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En medio de la espera porque completen sus ejercicios, doy un suspiro largo y amargo

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En medio de la espera porque completen sus ejercicios, doy un suspiro largo y amargo. Con la cabeza gacha, observo mis pies inmóviles impacientemente sólo porque no sé dónde más posar mi atención para distraerme, porque no sé dónde hallar un poco de tranquilidad. Y es que puede haber mucho silencio en la sala, pero por más calmo que esté el ambiente, hay mucho barullo en mi mente y mucha ansiedad en mi corazón.

Con mamá en una sala de hospital realizándose una biopsia justo en este instante, es natural que no encuentre forma de sosegar mis nervios, después de todo se trata de un proceso complejo que además de comprometer un órgano importante, es la prueba que podría darnos paz de una vez por todas. La biopsia estereotáctica es la certidumbre que tanto necesitamos para poder respirar sin que hacerlo se sienta como un acto egoísta, la que nos permitirá mirar al futuro sin temerle, la que podría darnos la dicha de volver a contemplar una sonrisa auténtica y sincera de mamá.

No podíamos cantar victoria aún.

Luego de que mamá nos asegurara que, siendo cual fuese la realidad de su padecimiento, ella haría lo posible por salir adelante, no le quedó más remedio que comenzar a agendar las citas médicas pertinentes, mismas que, una vez llegó el día, suscitaron encuentros que de no ser por lo críticamente incierto que era su estado de salud no se habrían originado.

El oncólogo que se adjudicó el caso de mi madre es el mismo que siguió su enfermedad años atrás. El veterano especialista, en cuanto la vio pisar los dominios su consulta, la reconoció y recibió con un abrazo entrañable que poco duraría puesto que, segundos después, aquel hombre que denotaba todo su profesionalismo en cada arruga trazada en su piel, comenzó a reñirla como lo haría un padre decepcionado. Lo que más le reclamó fue el que ella no hubiese asistido a los controles posteriores a la supuesta erradicación del cáncer, y aunque para mi madre aquella situación pareció resultarle bochornosa, por el contrario, a mi padre y a mí nos inundó de una gustosa perplejidad pues se notó cuanta falta le había hecho la dureza de esas palabras sabias y expertas teñidas afecto y algo de reproche. Y claro que encontré razonable el enojo de aquel anciano. Lo más seguro es que él hubiese deducido, en cuanto leyó el nombre de mi madre dentro de su listado de pacientes, los motivos que la llevaron a visitarlo nuevamente luego de tantos años.

Y la sonrisa agotada y vacilante de mamá debió confirmárselo.

Aquella vez mi madre le hizo entrega de sus últimos exámenes y chequeos —los cuales eran nada recientes—, y él nos explicó lo que éstos arrojaron. Nos dijo que, efectivamente, había un tumor alojado en uno de los surcos de su cerebro, cosa que, muy a diferencia de mí, mis padres sabían de antemano. Nos informó también que, pese a desconocer la magnitud de su tamaño, podían predecirse sus dimensiones y crecimiento en el caso de que estuviese haciéndose notar al dificultar el correcto funcionamiento de sus facultades visuales puesto que comienza a ejercer presión sobre algunas fibras importantes debido a su ubicación. Mi madre se lo confirmó. Además, le preguntó si era víctima de jaquecas con frecuencia, ella asintió. Ese instante me abofeteé internamente por no haber descifrado las señales que los síntomas de mi madre estaban mostrando y que ella se esforzaba en esconder.

El llanto de una Azucena© | Actualizaciones lentasWhere stories live. Discover now