de ellos. El horizonte estaba adornado con largas estelas de frágiles nubes rosadas. En el aire quieto se entretejía el susurrante estribillo de vientos y olas. Pálidas margaritas se agitaban en los campos agostados y en sombras que se extendían entre ellos y el puerto.
-Supongo que los médicos que tienen que estar en vela noches enteras atendiendo a sus enfermos no se sienten muy atraídos por la aventura -dijo Ana, indulgente-. Si hubieras dormido bien anoche, Gilbert, estarías tan dispuesto como yo para hacer volar la imaginación.
-Hice un buen trabajo anoche, Ana -dijo Gilbert en voz baja-. Gracias a Dios, salvé una vida. Es la primera vez que de verdad puedo decir eso. En otros casos, he ayudado. Pero, Ana, si no me hubiera quedado en casa de los Allonby anoche y no hubiera luchado mano a mano con la muerte, esa mujer habría fallecido antes de la mañana. Probé un experimento que, por cierto, nunca había sido intentado en Cuatro Vientos. Dudo de que haya sido intentado en ningún lugar fuera de un hospital. Era una novedad en el hospital de Kingston el invierno pasado. No me habría atrevido a probarlo aquí de no ser porque tenía la certeza absoluta de que no había ninguna otra posibilidad. Me arriesgué y tuve éxito. Como resultado, una buena esposa y madre ha sido salvada para vivir muchos años de felicidad y servicio. Mientras volvía a casa esta mañana, el sol salía por detrás del puerto y di gracias a Dios por haberme permitido elegir esta profesión. Había luchado una buena pelea y la había ganado, piénsalo, Ana, la había ganado, contra la Gran Destructora. Es lo que soñé realizar hace mucho tiempo, cuando hablábamos de lo que queríamos hacer en la vida. Aquel sueño mío se ha hecho realidad esta mañana.
-¿Es ése el único de tus sueños que se ha hecho realidad? -preguntó Ana, que sabía perfectamente bien cuál sería su respuesta pero quería volver a oírla.
-Tú, mi pequeña -dijo Gilbert, sonriéndole a los ojos. En aquel momento eran dos personas totalmente felices, sentados en el umbral de una casita blanca en la costa del Puerto de Cuatro Vientos. Al fin Gilbert dijo, cambiando de tono:
-Lo que estoy viendo, ¿es un barco con las velas desplegadas que avanza hacia nosotros? Ana miró y se puso en pie de un salto.
-Tiene que ser la señorita Cornelia Bryant o quizá la señora Moore, que viene de visita - dijo.
-Me voy al consultorio y, si es la señorita Cornelia, te advierto que pienso escuchar a escondidas -dijo Gilbert-. Por lo que he oído de la señorita Cornelia, su conversación es cualquier cosa menos aburrida.
-Tal vez sea la señora Moore.
-No creo que la señora Moore tenga ese volumen. La vi trabajando en el jardín el otro día y, aunque estaba demasiado lejos para verla con claridad, me pareció más bien delgada. No parece muy inclinada a entablar relaciones, ya que, a pesar de ser tu vecina más cercana, todavía no ha venido a visitarte.
-No puede ser como la señora Lynde, después de todo, o la curiosidad la habría traído - dijo Ana-. Creo que esta visitante es la señorita Cornelia.
Y la señorita Cornelia era. Lo que es más, la señorita Cornelia no había venido a hacer una breve visita a los recién casados, como enseñaban las buenas costumbres. Traía su labor bajo el brazo; era un paquete considerable; cuando Ana la invitó a sentarse, se quitó el gran sombrero que la protegía del sol y que, a pesar de las irreverentes brisas de septiembre, llevaba sujeto con una tirante banda elástica. ¡Nada de alfileres de sombrero para la señorita Cornelia, por favor! Las bandas elásticas le habían dado resultado a su madre y, por lo tanto, eran suficientes para ella. Tenía un rostro fresco, redondo, en tonos de rosado y blanco, y vivaces ojos castaños. No tenía en absoluto el aspecto tradicional de una solterona y había algo en su expresión que se ganó de inmediato la simpatía de Ana. Con su instintiva rapidez para discernir quién era un alma gemela, supo que simpatizaría con la señorita Cornelia, a pesar de inciertas rarezas de opinión y de ciertas rarezas de atuendo. Nadie que no fuera la señorita Cornelia habría ido a hacer una visita vestida con un delantal a rayas azules y blancas y un mantón de una tela color chocolate con un diseño de enormes rosas rosadas diseminadas aquí y allá. Y nadie que no fuera la señorita Cornelia habría lucido digna y adecuadamente vestida con semejante atuendo. De haber ido a un palacio a visitar a una princesa recién desposada, la señorita Cornelia habría parecido igualmente digna e igualmente dueña de la situación. Habría arrastrado su mantón salpicado de rosas por los suelos de mármol con la misma indiferencia y habría procedido con la misma calma a desengañar a la princesa haciéndole ver que la posesión de un mero hombre, ya fuera príncipe o campesino, no era algo de lo cual alardear.
