Capítulo 50: Sufrimiento

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Despierto con una corriente fría que me recorre los nervios desde la nuca hasta los pies. Contraigo los músculos de la cara y aguanto la respiración, me quedo tan quieta como me es posible mientras siento el metal desgarrar despacio la carne a mis espaldas. Me prometo soportar el dolor en silencio y ruego que mis dientes no cedan ante la presión a la que les someto. No quiero gritar como ella, pero mis instintos se rebelan en cuanto los tentáculos de la medusa se comienzan a escurrir por mi médula, su roce invade mi cuerpo al mismo paso que quiebra mi voluntad. Exploto, con una voz aguda, desesperada e incontrolable que solo consigue inquietarme más.

Entre gritos siento como se adentra en mi cabeza, casi puedo verlo sumergirse en mi cerebro y conectarse a mis pensamientos; no necesito sentirlo para ser consciente de la sinapsis que inicia con cada dendrita y terminal en mi interior. El simbionte se apodera de mí. Me reto a seguir inmóvil, pero gritando aunque mis pulmones arden, gritando aunque mis músculos se contorsionan, gritando, gritando y gritando, usando lo último que aún me pertenece: las cuerdas vocales.

La presión de las manos que sostienen mi cabeza casi consigue que camilla y piel se fusionen. El sudor que humedece mi frente no es suficiente lubricación para que consiga moverme. Creo que el enfermero está más preparado para una reacción violenta que la última vez. Las corrientes espasmódicas se repiten por lo menos veinte minutos más, con cada victoria de la bio-computadora sobre mi cuerpo una corriente de dolor me apuñala. Los minutos pasan y nervio a nervio soy colonizada. El dolor no disminuye, pero mí forma de asimilarlo sí.

Para cuándo la cirugía ha terminado solo una molestia en el cuello me causa una verdadera preocupación, el dolor se ha desvanecido debido a la larga lista de fármacos en mi torrente sanguíneo. Los espasmos dan tregua y me levanto por mí misma sobre la camilla, imaginándome el aro rojo que ha dejado alrededor de mi rostro. Soy el centro de atención, las miradas llegan cual rayos, fijas e inamovibles. Muevo las piernas, los brazos y hasta los dedos, mi cuerpo es útil nuevamente. Sonrío. Me arreglo el cabello y lo dejo caer sobre la espalda.

Salto al suelo cayendo sobre mis dos pies, descargó el peso sobre los talones primero, y lo traslado luego a la punta de los pies; ensayo con los bordes externos e internos, de nuevo hacia adelante y hacia atrás. Muevo mi centro de gravedad, balanceando para descubrirme liviana, como si hubiese disminuido de peso; ligera, como si pudiese atravesar paredes.

Levanto la mirada para recorrer el lugar con el que siento como un nuevo cuerpo. La luz es más clara, más potente; parpadeo a parpadeo los sistemas se llenan con más detalles, los sonidos se superponen, las respiraciones se cuentan en automático dentro de mi cabeza. Soy consciente de cada pálpito en mi pecho; huelo cada cosa en esta habitación, percibo más de lo que jamás había detectado y reconozco aromas que parecían imposibles: la sangre, el sudor, las personas, el jabón con el que el piso ha sido lustrado y hasta... las emociones, las lágrimas, la felicidad.

Un zumbido en las máquinas interrumpe mi ensoñación, debo llevarme las manos a los oídos. El sonido me desconecta y cala cada vez más profundo, tan agudo que de seguro no es transmitido a la sala de observación. Me recuesto sobre sobre el control cuando el nuevo ruido me resulta agobiante, soy consciente de cómo recorre su camino dentro de mi cuerpo. Entre contorsiones de dejo caer sobre camilla. Nadie parece percibir el sonido.

—¡Cállenlo! —grito, pero de reojo veo como nadie se mueve—. Apaguen las máquinas, ellas, ellas vibran...

Intento abrir los ojos buscando algo de auxilio, una forma de apagar el sonido por mí misma, pero en su lugar luces de colores brillantes iluminan mis ojos, danzan. Extiendo mi mano, quiero quitar todo aquello de en frente, quiero ver la realidad tras las luces.

Manoteo.

—No se irán —escucho decir a una voz familiar desde varias direcciones. Aunque sé que conozco al locutor, soy incapaz de identificarlo—, el sonido, la luz; de hoy en más tienes acceso a nuevo mundo, a nuevas frecuencias visuales y auditivas que te permitirán ver cosas que pocos humanos han visto antes, sentir cosas que pocos han sentido antes. Debes acostumbrarte a ello.

Veo cosas, pero no distingo nada, como si las funciones incorporadas en mi cerebro se incrementaran una a una más allá de mi control. Una sobrecarga de sensaciones nuevas me impacta de golpe. Soy consciente de los nuevos sonidos que atraviesan mis oídos, de las nuevas formas de luz que inundan el espacio y de los nuevos olores que fluyen por el aire; como el sabor de los metales o la vibración de las máquinas.

Cierro mis ojos y tapo mis oídos, necesito concentrarme antes de intentar usar mis nuevos sentidos. Respiro despacio, quiero recuperar el control de mi cuerpo, entenderlo. Los oídos escuchan. Las voces tienen ecos, todo tiene ecos. La lengua saborean. El aire es una mezcla de sabores, el aire roba sabores. La piel siente. El mundo vibra por el sonido y por el movimiento. La nariz huele. Las emociones emiten esencias. Los ojos observan. En un espectro mayor.

No tardo en comprender que son los mismos sentidos, pero más perceptivos. Un olor floral, amargo y penetrante me alcanza; una fuerza rebota contra mi piel, una perturbación mayor, y el olor a sal y a humano se mezcla suavemente con minerales, de alguna forma entiendo que son lágrimas. El sabor del perfume parece trasladarse a mis labios, la esencia de alguien conocido me alcanza, pero aun no reconozco de quien se trata. El aire se mueve, el olor se fortalece y alguien se acerca.

Me propongo identificarle con los ojos cerrados, y lo consigo. Zoraida envuelve con sus yemas mi mentón, elevándolo en dirección a ella.

—Abre los ojos—dice.

Obedezco.

De cerca soy capaz de verla con normalidad, su cara está a solo unos centímetros de la mía. Lleva unas extrañas gafas cubriéndole los ojos y en ellas una luz se enciende. Con su mano derecha fortalece el agarre de mi mentón, mientras con la izquierda fuerza mi ojo a abrirse.

—No desvíes la mirada, fíjala en la luz por un momento.

¡Duele! La luz duele en su moteado color.

—Espera solo...—su expresión se congela, pero sus lentes se expanden hacia a mí, como un microscopio—... ¡Ahí está! Han pasado 47 minutos desde el contacto inicial, pero la colonización ha sido todo un éxito...—Aplausos interrumpen su discurso momentáneamente, palabras de felicitación llegan desde la sala de observación— ¡Oh, gracias! Saben que el único riesgo provenía de la inactividad del segundo organismo, pero ya que se trata de un cuerpo originalmente adaptado para la simbiosis, observar una respuesta como esta no es mérito mío. Regresando al protocolo, podrán observar en sus pantallas, que ya hay interacción de las terminales sensoras del simbionte con las cognitivas de la paciente, el lente microscópico insertado en el centro de la pupila es prueba irrefutable de la visión compartida y el comportamiento errático presentado por la paciente respalda la hipótesis de que los sentidos han sido exitosamente colonizados.

En ese instante me siento como una difícil muestra de laboratorio, tan rara que no puede dejar de ser observada.

NobilisWhere stories live. Discover now