Había hablado por teléfono con Sebastian minutos antes de salir de casa, pero a pesar de los intentos por tranquilizarla, ella seguía sintiéndose turbada. 

—Bueno, ¿quién viene a abrirnos? —dijo el señor Vanderbilt ansioso, buscando a sus anfitriones con la mirada en la oscuridad. 

—Tal vez haya que tocar el timbre, querido. 

—Pues no lo veo —se inclinó sobre el volante y entrecerró los ojos en busca de aquel botón. Al no verlo, bajó la ventanilla y el gélido aire le caló la piel de la cara cuando asomó la cabeza y comenzó a tocar el claxon. 

—¡Derek, estás loco! 

—¡Papá! 

Ginger y su madre se abalanzaron sobre él para detenerlo pero no lo suficientemente rápido como para evitar que gritara: 

—¡Eh, hola! ¡Ya estamos aquí! 

—Derek, cállate, ¡qué vergüenza!, pensarán que somos cavernícolas incivilizados —exclamó la señora Vanderbilt entre dientes mientras jalaba a su esposo dentro del auto. 

—Papá, hay un interfón justo al lado tuyo —apuntó Ginger tan avergonzada que sintió sus orejas hervir. 

—De acuerdo, de acuerdo, disculpen ustedes —dijo, enderezándose el suéter y tras identificarse a través del interfón y de sonreírle a la cámara de seguridad, la reja se partió en dos y el señor Vanderlbilt condujo el auto dentro. 

Afuera todo estaba en total calma, nada se movía, nada se escuchaba, no corría el viento. 

Ginger se adelantó a sus padres para admirar a solas la exquisita decoración exterior.

Los abetos y arbustos que flanqueaban el camino estaban envueltos en luces navideñas que parpadeaban indistintamente al contraste con la oscuridad y su tenue resplandor se reflejaba sobre la escarcha de la calzada y la hacía brillar como lentejuelas blancas al caminar sobre ella; después se inclinó sobre la fuente central y se dio cuenta de que el agua se había congelado tanto que se podría patinar sobre ella si hubiera suficiente espacio. 

El corazón de Ginger golpeó con fuerza su pecho cuando levantó la mirada hacia la casa, todas las ventanas estaban iluminadas por la luz que provenía del interior y las tres chimeneas de ladrillo distribuidas en el techo escupían un perezoso humo. Dentro debía estar muy calientito y pensar en ello hizo que se abrazara a sí misma en aquel frío de diciembre. Se preguntó en cuál de aquellas habitaciones estaría Sebastian en ese momento. Le parecía ver su silueta tras cada una de las cortinas, a pesar de ser consciente de que solo eran imaginaciones suyas. 

Al llegar al porche y subir sus escalinatas, quedó conmovida. 

Sabía por Sebastian que Sarah Gellar se había esforzado personalmente en aquel recibimiento; había luces de colores por todas partes, luces serpenteando las altas columnas que sostenían el balcón principal, luces alrededor del umbral de la puerta, luces en los pequeños abetos de maceta a cada lado de la entrada, y si se fijaba mejor, podía escuchar una suave musiquita navideña provenir del fondo del cableado dentro de las ramas. 

De un gran moño rojo en la puerta colgaba una guirnalda de muérdagos, ramas entramadas y una leyenda en el centro de un cintillo que deseaba «¡Feliz Navidad!»; y finalmente, junto a una de las macetas se erguía un sonriente muñeco de nieve de porcelana con una bufanda alrededor del cuello y un letrero en la mano dando la bienvenida. 

Ginger respiró profundo y pulsó el timbre.

—Por Dios que este lugar es increíble —admitió su padre cuando se acercaron al porche. 

Lo que todo gato quiereWhere stories live. Discover now