Capítulo 56: Autodestructiva.

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Todos los hombres del ministerio de ética y control son señores cuyos rostros reconozco. Ninguno se atreve a ponerme una mano encima, tampoco necesitan hacerlo, yo les sigo gustosa. Máximo se mueve con hostilidad, los señores le deben respeto por su rango, pero no se detienen cuando de darle un ligero empujón se trata. Me doy cuenta que no están aquí solo porque estemos huyendo. Deben saber de Caesar.

Ingreso en la parte trasera del vehículo de control escoltada por un señor bastante joven, un aprendiz que debe tener mi edad. Escucho el corazón del muchacho latir desesperado, huelo el sudor sobre su piel. Corroboro en mi propio cuerpo que el clima es fresco y el viento sopla ligero. Sonrío coqueta para comprobar su respuesta. El chico cierra la puerta de golpe y yo estallo en risas. Quizá nunca imaginó que tendría que lidiar con una persecución en su entrenamiento, o en su vida. Pero si él es un noble, entonces cualquiera puede serlo. Hasta mi Caesar, recuerdo. Las risas se convierten en lágrimas, las lágrimas se convierten en un poderoso dolor de cabeza, que palpita y batalla en mi cabeza. Me sostengo la cien con fuerza y a lo lejos veo a Máximo ser conectado a un dispositivo pequeño en manos de un noble de rango superior, mientras es llevado a un vehículo diferente. Están aquí por él, no por nosotros.

Pronto el vehículo se aleja de nuestro hogar, los muros de piedra se pierden en la distancia y nosotros abandonamos la reserva, quizá para siempre. Ninguno de los nobles que me escoltan dice palabra alguna. No me dan una explicación, ni muestran respuesta emocional. Tampoco logro leer nada de sus aromas o escuchar sus signos vitales, es como si estuvieran completamente ajenos a mi situación. Me río un poco al recordar al más joven, quizá sea un reemplazo como Caesar.

El dolor de cabeza no desaparece en todo el camino, pero yo evito mostrar debilidad frente a mis captores, ya no puedo verlos como a seres superiores, porque no lo son.

No tardo en darme cuenta que no nos dirigimos al centro de la ciudad, donde están las sedes regionales de los ministerios, sino que rodeamos los Jardines hacia la zona de entretenimiento noble. Ya allí, me conducen al interior de un edificio de cristales, sin ninguna especie de identificación en la entrada. La seguridad es débil en todo el edificio, aunque supongo que habrá vigilancia artificial, a falta de personal en las instalaciones. Los hombres me llevan hasta un corredor estrecho con una fuerte iluminación blanca, desde donde se desprenden una serie de puertas a lado y lado, distribuidas de forma uniforme. Me encierran en una de ellas. Con la simple advertencia de que vendrá un interrogador en la próxima media hora.

Entonces soy consciente de que no ha habido dolor durante todo el tiempo que estuve fuera del auto, hasta el momento en que se cierra la entrada, cuándo una poderosa presión en mi cabeza me desploma al suelo. Agarro con fuerza mis cienes, incapaz de comprender que me ocurre. La iluminación intensa y multidireccional hace difícil percibir las sombras, empeorando el malestar con la extraña sensación de ser atravesada como a un cristal, de ser transparente y pública; lo que me genera náuseas y me obliga esconderme en una esquina. Necesito oscuridad, privacidad para aguantar.

—Veo que la habitación funciona —Reconozco la voz de la reina—. Es una habitación de interrogación. Estás en el centro de asuntos internos nobiliarios. Estos cuartos fueron diseñados para aprovechar los sentidos especialmente potenciados de los nobles.

Quiero levantar la cabeza y buscarla, pero no soy capaz de abrir los ojos, solo percibo su voz.

—Su alteza no está aquí—murmuro, mientras recuerdo que no la he escuchado entrar.

Entonces siento su mano sobre mi brazo. Me tiro hacia atrás hasta chocar contra la pared, con el corazón a punto de estallar. Estoy arrinconada.

Levanto la vista para verla, su figura es medianamente reconocible en medio del ataque luminoso. Su rostro luce decaído, no escapa a mi percepción la hinchazón en sus ojos, ni el ligerísimo aroma a sal que emana de ella.

—Su alteza ha estado llorando—carraspeo. Antes de que un pitido me tire de nuevo al suelo.

—Ni siquiera pareces una dama vestida así. No pareces mi hija, no pareces nada. Y aun así espero que me llames madre, y acudas a mí en tu necesidad. La maternidad te vuelve patética, niña —La reina guarda silencio, uno largo e ininterrumpido—. Dime, mi niña, mi sangre ¿Por qué lo has hecho?

—¿Qué cosa? —pregunto, incapaz de concretarme en mi misma.

La reina aguarda. Es por Caesar, repito en mi mente, para no olvidarlo. Porque recuerdo su imagen, su sonrisa, su desesperación, todo se revuelto en un vaivén de ideas que me cuesta articular.

—¡Vamos! Dime que no has sido tú. Déjame creerlo. Que no desconectaste el respirador, que no fuiste tú quien esperó de pie junto a la cama y le vio perderse sin inmutarse siquiera. Dime que no fuiste tú mi niña, mi hija, quien me lo quitó. ¿Qué te dijo? ¿Qué te prometió? ¿Qué mentiras pudieron convencerte de hacerlo? —La voz de la reina se quiebra.

Ahora es solo su llanto el que llena la habitación. Su llanto y mis recuerdos. Le veo el brillo de sus ojos apagarse, escucho su respiración detenerse. Estoy a su lado, sin sentir nada. Mis memorias son como una grabación, una representación lejana de la que no soy parte. Por un instante soy tan ajena a su muerte que parece mentira; al segundo siguiente rompo a llorar, mientras percibo la ira de la reina crecer. Helena no logra odiarme, lo sé, lo huelo, pero tampoco puede perdonarme. Helena no solo está molesta, está herida.

—¿Tanto deseabas ese lugar? Podías haberlo dicho, que querías irte. Cualquier cosa debió ser mejor que matarlo. ¿Acaso lo odiabas, resentías su vida? Siempre creí que lo apreciabas —Entonces se rompe. Percibo el muy leve olor de su dolor, de su corazón desesperado—. ¡No tenias que culparlo a él!

Trago saliva al escuchar su voz desgarrada, ella no entiende que fue por él. ¿Cree que no le quería? ¿Qué no era importante para mí? ¡Ojala no lo hubiese querido! Quizá así no dolería tanto. Resiento a la reina mientras me pierdo entre mis lágrimas, entre sus recuerdos. Solo lloro y no me permito nada más. Hay un vacío en mi pecho que me engulle de a poco. Entre mi desesperación, con la luz destruyéndome y con la tristeza ahogándome no me doy cuenta del momento en que la reina se recompone y habla.

—La población está devastada —dice —. Ha muerto un heredero de forma prematura por primera vez desde que se instalase el régimen. El senado en comité extraordinario, ha decidido cubrirte la espalda. Tú acciones tendrán consecuencias, niña, pero no te permitiremos dar un solo rasguño a este país. Su alteza el duque Alecto y su esposa la duquesa Magdala, han sido acusados y condenados por homicidio culposo. Sólo espero que hayan dejado el continente a tiempo.

Ella no lo sabe y yo apenas logro concebirlo, pero algo en mí me dice, que hace mucho tiempo dejaron el país. El pecho se me achica, se me aplasta y a la vez me alegra saber que no podrán volver aunque quieran, que para ellos no todo es perfecto, que cargan un gramo de los kilos del dolor que yo llevo.

No me muevo de mi esquina ni siquiera cuando la reina se retira. No me muevo ni dejo de alegrarme de mi dolor de cabeza, que me impide pensar. Ni siquiera Caesar tiene lugar allí. La comida, que me sirven unas horas más tarde se queda servida en la mesa, comienzo a acostumbrarme al lugar, lloro por momentos y por otros me retuerzo de dolor. Me golpeo contra las paredes de forma rítmica. Me escurro por el suelo. Se me seca el alma por los ojos. Caesar. Caesar, pienso. Me abrazo imitando sus abrazos y sonrió cuando él sonríe en mis recuerdos. Luego él se va y me quedo sola. Solo vuelve para atormentarme y me arranco el cabello cuando pienso en sus últimos momentos. Me maldigo a mí misma, por estar viva y aun así, no quiero morir, no quiero sufrir. No sola, no por siempre.

NobilisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora