Segunda Parte: AUGUSTO - CAPÍTULO 16

230 28 0
                                    

CAPÍTULO 16

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

CAPÍTULO 16

Con un nudo en la garganta, Augusto avanzó tres pasos por el sendero, la cabeza gacha. A su derecha, estaba Llewelyn y a su izquierda Julián, ambos con las espadas desenvainadas, las miradas duras, escoltándolo como a un prisionero que está a punto de recibir su condena. A su alrededor, toda la escuela estaba presente, todos formados en los distintos senderos de los hermosos jardines que hoy eran testigos de un evento incómodo y desagradable: la declaración oficial del exilio de Augusto.

El desterrado aun tenía el brazo en cabestrillo e iba desarmado. Se rumoreaba que el director no había permitido que la herida de su brazo fuera sanada como parte del castigo. Llewelyn y Julián lo empujaron hacia adelante, haciéndolo desfilar en su vergüenza, ante toda la escuela. Los tres avanzaron hasta quedar ubicados frente a uno de los balcones del primer piso del palacio. Unos momentos después, Alaris se asomó al balcón, y el murmullo de los presentes se apagó de pronto. El director observó al condenado por un largo momento, suspiró y declaró con voz estentórea:

—Augusto Miguel Cerbara, por tus acciones ilegales y deshonrosas, quedas desterrado de esta escuela. El oficial de seguridad Julián y el maestro Llewelyn te escoltarán fuera de los territorios del palacio. Te sugiero que cooperes y que te dejes acompañar por ellos sin presentar resistencia. Si violas mis órdenes y vuelves a mostrar tu rostro por estos lares, me veré obligado a hacerte prisionero y retenerte en una celda en los túneles. ¿Entiendes las condiciones de tu castigo?

Augusto hizo un leve asentimiento de cabeza.

—¿Tienes algo para decir?

El exiliado levantó la cabeza por un momento y pareció que iba a hablar, pero luego se arrepintió y solo meneó la cabeza en forma negativa.

—Muy bien, procedan— ordenó Alaris a Julián y a Llewelyn.

—Vamos— le dijo Llewelyn a Augusto, tomándolo del brazo sano.

Augusto caminó ensimismado por uno de los senderos que conducía a la parte sur de los jardines. Algunos de los presentes lo insultaban y le gritaban amenazas mientras pasaba, pero él no parecía escucharlas pues no reaccionaba. Solo ponía un pie frente al otro como un autómata, guiado por la mano de Llewelyn en su brazo.

Alaris se mantuvo erecto en el balcón, observando la triste procesión:

—Lo lamento, muchacho— murmuró—. Esta es la cosa más injusta que he hecho en la vida.

Los tres se alejaron hacia el sur, llegando al límite de los jardines e internándose por el pantano. Algunos estudiantes curiosos trataron de seguirlos, pero Julián los ahuyentó con amenazas respaldadas por su espada. Finalmente, cuando Julián comprobó que nadie los seguía y que no había nadie en las cercanías, Llewelyn habló por primera vez en el largo y opresivo silencio de la caminata:

—¿Estás bien?— le preguntó a Augusto.

—Bien— contestó el otro con un hilo de voz—. No pensé que iba a afectarme tanto escuchar mi nombre seguido de la condena.

—¿Qué necesidad había de hacerlo público?— protestó Julián.

—Al menos fue corto— dijo Llewelyn.

—No me molesta que haya sido público, ahora soy famoso— trató de sonreír Augusto, pero sin éxito.

—Hasta aquí llego yo— anunció Julián, dando un cálido abrazo a Augusto—. Te extrañaré, amigo— le palmeó la espalda—, eres el hombre más íntegro que he conocido.

—Gracias, Julián.

—Aquí tienes lo que me pediste— le dijo, entregándole un paquete alargado de unos veinte centímetros de largo, hecho con tela—. Espero verte pronto de regreso.

—Gracias. No vas librarte de mí por mucho tiempo— le sonrió Augusto, tomando el paquete y escondiéndolo dentro del enorme pañuelo que sostenía su brazo izquierdo—, espero...

—Yo me aseguraré de que así sea— dijo Llewelyn—, no te preocupes. Después de todo, soy el hijo de un hombre con mucha influencia y el hermano de una niña muy poderosa.

—Gracias, Llew.

Julián los saludó con la mano y se alejó rumbo al palacio.

—¿Estás listo?— le dijo Llewelyn a Augusto.

—Nunca estoy realmente listo para esto, así que solo hazlo— le respondió su amigo, tomando una bocanada de aire y conteniendo la respiración.

Llewelyn lo tomó de la mano con firmeza y cerró los ojos. El mundo se desvaneció a su alrededor por un instante, para reaparecer reformulado en un paisaje completamente diferente. Augusto cayó de rodillas, sosteniendo su estómago con una mano, tratando de contener las náuseas.

—Respira, respira— le aconsejó Llewelyn, arrodillado a su lado.

Augusto hizo varias inspiraciones profundas y temblorosas.

—¿Estás bien?

—Bien— tosió Augusto, tomándose del brazo que Llewelyn le ofrecía para ponerse de pie.

Augusto miró en derredor y vio la entrada de la cueva:

—Este lugar me trae muchos recuerdos— dijo.

—También a mí— admitió Llewelyn.

Estaban en la entrada de la cueva en la que Govannon había vivido por muchos años, mientras su palacio había estado usurpado por Humberto. La cueva que quedaba muy cerca de la cúpula secreta de energía, donde se encontraba el portal que lo llevaría a casa. Govannon se asomó por la abertura de la cueva y los saludó con la mano.

—¿Gov ya está aquí?— dijo Augusto, devolviendo el saludo.

—Lo traje junto con Humberto esta mañana para que prepararan todo para tu viaje.

—¿Estás bien, muchacho?— preguntó Govannon, señalando el brazo de Augusto atado con el pañuelo.

—Sí, Rory sanó la herida, esto es solo para agregar un poco de drama— aclaró Augusto—. Humberto no sabe nada del asunto.

—Ya veo— asintió Govannon—. Ven, tengo algo para ti.

Los tres siguieron a Govannon adentro de la cueva. El viejo Alquimista fue hasta un baúl y sacó una espada envainada que ofreció a Augusto.

—¡Mi espada!— exclamó Augusto, complacido—. No sabía si iban a permitirme llevármela.

—¡Oh, vamos, Augusto! Por supuesto que puedes llevarte tu espada. ¿No habrás empezado a pensar que tu castigo es real, o sí?

—Gracias, Gov.

—Además— agregó Govannon—, la necesitas para seguir practicando. No queremos que te oxides allá en el otro mundo— le palmeó la espalda. Luego buscó una mochila en un rincón y se la alcanzó: —Aquí está tu ropa.

—Gracias— la tomó Augusto. Sacó el paquete de tela que le había dado Julián en los pantanos y lo metió adentro, luego se la colgó del hombro sano, después de colocarse la espada.

Govannon se dispuso a acompañar a los dos amigos hasta la cúpula, pero Llewelyn le pidió que se quedara, pues quería hablar con Augusto en privado. Govannon accedió sin problemas al pedido y se despidió de Augusto allí mismo en la cueva.    

EL SELLO DE PODER - Libro V de la SAGA DE LUGWhere stories live. Discover now