Capítulo 29: Magdala

3K 380 54
                                    

Gracias a Magdala puedo, por primera vez desde que me mudara con Máximo, ver el camino a través de los cristales del carro. Mis ojos descubren el esplendor de los jardines, la ciudad de los nobles, que me ha sido tan esquiva. Las calles tienen decenas de metros de ancho para unos contados vehículos compartiéndolas; los arboles entre carriles son tan grandes como antiguos y su follaje reduce la luz que se cuela a las vías; entre lote y lote se alcanzan a apreciar las mansiones cada vez más alejadas unas de otras, cada vez más indescifrables. Los jardines honran su nombre, perdidos entre vegetación esconden a los nobles de la ciudad. Los aíslan de la realidad, más solitarios entre más alto el rango.

Comienzo a reconocer las calles que transitamos, han pasado más de cuatro años desde que recorrí este camino, pero aún permanece latente en mi memoria. Estaba tan aterrada que no desprendía mis ojos de cada giro, cada calle, cada señal, como si recordarlo me sirviera de algo.

—¿Cómo aprendiste a manejar? —pregunto, buscando un modo para desviar mi propia memoria.

—Mi hermano mayor me enseñó hace algunos años —contesta calmada, para mi sorpresa. Tiene los ojos llenos de recuerdos, una sonrisa melancólica se cuela en sus labios—. Aunque no soy tan lista como él y solo sé chapotear con el mando.

Por un momento casi le creo, debo reírme de mi por ser tan ingenua. Ningún común podría manejar tecnología de este nivel. Debe hablar de Máximo. En un instante se hace evidente cuanto me molesta. Aprieto mis dientes para no dejar ningún gesto mostrarse. No sé qué es, pero algo me irrita. Y demasiado.

—¿Qué has pensado? —La voz de Magdala suena resignada.

Sus ojos fijos en el camino se desvían hacía mi por un momento, no veo odio en ellos, no veo nada. Me regreso a ella para descubrir, al detallar sus facciones, que su relación con Máximo me hace encontrarles similitud en la forma de su quijada y el ancho de sus frentes; además de los evidentes colores de cabello y ojos. Pensar en ellos me incomoda, una acidez llena mi estómago al recordar sus heridas, siento la piel de los brazos picarme al imaginarlos juntos. Dudo que Máximo sienta esta misma inquietud cuándo estoy con Caesar.

—¿Sobre Elora? Tengo una alternativa. —respondo fingiendo desinterés, ni siquiera me giro en su dirección para contestar. Aun no me atrevo a enfrentarla, ni con todo lo que sé de ella.

—Habla —respinga, el sonido de sus palabras es grave.

La observo, con la incertidumbre de confiar o no en ella. Allí sentada se le ve cómoda, con su codo saliendo por la ventana, mientras la otra mano maneja el mando. El sol ilumina su rostro de forma intermitente, la forma de las hojas hace sombra en su piel. Al observarla recuerdo a Máximo abrazándola, cuidándola. Me giro, no quiero recordar.

—Tengo una amiga... una conocida en el norte. Ella aceptó recibir a Elora para las fechas del parto. Su título es más que suficiente para hacer como guste.

—¿Al norte? —me interrumpe—. Enviarla al norte, con un embarazo avanzado y en pleno invierno sería como sentenciar a muerte al bebé. ¿No conoces a nadie en el sur? El verano le sentará mucho mejor. Si yo pudiera...

—Pero no puedes. Sino ya lo habrías hecho —vocifero, dejo que mi rencor fluya—. Y como tú, no conozco a nadie en el sur con suficiente influencia.

El rostro de Magdala se desconfigura, un surco profundo divide sus cejas. Algo parecido a la indignación se apodera de ella.

—¿Qué si no puedo? ¡No te llenes de confianza por eso! No eres indispensable. Es verdad que puedes ayudar a Elora, pero estábamos bien sin ti. No eres más que un maniquí enfermo que puede ser de utilidad.

¡Lo sabe! ¡Máximo se lo ha dicho! Debo ser una idiota por haber confiado en él.

—¡Calma! ¡Calma! —espeta burlona. Su enojo se trasforma en algo más—. No sabía que era un secreto.

—¡Claro que lo sabías! Yo...

En un instante me doy cuenta que he caído derecho a sus provocaciones. Cierro la boca, no quiero dejarla humillarme más. Muerdo con fuerza mi labio interior. Mientras ella me desafía con miradas intermitentes.

Quisiera destrozar este auto, esta silla con mis propias manos ¡Él no tenía por qué decirle! No debía. Pero es la risa que pronto se apodera de Magdala lo que me enfurece aún más. Justo cuando estoy por gritar de nuevo ella habla.

—¡No te metas conmigo! —masculla, amenazadora. Su perfil a contraluz es perverso—. Aún no entiendes lo suficiente de este mundo, maniquí.

Niego con mi cabeza. Mis dientes rechinan de odio. Necesito gritarle, desahogar toda la ira que su cinismo y desprecio me provocan. ¿Porque debo soportarla? ¿Qué puede querer Máximo en ella? ¿Qué puede ver Elora en su amistad? ¿Por qué soy yo la única que no tolera? Y entiendo: Estoy comprometida con su pareja.

De repente ya no escucho sus risas, hay silencio entre nosotras. No alcanzo a girarme en su dirección cuando el auto frena. Mi silla da un giro de 180 grados hacia una posición de seguridad, en el proceso Magdala se ve obligada a soltarme. Su silla que está en control manual permanece de frente, alcanzo a ver como su mano izquierda se aferra de la puerta para evitar la inercia.

Tengo la mano en el picaporte. Lista para dejar el carro y poner distancia. No importa donde vaya, cualquier lugar es mejor que estar a su lado.

—No te atrevas —masculla, al tiempo que agarra mi muñeca derecha y me hala hacia ella—. Mírame a los ojos y atiende. No te desgastes con berrinches inútiles, hay mejores formas de canalizar tu enojo.

Su agarre, tan repentino como empezó, termina. De un empujón suelta mi mano. Me sobo al comprobar la fuerza que posee.

De un momento otro comienza a golpear la puerta. Veo sus nudillos palidecer mientras sostiene con fuerza el manubrio. Tiembla de ira. Y arranca, con la aceleración al máximo.

—Aún no termino lo que vine a hacer —asegura. Su humor regresa a la calma de nuevo.

Es como tener a dos personas en una, que solo comparten su desprecio por mí.

—¿A dónde vamos? —pregunto. Me aterra dejar mí porvenir en sus manos.

Ella mordisquea la piel de su pulgar izquierdo, antes de oscurecer los vidrios de nuevo.

—No quiero causarle problemas a Máx. No más de los que ya se ha tomado él por mí. Revelarte la ubicación del sitio al que vamos no es precisamente algo permitido.

—Pero vamos a casa, lo pusiste en el sistema.

—Exactamente.

NobilisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora