22. La señorita Cornelia arregla las cosas

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Gilbert insistió para que Susan siguiera en la casita durante el verano. Ana protestó al principio.
-La vida de los dos solos es tan hermosa, Gilbert. Lo estropea un poco que haya otra persona. Susan es muy buena, pero es una extraña. No me hará daño hacer las faenas de la casa.
-Debes hacer caso a tu médico -dijo Gilbert-. Hay un viejo proverbio que dice que en casa del herrero, cuchillo de palo. No quiero que eso sea cierto en mi casa. Retendrás a Susan hasta que vuelva la vieja primavera a tu andar y hasta que vuelvas a tener las mejillas sonrosadas.
-Usted no se preocupe, querida señora -dijo Susan, que había entrado abruptamente-.
Páselo bien y no se preocupe por la cocina. Susan está al timón. No tiene sentido tener perro y ponerse a ladrar. Le voy a subir el desayuno todas las mañanas.
-Ni lo piense -dijo Ana, riendo-. Estoy de acuerdo con la señorita Cornelia en que es un escándalo para una mujer que no está enferma tomar el desayuno en la cama, y que eso casi justifica cualquier atrocidad de los hombres. -¡Ah, Cornelia! -dijo Susan, con inefable desdén-. Espero que tenga mejor idea, querida señora, que hacer caso de lo que dice Cornelia Bryant. No sé por qué tiene que estar siempre criticando a los hombres, aunque sea una vieja solterona. Yo soy una vieja solterona, pero usted nunca me oirá hablar mal de los hombres. A mí me gustan. Me habría casado de haber podido. ¿No es raro que nadie me haya propuesto nunca matrimonio, querida señora? No soy ninguna belleza, pero no soy más fea que la mayoría de las mujeres casadas que hay por ahí. Pero nunca tuve novio. ¿Cuál le parece que pudo haber sido la razón? -Puede ser el destino -sugirió Ana, con solemnidad. Susan asintió. -Eso es lo que he pensado muchas veces, querida señora, y es un gran consuelo. No me importa que nadie me haya querido si es debido a los designios del Todopoderoso. Pero a veces me surge la duda, querida señora, y me pregunto si no podría ser que el viejo Lucifer haya metido la cola. Entonces sí que no me resigno. Pero -agregó Susan- puede ser que todavía tenga esperanzas de casarme. Una y otra vez pienso en unos viejos versos que solía repetir mi tía:
No se sabe de gansa tan poco donosa que un ganso honesto no viniera a tomarla por esposa.
»Una mujer no puede estar segura de que no se casará hasta no estar enterrada, querida señora, y mientras tanto yo prepararé un montón de pasteles de cereza. He notado que al doctor le gustan, y a mí me gusta cocinar para un hombre que le hace honores a la comida.
La señorita Cornelia fue de visita aquella tarde; llegó resoplando.
-No me molestan mucho el mundo y el demonio, pero la carne sí -admitió-. Tú siempre te ves fresca como una lechuga, Ana, querida. ¿Huelo a pastel de cereza? Si es así, invítame a tomar el té. No he probado el pastel de cereza en todo el verano. Me robaron todas las cerezas esos golfillos de Glen, los Gilman.
-Vamos, vamos, Cornelia -le recriminó el capitán Jim, que estaba leyendo una novela sobre marinos en un rincón de la sala-, no deberías decir eso sobre dos pobres niños sin madre, a menos que tengas pruebas. El hecho de que el padre no sea demasiado honrado no es razón para llamar ladrones a sus hijos. Lo más probable es que tus cerezas se las hayan llevado los petirrojos. Hay muchísimos este año.
-¡Petirrojos! -dijo la señorita Cornelia, desdeñosa-. ¡Ja! ¡Petirrojos de dos patas!
-Bien, casi todos los petirrojos de Cuatro Vientos han sido creados sobre esa base -dijo
el capitán Jim, serio.
La señorita Cornelia lo miró un momento. Luego se reclinó en el sillón y rió largo y tendido.
-Bien, me has pescado por fin, Jim Boyd, lo reconozco. Mira qué contento está, Ana querida, sonriente como un gato de Cheshire. En cuanto a las patas de los petirrojos, si los
petirrojos tienen piernas grandes, desnudas, quemadas por el sol y cubiertas con pantalones
harapientos como los que vi en mi cerezo un día de la semana pasada al amanecer, pediré
disculpas a los hijos de Gilman. Cuando llegué, ya se habían ido. No entiendo cómo pudieron
desaparecer tan rápido, pero el capitán Jim me ha dado la respuesta. Volando, por supuesto.
El capitán Jim rió y se fue, después de declinar con pena una invitación a quedarse a cenar y compartir los pasteles de
cereza.
-Voy a ver a Leslie y a preguntarle si quiere tomar un pensionista -dijo la señorita Cornelia-. Ayer recibí carta de una tal señora Daly, de Toronto, que se alojó en mi casa
hace dos años. Quiere que aloje a un amigo suyo este verano. Su nombre es Owen Ford y es
periodista; al parecer es nieto del maestro que construyó esta casa. La hija mayor de John
Selwyn se casó con un hombre de Ontario llamado Ford, y éste es su hijo. Quiere ver el lugar
donde vivieron sus abuelos. Tuvo un fuerte ataque de tifus en la primavera y no se ha recuperado del todo, de modo que su médico le ha prescrito que tome el aire del mar. No quiere ir al hotel, sino a un lugar tranquilo y hogareño. Yo no puedo alojarlo porque me tengo que ir en agosto.
Me han designado delegada y he de ir a la convención de la WFMS en Kingsport. No sé si Leslie
deseará alojarlo, pero no hay nadie más. Si ella no lo acepta, tendrá que ir al otro lado del puerto.
-Después de ir a verla, regrese y ayúdenos a comer nuestros pasteles de cereza -dijo
Ana-. Traiga a Leslie y a Dick también, si pueden venir. ¿Así que se va a Kingsport? Qué bien
lo va a pasar. Le daré una carta para una amiga mía, la señora de Joñas Blake.
-He convencido a la señora de Thomas Holt para que vaya conmigo -dijo la señorita
Cornelia, complacida-. Es hora de que se tome unas pequeñas vacaciones, créeme. Se está
matando trabajando. Tom Holt sabrá tejer como los ángeles, pero no sabe mantener a su familia.
Al parecer, nunca logra levantarse lo suficientemente temprano para hacer nada, pero he notado que siempre puede levantarse temprano para ir a pescar. ¿No es típico de un hombre?
Ana sonrió. Había aprendido a no darle demasiada importancia a las opiniones de la señorita
Cornelia sobre los hombres de Cuatro Vientos. De lo contrario, habría creído que se trataba de la colección más variada de reprobos e inútiles del mundo, con esposas que eran verdaderas esclavas y mártires. Este Tom Holt, por ejemplo, era, según sabía ella, un esposo amable, padre muy querido y excelente vecino. Si bien tendía a ser algo perezoso, pues prefería la pesca para
la que había nacido, y no el cultivo para el que no había nacido, y si tenía la inofensiva excentricidad
de hacer una tarea desusada, nadie, salvo la señorita Cornelia, parecía
reprochárselo. Su esposa era una «ardua trabajadora» a la que le encantaba trabajar arduo; su familia vivía confortablemente con lo que daba la finca, y sus robustos hijos e hijas, herederos de la energía de la madre, iban todos rumbo a un buen destino en la vida. No había un hogar
más feliz que el de los Holt en Glen St. Mary.
La señorita Cornelia volvió contenta de la casita de arroyo arriba.
-Leslie va a hospedarlo -anunció-. Se alegró mucho con la idea. Necesita un poco de
dinero para retejar el techo de la casa este otoño y no sabía de dónde sacarlo. Espero que el capitán Jim se interese cuando sepa que un nieto de los Selwyn vendrá aquí. Leslie me pidió que te dijera que le encantan los pasteles de cereza, pero que no puede venir a tomar el té porque
tiene que ir a buscar los pavos. Se han escapado. Pero dice que, si sobran algunos, se los guardes en la despensa y que a la hora en que salen los gatos a cazar, cuando es lícito
merodear, vendrá a buscarlos. No sabes, Ana querida, cuánto bien le hizo a mi corazón oír a Leslie enviarte un mensaje como ése y oírla reír como hace tiempo que no reía. Ha cambiado mucho últimamente. Ríe y bromea como una niña y, por lo que dice, entiendo que viene a
menudo.
-Todos los días y, si no viene ella, voy yo a su casa -dijo Ana-. No sé qué haría sin Leslie, en especial ahora que Gilbert está tan ocupado. Casi nunca está en casa, excepto unas pocas horas por la noche. Está trabajando muchísimo. Ahora lo manda llamar mucha gente del otro lado del puerto.
-Sería mejor que se conformaran con el médico que tienen -dijo la señorita Cornelia-. Aunque es cierto que los entiendo, porque es metodista. Desde que el doctor Blythe curó a la señora Allonby, la gente piensa que puede resucitar a los muertos. Creo que el doctor Dave está un poco celoso, típico de un hombre. ¡Piensa que el doctor Blythe tiene demasiadas ideas modernas! «Bien», le digo yo, «fue una idea moderna la que salvó a Rhoda Allonby. Si la hubiera atendido usted, se habría muerto y tendría una lápida que diría que Dios había querido llevársela.» ¡Ah, yo le digo lo que pienso al doctor Dave! Ha dominado Glen durante años y cree que ha olvidado más de lo que otras personas han sabido jamás. Hablando de médicos, me gustaría que el doctor Blythe fuera a ver el forúnculo que tiene Dick Moore en la nuca. Es demasiado para la habilidad de Leslie. Te aseguro que no sé por qué a Dick le ha dado por engendrar forúnculos, ¡como si no fuera bastante problema sin eso!
-¿Sabe que Dick se ha encariñado mucho conmigo? -dijo Ana-. Me sigue como un perrito y sonríe como un niño cuando le hago caso.
-¿No te impresiona?
-En absoluto. Más bien me cae bien el pobre Dick Moore. Lo veo digno de compasión y, de alguna manera, conmovedor.
-No lo encontrarías tan conmovedor si lo hubieras visto en su época de pendenciero, créeme. Pero me alegro de que no te moleste, mucho mejor para Leslie. Tendrá más trabajo cuando llegue su huésped. Espero que sea un hombre decente. Es probable que te guste: es escritor.
-Me pregunto por qué la gente suele suponer que si dos individuos son escritores tienen que congeniar por fuerza -dijo Ana, algo desdeñosa-. Nadie espera que dos herreros se sientan violentamente atraídos sencillamente porque ambos son herreros. No obstante, esperaba la llegada de Owen Ford con expectación. Si era joven y agradable, podría resultar un interesante agregado a la sociedad en Cuatro Vientos. La puerta de la casita estaba siempre abierta para la raza de José.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora