Asió la manija redonda y la puerta protestó al abrirse con un chirrido. 

Sarah se apartó a un lado e hizo un gesto con la cabeza para que Sebastian entrara. 

Él dio los primeros pasos dentro de la habitación, sintiendo que algo maleable se aplastaba bajo su zapato. Levantó el pie y encontró un osito de peluche opacado por el polvo. 

Alzó la vista. Sarah lo había llevado a una habitación desolada, las ajadas cortinas obstruían el paso de la luz volviendo la pintura de las paredes gris, a pesar de que era azul. El polvo era tan denso que se podía ver flotar en el aire como un espectro, parecía caer niebla dentro. 

Sebastian agitó una mano para despejar el polvo y evitar estornudar. Entonces, cuando todo fue más claro, se dio cuenta de lo que era ese lugar. 

Una habitación de bebé. 

Todo estaba enterrado bajo una gruesa película de polvo. Las telarañas cubrían todos los muebles como una sábana y a juzgar por la cantidad y el tamaño de estas, era evidente que nadie había entrado ni tocado nada en años. 

Avanzó hacia delante. Las suelas de sus zapatos dejaban huellas en el polvo del piso como marcas en la nieve. 

De la pared frente a él colgaban letras de colores acomodadas en forma de arco, formando el nombre «Sebastian» y bajo de ellas, posaba la cuna. 

Se acercó sintiendo su estómago dar un vuelco. Una telaraña la cubría desde el móvil hasta el extremo contrario formando un velo. Sebastian rasgó la telaraña con la mano y encontró todo tal cual debió haber sido hace diecinueve años. Deslizó los dedos por el cobertor, alzando el polvo en él. Tocó el móvil y este giró levemente, emitiendo una desentonada y débil canción de cuna. 

—Tres kilos doscientos gramos, cuarenta y cinco centímetros de estatura y unos ojos tan azules y sonrientes... —musitó Sarah con voz absorta mientras se recargaba en una pared y acariciaba al osito que Sebastian había pisado— «Tiene tus ojos». Fue lo primero que dijo tu padre cuando te vio por primera vez —sonrió, no era una sonrisa feliz— «Tiene tu cara», fue lo que yo le contesté. 

Sebastian echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro. Saber eso debía darle consuelo, debía hacerlo feliz, debía reconfortarlo. Pero no hacía otra cosa más que ahondar una herida infectada. 

Abrió los ojos y se giró hacia Sarah destilando suspicacia en la mirada. 

—Entonces... ¿por qué me abandonaste? ¿Qué es lo que debo suponer? —inquirió con voz seca.

Sarah levantó la vista a él con ojos llenos de pesar. 

—Yo te quería... 

—¿Y por qué? —usó todas sus fuerzas para mantener el tono. Si no lo hacía, se quebraría de nuevo. Jamás se sintió tan frágil en toda su vida. Sus huesos se sentían de cristal. 

—...te amaba demasiado... 

—¿¡Por qué!? Maldita sea ¿¡Por qué!? —estalló, no pudo más, su voz sonó como un disparo estridente en la pesadez del silencio de la habitación. 

Sara cruzó los brazos alrededor de ella en ademán protector y sus hombros temblaron con la fuerza de los sollozos. 

Ginger, se encontraba afuera, en la pared junto a la puerta. No podía ver, pero sin duda podía escuchar y dio un salto cuando escuchó a Sebastian hablar tan alterado.

Estuvo a punto de entrar, pero se detuvo «Entrar y hacer qué, no es momento para mi presencia» se alegró de haber pensado en eso oportunamente. 

Lo que todo gato quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora