Capítulo 61

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Llegamos a la casa de su abuela y Nadia me propuso bajar para comer algo

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Llegamos a la casa de su abuela y Nadia me propuso bajar para comer algo. Pensé en mi equipo y el partido que había abandonado en la playa, pero no pude declinar su invitación. Se me habían pasado las horas y el tiempo ya no corría para mí. Estaba dedicado a Bolton, a su sonrisa, al brillo de sus ojos y su espontáneo gesto de recibirme dentro de su casa.

Ella se adelantó para abrir la puerta y la seguí de cerca con las manos detrás de la espalda. Observé cómo se esforzaba por encontrar la llave correcta y embocarla en la cerradura sin dirigirme la mirada. Quise bromear acerca de sus nervios, pero el sonido de su celular vibrando dentro del bolso que llevaba colgando en uno de sus brazos interrumpió cualquiera de mis intenciones y sobresaltó el ánimo de Nadia, quien se tensó en cuanto éste dejó de sonar.

—¿Todo bien? —le pregunté, sin alejarme de ella.

—Bien. —Me miró por encima de su hombro—. Solo...—dudó en explicármelo— quédate conmigo, ¿sí?

—No pensaba irme—contesté, levantando mi mano para correrle el cabello de la cara—. ¿Pasa algo?

—Hablemos adentro, ¿te parece?

—Por supuesto.

Conforme, me tomó con su mano derecha del mentón y me dio un corto beso en los labios. Lo tomé con calma, pero supe desde ese instante que algo no estaba bien.

Una vez Nadia que abrió la puerta, entramos en la oscuridad de la casa. Las persianas y cortinas de las ventanas estaban cerradas, así que Nadia cerró la puerta y me indicó que abriese una de las dos. Me acerqué a la que estaba a mi izquierda y tiré de la rienda de la persiana hasta abrirla por completo.

—¡Papá! —gritó Nadia, asustada.

Me giré sobre mi lugar, sobresaltado, y me encontré con Nicholas Bolton en el sillón individual de la sala de estar. Mirándonos, sostenía un vaso de whisky en su mano derecha y llevaba un arma recargada dentro del cinturón de sus pantalones.

—Nadia. —Le estiré mi mano, temiendo de las intenciones del señor Bolton.

Ella la tomó, asustada, y se abrazó a mi brazo derecho mientras su cuerpo temblaba. Esto es lo que teníamos que hablar, pensé, enfurecido de ver a señor Bolton en la comodidad de un sillón, bebiendo, sonriendo y gozando del miedo de su propia hija. ¿Por qué no estaba arrestado? ¿Por qué la denuncia de su esposa no había sido suficiente para encerrarlo de inmediato? ¿Por qué nadie estaba procesando su causa? ¿Por qué nadie atendía al llamado de quien ahora estaba perdiendo? ¿Por qué benefician a los malos?

—¿Cómo entraste? —preguntó Nadia, forzando su agarre alrededor de mi brazo.

—No es muy difícil entrar cuando tenés una copia de la llave—respondió con tranquilidad antes de beberse el resto de su whisky—. ¿Por qué volviste con él? —Me apuntó, asumiendo que el encuentro se trataba de una ronda de preguntas—. Tu estereotipo de hombre Calvin Klein no es un santo, hija. Podemos hablarlo si así lo deseas, pero antes debes deshacerte de este—habló con aspereza, regresando su vaso a la mesilla de la sala.

—¿Y vos qué sos, entonces? —inquirió con desdén.

—Un padre que intenta protegerte—aseguró, colocando su mano sobrante sobre su arma.

—Andate, papá—se apresuró a pedirle, observando sus movimientos—. No hagas esto.

—Es por Isabela, hija—explicó mientras se incorporaba del sillón.

—¡Basta! —suplicó, empujándome con su peso para dar un paso atrás—. ¡Esto no es por Isabela! ¡Ella jamás hubiese querido que nos hicieras daño!

—Tu hermana hubiese hecho lo posible para protegerte de cualquier basura —levantó el arma, apuntándome— que solo está para herirte.

—¡No! —Se colocó delante de mí—. ¡No te lo voy a permitir! —gritó con la voz quebrada.

—Nadia, movete—le ordenó el señor Bolton, desviando su atención directo a mis ojos.

—¡No, no! —se negó, dándose la vuelta y abrazándose a mi torno—. No me dejes, Sebastián, por favor, no permitas que esto pase—susurró entre sollozos.

No estaba seguro de qué hacer o decir. Nicholas Bolton estaba apuntando directo a mi cabeza y sus ojos, idénticos a los de Nadia, no dejaban de acorralarme contra la entrada de lo que en ese entonces comenzaba a ser mi jaula.

—¡Nadia! —insistió su padre, impaciente—, o te quitas o te quito.

—No vas a tocarla—murmuré, empezando a sentir mi corazón bombeando y mi respiración agitándose.

—¡O te quito! —reiteró, cargando el arma y aproximándose a nuestra ubicación.

—¡No vas a tocarla! —le grité.

Nicholas tomó del cabello a Nadia y la arrojó a un costado de la sala. No pude retenerla entre mis brazos, defenderme de su padre, o esquivarlo antes que pudiese colocarle las manos encima. Tampoco pude recordarle que la amo. La boca de fuego de su arma se apoyó sobre mi frente y mis oportunidades de mirarla, preguntarle, sonreírle o hablarle por última vez se disolvieron en el gatillo de aquella arma. Lo enfrenté con los ojos en llamas, odiándolo como nunca pude odiar a nadie. No iba a permitirme llorar, rogar o negociar por mi vida. Nicholas no lo merecía, pero por Nadia estaba dispuesto a negociar y perder la vida.

—Nunca te atrevas a tocar a mi hija—masculló, reforzando su agarre sobre el arma y colocando su dedo en el gatillo.

Nos miramos y escuché un quejido de dolor a la distancia, proveniente de Nadia, quien comenzaba a recuperarse del golpe.

—Dispara—lo reté.

—No—la escuché murmurar— ¡Sebastián!

Sin Límites | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora