7. La novia del maestro de escuela

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-¿Quién fue la primera esposa que vino a esta casa, capitán Jim? -preguntó Ana cuando se sentaron alrededor del hogar después de cenar.
-¿Es ella parte de la historia que oí que existe en relación con esta casa? -preguntó Gilbert-. Alguien me dijo que usted la conocía, capitán Jim.
-Bueno, sí, la conozco. Creo que soy la única persona en Cuatro Vientos que recuerda a la novia del maestro de escuela tal como era cuando llegó a la isla. Hace ya treinta años que murió, pero era una de esas mujeres que uno no puede olvidar jamás.
-Cuéntenos la historia -rogó Ana-. Quiero conocer la vida de todas las mujeres que han vivido en esta casa antes que yo.
-Bien, sólo hubo tres: Elizabeth Russell, la esposa de Ned Russell y la novia del maestro de escuela. Elizabeth Russell era una criatura encantadora, inteligente, y la señora Ned era también una mujer encantadora. Pero no igualaban a la novia del maestro de escuela. El maestro se llamaba John Selwyn. Vino de Gran Bretaña a enseñar en una escuela de Glen cuando yo era un muchacho de dieciséis años. No tenía mucho que ver con la usual caterva de malos maestros que solían venir a enseñar a la Isla Príncipe Eduardo en aquellos tiempos. La mayoría eran borrachos que les enseñaban a los niños a leer, escribir y hacer cuentas cuando estaban sobrios y les pegaban cuando no lo estaban. Pero Selwyn era un joven agradable y bien parecido. Se alojaba en la casa de mi padre, y él y yo éramos camaradas, aunque él era diez años mayor. Leíamos, caminábamos y hablábamos mucho. Creo que había leído toda la poesía que se ha escrito y me recitaba poemas mientras caminábamos por la costa durante los atardeceres. A papá le parecía una pérdida de tiempo, pero lo soportaba, pues esperaba que así yo me olvidara de mi idea de embarcarme. Bien, nada podía lograrlo; mi madre venía de una raza de gente de mar de modo que era algo innato en mí. Pero me encantaba escuchar a John leer y recitar. Hace casi sesenta años de eso y todavía podría repetir varios versos que aprendí de él. ¡Casi sesenta años! El capitán Jim guardó silencio por un instante, con la mirada en el resplandor del fuego, en busca de los tiempos idos. Luego, con un suspiro, retomó la historia.
-Recuerdo un atardecer de primavera, cuando nos encontramos en las dunas. Él parecía exaltado, como usted, doctor Blythe, cuando trajo a su esposa esta noche. Pensé en él nada más verle. Y me dijo que tenía una novia en su país y que vendría a reunirse con él. A mí no me hizo ninguna gracia, lo que demuestra que era un egoísta intratable; pensé que él no sería tan amigo mío cuando ella llegara. Pero tuve el decoro suficiente para no demostrárselo. Me habló de ella. Se llamaba Persis Leigh y habría venido con él de no haber sido por un tío anciano que tenía. Estaba enfermo y la había criado cuando los padres de Persis murieron, de modo que ella no quería dejarlo. Ahora el tío había muerto y ella vendría para casarse con John Selwyn. No era un viaje fácil para una mujer en aquellos días. Recuerden que no había buques de vapor.
»-¿Para cuándo la esperas? -, le pregunté.
»-Zarpa en el Royal William el 20 de junio, así
que estará aquí a mediados de julio. Tengo que encargar al carpintero Johnson que construya una casa para ella. La carta me ha llegado hoy. Antes de abrirla, ya sabía que me traía buenas noticias. La vi hace unas noches.»
»Yo no lo entendí y entonces me lo explicó, aunque seguí sin entenderle mucho. Me dijo que él tenía un don, o una maldición. Ésas fueron sus palabras, señora Blythe: un don o una maldición. No sabía cómo considerarlo. Me dijo que una tatarabuela suya también lo tenía y que la habían quemado por bruja. Me contó que de vez en cuando se sumía en extraños encantamientos, trances, creo que fue la palabra que utilizó él. ¿Existen esas cosas, doctor?
-Es cierto que hay personas que pueden caer en trance -respondió Gilbert-. Pero el tema pertenece más a la investigación psíquica que a la medicina. ¿Cómo eran los trances de John Selwyn?
-Como sueños -dijo el viejo doctor, escéptico.
-Me dijo que podía ver cosas en ellos -dijo el capitán Jim en voz baja-. Atención, yo digo lo que él me decía: cosas que estaban sucediendo, o cosas que iban a suceder. Dijo que a veces eran un consuelo para él y a veces un horror. Cuatro noches antes de esta conversación, había tenido uno; entró en trance mientras estaba sentado mirando el fuego. Y vio una vieja habitación que él conocía bien, en Inglaterra, y a Persis Leigh en ella, tendiéndole las manos alegre y feliz. Por eso supo que tendría buenas noticias de ella.
-Un sueño, un sueño -se burló el viejo doctor.
-Probable, probable -admitió el capitán Jim-. Eso es lo que yo le dije en aquel momento. Era muchísimo más cómodo creer eso. No me gustaba la idea de que viera cosas así, era muy misterioso.
» No. No lo soñé. Pero no volveremos a hablar de esto. Si piensas demasiado en eso dejarás de ser amigo mío", me dijo.
»Le dije que nada haría que fuera menos amigo suyo. Pero sacudió la cabeza y dijo:
» Muchacho, yo sé lo que te digo. No culpo a nadie. Hay momentos en que no me gusto a mí mismo. Un poder así tiene algo de divino, pero ¿quién puede decir si proviene de Dios o del diablo? Y nosotros, los mortales, rehuimos un contacto demasiado estrecho con Dios o con el diablo."
»Ésas fueron sus palabras. Las recuerdo como si hubiera sucedido ayer, aunque no sabía bien qué quería decir. ¿Qué piensa usted que quiso decir, doctor?
-Dudo de que él mismo supiera lo que quería decir -dijo el doctor Dave, irritado.
-Yo creo entender -susurró Ana. Escuchaba con los labios apretados y los ojos brillantes.
El capitán Jim esbozó una sonrisa de admiración antes de continuar con su historia.
-Bien, pronto todos los habitantes de Glen y Cuatro Vientos se enteraron de que venía la novia del maestro de escuela, y todos se alegraron porque lo querían mucho. Y todo el mundo se interesó en la nueva casa, esta casa. Él eligió este lugar para construirla porque desde aquí podía verse el puerto y oír el mar. Pero él no plantó los álamos de Lombardía. Fue la señora Ned Russell quien los plantó. Sin embargo, hay una hilera doble de rosales en el jardín plantada por las niñas que asistían a la escuela de Glen para la novia del maestro. Él decía que eran rosadas como sus mejillas, blancas como su frente y rojas como sus labios. Había recitado tanta poesía, que tenía la costumbre de hablar poéticamente, también. »Casi todo el mundo le envió algún pequeño obsequio para ayudar a amueblar la casa. Cuando los Russell se instalaron aquí, la amueblaron muy bien, como pueden ver, porque ellos tenían dinero, pero los primeros muebles que hubo eran muy sencillos. Esta casita rebosaba amor, eso sí. Las mujeres enviaron colchas, manteles y toallas, y un hombre le construyó una cómoda, otro una mesa y así sucesivamente. Hasta la tía Margaret Boyd, que era anciana y ciega, le tejió a la novia una cestilla con los juncos de dulce perfume que crecen en los médanos. La novia del maestro la usó durante años para guardar sus pañuelos.
»Bien, por fin todo estuvo listo, hasta los leños estaban dispuestos en el hogar, listos para ser encendidos. No era exactamente esta chimenea, aunque estaba en el mismo lugar. La señorita Elizabeth hizo construir ésta cuando remodeló la casa, hace más de quince años. Al principio tenía una chimenea grande, anticuada, donde se podía asar un buey. ¡Cuántas veces estuve sentado aquí, contando historias, como esta noche! Hubo otro silencio, mientras el capitán Jim mantenía una cita fugaz con fantasmas que Ana y Gilbert no podían ver, aquellos que habían estado sentados con él alrededor de ese hogar en años pasados, con la alegría brillando en ojos hacía ya tiempo cerrados para siempre bajo la tierra de algún cementerio o en las profundidades del mar. Aquí, en las noches de antaño, los niños habían dejado oír sus carcajadas. Aquí, en las noches de invierno, se habían reunido los amigos. Aquí habían soñado jóvenes galanes y doncellas. Para el capitán Jim la casita estaba habitada por formas que invitaban a recordar.
-La casa estuvo terminada a principios de julio. El maestro empezó a contar los días. Solíamos verlo caminar por la costa y nos decíamos unos a otros:
«Ella pronto estará con él». »Se la esperaba para mediados de julio, pero no llegó en esa fecha. Nadie se preocupó. A menudo, los buques se demoraban días e incluso semanas. El Roy al William se retrasó una semana, luego dos y luego tres. Hasta que comenzamos a asustarnos y la situación empeoró más y más. Llegó un momento en que no podía soportar mirar a John Selwyn a los ojos. ¿Sabe, señora Blythe? -El capitán Jim bajó la voz-. Pensaba que la mirada de esos ojos debía de ser igual a la de su tatarabuela cuando la quemaron viva. Él no hablaba mucho del tema, pero enseñaba en la escuela como si estuviera inmerso en un sueño, y luego se iba a la costa. Muchas noches caminó desde el crepúsculo hasta el amanecer. La gente decía que se estaba volviendo loco. Todos abandonaron la esperanza: el Royal William llevaba un retraso de ocho semanas. Era a mediados de septiembre y la novia del maestro no había llegado; todos pensábamos que jamás llegaría.
»Entonces hubo una gran tormenta que duró tres días; cuando terminó fui a la costa. Encontré al maestro allí, apoyado, con los brazos cruzados, sobre una gran roca, mirando hacia el mar.
»Le hablé pero no me respondió. Sus ojos parecían fijos en algo que yo no veía. Tenía la cara rígida, como la de un muerto.
»John, John -lo llamé, nada más que eso, como un niño asustado-. Despierta, despierta."
»La mirada extraña, espantosa, pareció desvanecerse de sus ojos. Volvió la cabeza y me
miró. Nunca he olvidado su rostro, nunca lo olvidaré hasta que zarpe en mi último viaje.
» Todo está bien, muchacho -me dijo-. He visto al Royal William venir por el East Point. Estará aquí al alba. Mañana por la noche estaré sentado con mi prometida junto a mi propio hogar.
-¿Piensan que lo vio, en realidad? -preguntó el capitán Jim abruptamente.
-Sólo Dios lo sabe -dijo Gilbert en voz queda-. Un gran amor y un gran dolor pueden alcanzar quién sabe qué maravillas.
-Yo estoy segura de que lo vio -dijo Ana, muy seria.
-Tonterías -dijo el doctor Dave, pero habló con menos convicción que de costumbre.
-Porque, ¿saben qué sucedió? -dijo el capitán Jim con mucha solemnidad-. El Royal
William llegó al Puerto de Cuatro Vientos al amanecer del día siguiente. No quedó ni un alma en Glen y en toda la costa que no fuera al viejo muelle a recibirlo. El maestro había estado allí esperando toda la noche. Cómo lo vitoreamos cuando entró en el canal... Al capitán Jim le brillaban los ojos. Miraba el Puerto de Cuatro Vientos de hacía sesenta años, con un viejo barco destartalado que navegaba a través del esplendor del amanecer.
-¿Y Persis Leigh estaba a bordo? -preguntó Ana.
-Sí, ella y la esposa del capitán. Habían tenido una travesía espantosa, tormenta tras tormenta, y se les terminaron las provisiones, también. Pero allí estaban por fin. Cuando Persis Leigh pisó el viejo muelle, John Selwyn la tomó en sus brazos, y entonces la gente dejó de vitorear y se puso a llorar. Yo también lloré, aunque pasaron años, eh, antes de que lo admitiera. ¿No es gracioso cómo se avergüenzan los muchachos de las lágrimas?
-¿Era guapa? -preguntó Ana.
-Bien, no sé si llamarla exactamente guapa... no lo sé -dijo el capitán Jim lentamente-. En realidad, uno nunca llegaba a preguntarse si era hermosa o no. No importaba. Había algo tan dulce y atractivo en ella, que no había más remedio que quererla, eso es todo. Pero era agradable a la vista: grandes y claros ojos pardos, abundantes y brillantes cabellos castaños y piel inglesa. John y ella se casaron en la casa de mis padres aquella noche, a la luz de las velas. Todo el mundo, de lejos y de cerca, estaba allí y después todos los acompañamos hasta aquí. La señora Selwyn encendió el fuego y nosotros nos fuimos y los dejamos sentados aquí, como lo había visto John en su visión. ¡Una cosa muy extraña, muy extraña! Pero si habré visto cosas extrañas en mis tiempos... El capitán Jim sacudió la cabeza con aire de sabio. -Es una historia preciosa -dijo Ana, sintiendo que, por una vez, había suficiente romanticismo como para satisfacerla-. ¿Cuánto tiempo vivieron aquí?
-Quince años. Yo embarqué poco después de su boda, como buen bribón que era. Pero cada q vez que volvía de un viaje, incluso antes de ir a casa, venía aquí y le contaba a la señora Selwyn todo lo que me había sucedido. ¡Quince años de felicidad! Tenían una especie de talento para ser felices. No podían ser infelices durante mucho tiempo, sucediera lo que sucediese. Discutieron una o dos veces, pues los dos eran personas de carácter. Pero la señora Selwyn me dijo una vez, riendo, con su preciosa risa:
«Me sentí fatal cuando John y yo discutimos, pero en el fondo era muy feliz porque pensaba que tenía un esposo encantador con quien discutir y con quien hacer las paces». Después se mudaron a Charlottetown; Ned Russell compró la casa y trajo a su esposa aquí. Eran una pareja muy alegre, así los recuerdo. La señorita Elizabeth Russell era hermana de Alee. Ella vino a vivir con ellos un año después, más o menos; era una criatura muy alegre. Las paredes de esta casa tienen que estar empapadas de risas y buenos momentos. Usted es la tercera esposa que veo venir aquí, señora Blythe, y la más guapa. El capitán Jim se las ingeniaba para convertir el girasol de su cumplido en la delicadeza de una violeta y Ana la usó con orgullo. Estaba más guapa que nunca, con el rosa de una recién desposada en las mejillas y la luz del amor en los ojos; hasta el ceñudo doctor Dave le dirigió una mirada de aprobación y le dijo a su esposa, cuando regresaban a su casa, que la pelirroja que se había casado con el muchacho era toda una belleza.
-Tengo que volver al faro -anunció el capitán Jim-. He disfrutado de esta cena de una manera tremenda. -Venga a vernos a menudo -dijo Ana.
-Me pregunto si me haría esa invitación si supiera cuan probable es que la acepte -replicó de buen humor el capitán Jim.
-Que es otra manera de decir que usted se pregunta si la invitación es sincera -dijo Ana, sonriendo-. Lo es, «lo juro», como decíamos en la escuela.
-Entonces, vendré. Vendré a molestarlos a cualquier hora. Y será para mí motivo de orgullo que vengan a visitarme de vez en cuando. En general, no tengo con quién hablar, más que con Segundo Oficial, bendito sea. Sabe escuchar y ha olvidado más cosas de las que ha sabido nunca cualquiera de los MacAllister, pero no es un gran conversador, que digamos. Ustedes son jóvenes y yo soy viejo, pero nuestras almas son más o menos de la misma edad, creo. Pertenecemos a la raza que conoce a José, como diría Cornelia Bryant. -¿La raza que conoce a José? -preguntó Ana, intrigada.
-Sí. Cornelia divide a todos los que habitan el mundo en dos clases: la raza que conoce a José y la raza que no lo conoce. Si una persona coincide con uno, y tiene más o menos las mismas ideas sobre las cosas y el mismo gusto para las bromas, bien, entonces pertenece a la raza que conoce a José.
-Ah, entiendo -exclamó Ana-. Es lo que yo solía llamar, y todavía llamo, entre comillas, «almas gemelas».
-Exacto, exacto -concedió el capitán Jim-. Nosotros lo somos, somos eso. Cuando usted vino hoy, señora Blythe, me dije a mí mismo:
«Sí, es de la raza que conoce a José». Y me alegré mucho, porque de no haber sido así no habríamos encontrado una satisfacción real en nuestra compañía. La raza que conoce a José es la sal de la tierra, creo. La luna acababa de aparecer cuando Ana y Gilbert acompañaron a sus visitas hasta la puerta. El Puerto de Cuatro Vientos comenzaba a ser un ensueño fascinante, un puerto encantado donde ninguna tormenta puede azotar. Los álamos de Lombardía, a lo largo de la senda de entrada, altos y sombríos como las formas clericales de una banda mística, estaban coronados de plata.
-Siempre me han gustado los álamos de Lombardía -dijo el capitán Jim, señalando con un largo brazo-. Son los árboles de las princesas. Ahora no están de moda. La gente se queja de que se secan de la punta y se tornan feos. Y así es, así es, si uno no arriesga el cuello todas las primaveras y se sube a una escalera alta para podarlos. Yo siempre lo hacía para la señorita Elizabeth, por eso sus álamos de Lombardía nunca estuvieron feos. Ella los quería mucho. Le gustaba su dignidad y su reserva. Ellos no se codeaban con cualquiera. Si para la compañía se buscan los arces, señora Blythe, deben buscarse los álamos de Lombardía para la sociedad.
-¡Qué noche tan hermosa! -dijo la esposa del doctor Dave cuando subía al coche.
-Casi todas las noches son hermosas -dijo el capitán Jim-. Pero admito que la luz de la luna sobre Cuatro Vientos hace que me pregunte qué queda para el cielo. La luna es una gran amiga mía, señora Blythe. La he amado desde que tengo memoria. Cuando era un niño de ocho años, me quedé dormido una noche en el jardín y nadie se dio cuenta. Desperté en plena noche y sentí mucho miedo. ¡Cuántas sombras y extraños ruidos había! No me atrevía a moverme. Me quedé quietecito, acurrucado, temblando. Me parecía que no había nadie en el mundo más que yo y que el mundo era muy grande. Pero entonces vi la luna, que me miraba a través de las ramas de un manzano, como una vieja amiga. En seguida me sentí consolado. Me levanté y caminé hasta la casa, valiente como un león, mirándola. Muchas son las noches en que la he mirado, desde la cubierta de mi barco, en mares muy alejados de aquí. ¿Por qué no me dicen que cierre la boca y me vaya a mi casa? Las risas de las buenas noches se desvanecieron. Ana y Gilbert caminaron de la mano por su jardín. El arroyo que lo atravesaba dibujaba motitas cristalinas en las sombras de los abedules. Las amapolas que crecían en la orilla eran como copas depositarías de la luz de luna. Flores que habían sido plantadas por las manos de la esposa del maestro de escuela lanzaban su dulzura hacia el aire ensombrecido, como la belleza y la bendición de sagrados ayeres. Ana se detuvo en la penumbra para recoger una ramita.
-Me encanta oler flores en la oscuridad -dijo-. Es cuando puedes apoderarte de tu alma. Oh, Gilbert, esta casita es lo que siempre he soñado. ¡Y me alegro mucho de que no seamos los primeros en hacer nuestros votos matrimoniales aquí!

Ana y la casa de sus sueñosحيث تعيش القصص. اكتشف الآن