-He traído mi labor, mi querida señora Blythe -comentó, desenvolviendo una delicada tela-. Tengo prisa por terminar esto, y no puedo perder ni un momento. Ana miró algo sorprendida la prenda blanca extendida sobre el amplio regazo de la señorita Cornelia. Era, sin duda, un vestido de bebé, hermoso, con diminutos volantes y alforzas. La señorita Cornelia se acomodó los anteojos y se puso a bordar con primorosas puntadas.
-Es para la señora de Fred Proctor, de Glen -anunció-. Está esperando su octavo hijo en cualquier momento y no tiene nada hecho. Los otros siete gastaron todo lo que hizo para el primero, y no ha tenido tiempo, fuerza ni ánimo para hacer nada más. Esa mujer es una mártir, señora Blythe, créame. Cuando se casó con Fred Proctor yo sabía qué resultaría de ese matrimonio. Él era uno de esos hombres viles y fascinantes. Después de la boda, dejó de ser fascinante y se limitó a seguir siendo vil. Bebe y no se ocupa de su familia. ¿No es típico de un hombre? Si no fuera por la ayuda de los vecinos, no sé cómo podría la señora de Proctor vestir a sus hijos decentemente. Según le dijeron después a Ana, la señorita Cornelia era la única vecina que se tomaba algún trabajo por la vestimenta decente de los jóvenes Proctor.
-Cuando me enteré de que vendría este octavo hijo, decidí hacerle algunas cosas - prosiguió la señorita Cornelia-. Esto es lo último y quiero terminarlo hoy.
-Es muy bonito -dijo Ana-. Traeré mi costurero y tendremos una pequeña reunión de costura entre las dos. Usted hace maravillas con la aguja, señorita Bryant.
-Sí, soy la mejor por estos lares -dijo la señorita Bryant como de pasada-. ¡Y no es para menos! ¡Señor, he cosido más que si hubiera tenido cien hijos propios, créame! Supongo que soy una tonta, bordando a mano una prenda para un octavo hijo.
Pero, Señor, querida señora Blythe, la criatura no tiene la culpa de ser el octavo hijo y yo quería que tuviera un traje realmente bonito, como si fuera de verdad un hijo deseado. Nadie lo desea, pobrecito, por eso hice un esfuerzo extra en sus cositas.
-Cualquier niño estaría orgulloso de ese vestido -dijo Ana, sintiendo con más fuerza aún que simpatizaría con la señorita Cornelia.
-Supongo que habrá pensado que no iba a venir nunca a visitarla -continuó la señorita Cornelia-. Pero es época de cosecha, sabe, y he estado ocupada, con tantos peones alrededor, comiendo más de lo que trabajan, como es típico en los hombres. Habría venido ayer, pero fui al funeral de la señora de Roderick MacAllister. Al principio pensé que, con el dolor tan fuerte de cabeza que tenía, no me iba a divertir nada. Pero ella tenía cien años y yo siempre me había prometido que iría a su funeral.
-¿Fue una buena ceremonia? -preguntó Ana, que notó que la puerta del consultorio estaba entreabierta.
-¿Cómo? Ah, sí, fue un funeral espléndido. Ella estaba muy relacionada. Había más de ciento veinte carruajes en la procesión. Pasaron una o dos cosas graciosas. Pensé que me moría cuando vi al viejo Joe Bradshaw, que es un infiel y jamás hace sombra ante la puerta de una iglesia, cantando A salvo en los brazos de Jesús con tanto fervor. Le encanta cantar, por eso jamás se pierde un funeral. La pobre señora de Bradshaw no parecía tener muchas ganas de cantar, está agotada de trabajar. El viejo Joe decide de vez en cuando hacerle un regalo y le lleva alguna nueva máquina para el campo. ¿No es típico de un hombre? ¿Pero qué se puede esperar de un hombre que jamás va a la iglesia, ni siquiera a una metodista? Di gracias al cielo cuando los vi en la iglesia presbiteriana el primer domingo. Para mí, nada de médicos que no sean presbiterianos.
-El domingo pasado fuimos a la iglesia metodista -dijo Ana, traviesa.
-Ah, supongo que el doctor Blythe tiene que ir a la iglesia metodista de vez en cuando, pues de lo contrario no tendrá clientela entre los metodistas.
-Nos gustó mucho el sermón -declaró Ana, con valentía-. Y la oración del ministro metodista me pareció una de las más hermosas que he oído.
-Ah, no me cabe duda de que sabe orar. Jamás oí a nadie decir oraciones más hermosas que al viejo Simón Bentley, que estaba siempre borracho, o deseando estarlo, y cuanto más borracho estaba, mejor oraba.
-El ministro metodista es muy buen mozo -dijo Ana, pensando en la puerta entreabierta.
-Sí, es un buen adorno -convino la señorita Cornelia-. Ah, y muy refinado. Piensa
que cada muchacha que lo mira se enamora de él. Si usted y el joven doctor quieren aceptar un consejo, no tengan mucho que ver con los metodistas. Mi lema es: «Si uno es presbiteriano, sea presbiteriano».
-¿No cree que los metodistas van al cielo, al igual que los presbiterianos? -preguntó Ana, seria.
-Eso no debemos decidirlo nosotros. Está en manos de Alguien más elevado que nosotros - dijo la señorita Cornelia, solemne-. Pero yo no voy a relacionarme con ellos en la Tierra, sea lo que fuere lo que tenga que hacer en el cielo. Este ministro metodista no está casado. El último que tenían sí lo estaba, y su esposa era la mujer más tonta y frivola que he visto en mi vida. Una vez le dije al marido que tendría que haber esperado a que ella madurara antes de desposarla. Me dijo que quería educarla él. ¿No es típico de los hombres?
-Es bastante difícil decidir cuándo una persona es realmente madura -dijo Ana, riendo.
-Eso es muy cierto, querida. Algunos son maduros al nacer, y otros no son maduros ni a los ochenta años, créame. La señora de Roderick de la que le hablaba, jamás maduró. Era tan tonta a los cien como a los diez.
-Tal vez por eso vivió tanto -sugirió Ana.
-Tal vez. Yo preferiría vivir cincuenta años de sensatez y no cien de tonta.
-Pero piense en lo aburrido que seria el mundo si todos fuéramos sensatos -observó Ana. La señorita Cornelia desdeñó iniciar una conversación superficial.
-La señora de Roderick era una Milgrave, y los Milgrave jamás tuvieron mucha cabeza. Su sobrino, Ebenezer Milgrave, estuvo varios años loco. Creía que estaba muerto y se peleaba con su esposa porque no lo enterraba. Yo lo hubiera hecho. La señorita Cornelia parecía tan decidida, que Ana podía imaginársela con una pala en la
mano.
-¿No conoce a ningún buen esposo, señorita Bryant?
-Ah, sí, muchísimos. Están por allá -dijo la señorita Cornelia, señalando por la ventana abierta hacia el pequeño cementerio de la iglesia, al otro lado del puerto.
-Pero vivos, de carne y hueso... -insistió Ana.
-Ah, hay unos pocos sólo para probar que para Dios todo es posible -admitió la señorita Cornelia de mal grado-. No niego que muy de vez en cuando aparece algún hombre que, si se lo coge cuando es joven y se lo enseña bien, y si la madre le ha dado alguna buena paliza, pueda resultar más o menos decente. Su esposo, por ejemplo, por lo que he oído, no es tan malo, para lo que son los hombres. Supongo -agregó la señorita Cornelia dirigiéndole a Ana una mirada aguda por encima de los anteojos- que para usted no hay nadie como él en el mundo entero.
-No lo hay -se apresuró a responder Ana.
-Ah, bien, una vez oí a otra recién casada decir lo mismo -dijo la señorita Cornelia con un suspiro-. Jeannie Dean pensaba, cuando se casó, que no había nadie en el mundo como su marido. Y tenía razón: ¡no lo había! Afortunadamente, créame. Le dio una vida espantosa y, mientras Jeannie agonizaba, ya estaba cortejando a la que luego fue su segunda esposa. ¿No es típico de los hombres? Sin embargo, espero que su confianza esté mejor justificada, querida. El joven doctor se las está arreglando muy bien. Yo tenía miedo de que al principio no fuera así, porque la gente de por aquí siempre ha creído que el doctor Dave era el único médico en el mundo. El doctor Dave no tenía demasiado tacto, le aseguro, siempre hablaba de la soga en la casa del ahorcado. Pero la gente se olvida de los sentimientos heridos cuando les duele el estómago. Si hubiera sido ministro en lugar de médico, jamás lo habrían perdonado. El dolor del alma no preocupa tanto a la gente como el dolor de estómago. Dado que somos las dos presbiterianas y que no hay metodistas cerca, ¿quisiera darme su sincera opinión de nuestro ministro?
-Bueno, en realidad, yo...
-vaciló Ana. La señorita Cornelia asintió.
-Exactamente. Estoy de acuerdo con usted, querida. Cometimos un error cuando lo
llamamos. Tiene una cara que parece una de esas piedras largas y angostas del cementerio, ¿no? Tendrían que escribirle «A la sagrada memoria» en la frente. Nunca olvidaré el primer sermón que pronunció. Fue sobre el tema de que todos deben hacer aquello para lo que son más aptos, un tema muy bueno, por supuesto, ¡pero los ejemplos que usó! Dijo: «Si usted tiene una vaca y un manzano, y ata el manzano en el establo y planta la vaca en el huerto, con las patas hacia ; arriba, ¿cuánta leche le dará el manzano y cuántas manzanas sacará
de la vaca?». ¿Alguna vez oyó algo parecido en su vida, querida? Yo agradecí tanto que no hubiera ningún metodista cerca ese día... jamás habrían dejado de abuchearnos. Pero lo que más me desagrada de él es esa costumbre de estar de acuerdo con todo el mundo, se diga lo que se diga. Si uno le dijera: «Usted es un sinvergüenza», él diría, con su suave sonrisa:
«Sí, así es». Un ministro tendría que tener más firmeza. En resumidas cuentas, yo lo considero un soberano tonto. Pero esto, por supuesto, es entre usted y yo. Cuando hay metodistas cerca, lo pongo por las nubes. Algunos dicen que la esposa se viste con colores demasiado vivos, pero yo digo que cuando una mujer tiene que vivir con una cara como ésa necesita algo que le levante el ánimo. Nunca me oirá hablar mal de una mujer por su forma de vestir. Doy las gracias cuando un esposo no es tan mezquino y miserable como para no entrometerse en ello. No es que a mí me interese mucho la ropa. Las mujeres se visten para gustar a los hombres, y yo jamás me rebajaría a eso. He tenido una vida realmente plácida y confortable, querida, y eso es precisamente porque jamás me ha importado un bledo lo que pensaran los hombres.
-¿Por qué odia tanto a los hombres, señorita Bryant?
-Señor, no los odio, querida. No valen tanto. Sólo los desprecio. Creo que me caerá bien su esposo, si sigue como empezó. Pero, aparte de él, los únicos hombres en el mundo a quienes puedo considerar son el viejo doctor y el capitán Jim.
-El capitán Jim es maravilloso -dijo Ana, con simpatía.
-El capitán Jim es un buen hombre, pero es irritante en un sentido. Es imposible hacerlo enfadar. Lo he intentado durante veinte años y él continúa con su placidez. Me pone furiosa. Y supongo que a la mujer con la que tendría que haberse casado le tocó un hombre que tiene rabietas dos veces al día.
-¿Quién era ella?
-Ah, no sé, querida. No recuerdo que el capitán Jim haya festejado con nadie. Lo recuerdo
siempre viejo. Tiene setenta y seis años, ¿sabe? Nunca oí ninguna razón por la que se haya quedado soltero, pero debe de haber alguna, créame. Navegó toda la vida hasta hace cinco años y no hay rincón del planeta en donde no haya metido la nariz. Él y Elizabeth Russell eran grandes amigos, toda su vida, pero nunca hubo nada más. Elizabeth nunca se casó, aunque tuvo muchas oportunidades. Era una gran belleza de joven. El año en que el Príncipe de Gales vino a la isla, ella estaba de visita en casa de un tío, en Charlottetown, que era funcionario del gobierno, así que la invitaron al baile de gala. Era la muchacha más guapa de la fiesta y el Príncipe bailó con ella, y todas las mujeres con las que no bailó estaban furiosas porque tenían una posición social más elevada que la suya y decían que él no tendría que haberlas pasado por alto. Elizabeth siempre estuvo muy orgullosa de aquel baile. La gente mala decía que no se había casado por eso, porque no podría soportar a un hombre común y corriente después de haber bailado con un príncipe. Pero no es verdad. Ella me contó la razón una vez: era porque tenía tan mal carácter, que temía no poder vivir en paz con ningún hombre. Tenía un carácter espantoso, solía ir arriba y comerse pedazos de su escritorio para calmarse. Pero yo le dije que ésa no era razón para no casarse, si deseaba hacerlo. No hay razón para que dejemos a los hombres el monopolio del mal carácter, ¿no le parece, querida señora Blythe?
-Yo tengo bastante carácter -dijo Ana con un suspiro.
-Está bien que lo tenga, querida. Así no correrá tanto peligro de que la pisoteen, ¡créame!
¡Caramba, qué flores está dando esa planta! Su jardín se ve muy bien. La pobre Elizabeth siempre lo cuidaba tanto...
-A mí me encanta -dijo Ana-. Me alegra de que esté tan lleno de flores vetustas. Hablando del jardín, necesitamos un hombre que acondicione el trozo de tierra que hay
detrás de los abetos para plantar fresas. Gilbert está tan ocupado que no tendrá tiempo en todo el otoño. ¿Conoce a alguien?
-Bien, Henry Hammond, de Glen, hace ese tipo de trabajos. Supongo que servirá. Siempre está mucho más atento a lo que le van a pagar que al trabajo, típico de los hombres, y es tan lento de entendederas que se queda quieto cinco minutos antes de darse cuenta de que ya ha terminado. Su padre le tiró un pedazo de madera cuando era chico. Bonito misil, ¿no? ¡Típico de los hombres ! Claro que el muchachito jamás se recuperó. Pero es el único que puedo recomendar. Me pintó la casa la primavera pasada. Ha quedado muy bien, ¿no le parece? A Ana la salvó el reloj, que dio las cinco.
-Señor, ¿tan tarde es? -exclamó la señorita Cornelia-. Cómo pasa el tiempo cuando una lo está pasando bien. Bueno, debo regresar a casa.
-¡De ninguna manera! Va a quedarse a tomar el té con nosotros -dijo Ana con
entusiasmo.
-¿Me está invitando porque piensa que debe hacerlo o porque de verdad quiere que me quede? -preguntó la señorita Cornelia.
-Porque de verdad quiero que se quede.
-Entonces me quedaré. Usted pertenece a la raza que conoce a José.
-Sé que vamos a ser amigas -dijo Ana, con la risa que sólo conocían sus amigos del alma.
-Sí, lo seremos, querida. Gracias al cielo, podemos elegir a los amigos. A los parientes hay que aceptarlos como son y dar gracias si no hay pájaros de cuenta entre ellos. No es que yo tenga muchos, nada más cercano que primos segundos. Soy una persona solitaria, señora Blythe. Había un dejo de melancolía en la voz de la señorita Cornelia.
-Me gustaría que me
llamara Ana -exclamó la joven en un impulso-. Me parece más hogareño. Todo el mundo, en Cuatro Vientos, sin contar a mi esposo, me llama señora Blythe y me hace sentir una extraña. ¿Sabe que su nombre es casi el nombre con el que yo soñaba cuando era niña? Odiaba «Ana» y me llamaba a mí misma «Cordelia» en mi imaginación.
-A mí me gusta Ana. Era el nombre de mi madre. En mi opinión, los nombres anticuados son los mejores y los más dulces. Si va a preparar el té, puede mandar al joven doctor a charlar conmigo. Ha estado recostado en el sofá en ese consultorio desde que llegué, muriéndose de risa con cada cosa que he dicho.
-¿Cómo lo sabe? -exclamó Ana, demasiado estupefacta ante esta demostración de sobrenatural premonición por parte de la señorita Cornelia como para aventurar ninguna amable negativa.
-Lo vi sentado a su lado cuando venía hacia aquí, y yo conozco los trucos de los hombres -replicó la señorita Cornelia-. Ya está, ya terminé el vestidito, querida, el octavo hijo puede venir cuando quiera.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora