Capítulo 11. Un camino peligroso

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La mañana había amanecido con un temporal muy desapacible. El viento soplaba muy fuerte haciendo volar todo lo que pillaba a su paso. Las hojas caídas y restos de arena se arremolinaban surcando los aires arremetiendo con violencia contra cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Ekaitz ajustó la cincha de su montura y cargó los víveres que le faltaban. Se arrebujó la bufanda alrededor de su cara y se izó a lomos de Dorotea. Los cascos de la mula retumbaban al pisar el adoquinado suelo del castillo. No fue hasta salir a campo abierto que notó una mirada fija en su espalda. Estaba seguro que Iván estaba despierto, despidiéndolo como a alguien que cree que no va a regresar. Seguramente no habría querido bajar por no tener una nueva escena. Sabía que no cambiaría de parecer. El frío congelaba la poca piel que quedaba al aire. Estaba deseando internarse en la espesura del bosque y resguardarse bajo los pinos. Con aquella temperatura tan baja quebraba los corazones de cualquier intrépido. Ahora comprendían porqué a aquella montaña la habían bautizado la montaña de los espíritus. Nadie en su sano juicio se adentraría ahí. Él debía ser un loco. Ni siquiera sabía dónde debía buscar a ese druida. El paisaje se volvía cada vez más agreste. El camino desaparecía para dar lugar a un trecho lleno de piedras caídas o arbustos que brotaban por doquier. La luz era escasa bajo las copas de los árboles. Al levantar la vista, apenas vislumbraba un trocito de cielo. Dorotea era una buena montura. Subía las cuestas igual de ágil que una cabra montesa. Sin embargo, a medida que subían el camino se volvía cada vez más abrupto y decidió bajarse para liberar de su peso al bicho. A media mañana ya habían subido un buen trecho. Dejó a la mula pastar un poco de hierbajos, mientras él aprovechó a escalar un árbol para otear lo que le quedaba por ascender. La cumbre quedaba muy lejos. Calculó que si no se desviaban de la ruta, en dos o tres días llegarían. Al bajar, una liebre se cruzó delante de él interrumpiendo sus cavilaciones. Sacó presto una flecha y disparó su arco. Debía aprovechar a comer carne fresca ahora que podía. No fuese que más arriba no quedase ni rastro de vida animal. Despellejó al animal y lo asó en una fogata. No quería tocar de momento las provisiones que había traído consigo. Antes de seguir ascendiendo, decidió buscar un lugar donde pasar la noche. Quería que fuese lo suficientemente seguro. Había notado las pisadas de algún puma por ahí y no quería que los pillara desprevenidos. Encontró el lugar ideal. Bajo el resguardo de una roca que sobresalía bastante, se formaba un pequeño cubículo debajo de ella. Tenía una altura considerable pero no tanto como para albergarlo a él en toda su altura. Ekaitz sacó una cuerda muy fina y cortó ramas para conformar una puerta segura. Clavó varios troncos en el suelo y amarró las ramas muy juntas unas de otras. Cuando afianzó su chamizo, cortó pequeñas estacas, a las que afiló y enterró en punta. También insertó palos en punta entre las ramas para posibles curiosos nocturnos. Esperaba que los disuadiera de investigar más a fondo. Tenía que procurarse una defensa sólida. Con eso y varias trampas más, cerró la puerta que los confinaba seguros tanto al animal como a él. La noche sería larga. Creó una pequeña fogata en la que calentó los restos de un conejo que había matado. Había visto varios venados. Sin embargo, no había querido desperdiciar tanta carne. Eso solo habría atraído a más carnívoros. Y solo le faltaba eso, llevarlos hasta ellos para servirles en bandeja comida fácil. El chisporroteo que producía el fuego en contacto con el aire que se colaba dentro, le provocaba somnolencia. Estaba muy cansado. Se aseguró de apagar bien la fogata, colocó unos pedruscos encima de ella y se metió dentro de un saco de dormir. Los restos de la lumbre les procurarían calor por unas horas.

Un rugido lo espabiló. Su mula se removía inquieta. Ekaitz la tocó el lomo para tranquilizarla. Fuera veía unos ojos brillar. Sabía que no podía entrar, pero lo inquietaba que estuviese tan cerca. Sacó su arcó y lo apuntó con una flecha. Sólo se escuchó un zumbido y un golpe secó. Si le había dado lo ignoraba. El caso es que no volvieron a escuchar a aquel animal rondarlos más. La noche se la pasó con sobresaltos y pesadillas. Se despertó muchas veces hasta que amaneció. Cuando salieron de su cobijo, se toparon con el cuerpo de un lince. El bicho yacía con una de sus flechas clavadas entre sus ojos. Los gritos de los pájaros carroñeros, se hacían cada vez más fuertes. Le preocupaba que no fuera el puma. Ese animal debía andar muy cerca. Sabía que estaban siendo objeto de persecución por su parte. Cogió a Dorotea y comenzaron un duro ascenso.

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