Capítulo I. David.

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                —Quiero que escribáis algo aquí cada día. Cómo os sentís. Qué os enfada. Qué es lo que os apasiona. Y luego, si queréis, podéis leerlo delante de todo el grupo. Así os entenderéis mejor.

                Algunos acogieron la actividad con emoción, como si estuvieran deseosos de explayar su mundo interior. Otros, por el contrario, le dieron un trago a la petaca metalizada que escondían en uno de los bolsillos de su chaqueta.

                Aquella noche, David se sentó debajo de la luz de su flexo. Llevaba todo el día estudiando. Lo peor para David era sentirse inútil. Y se sentía así muy a menudo. Él quería sacar buenas notas, quería ser un buen estudiante, pero ni todas las horas del mundo delante de un libro de texto le servían para algo.

Cada vez que empezaba a estudiar, su mente empezaba a divagar. Empezaba a pensar en las cosas que podría estar haciendo, cosas divertidas. Quizás algo que le llenara, algo que le diera una razón para sonreír. Pero no, solo se pasaba una hora tras otra. Bajo la luz del flexo y con los manos en la cabeza.

Pero aquella noche, se dio por vencido antes de intentarlo siquiera. Por el contrario, sacó el cuaderno. Aprovechó que no había nadie en casa. Sus padres tenían la mala costumbre de entrar en su cuarto y ver qué estaba haciendo. Y eso le molestaba mucho (muchísimo).  Pero habían salido, estaba solo, y nadie vendría a pedirle explicaciones por aquel cuaderno en blanco.

Había pasado ya casi una hora, y no había escrito ni una sola palabra. Frases se arremolinaban en su mente. "¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué es lo que saco yo? ¿De qué me sirve tener gente a mi alrededor si ninguna de ellas me comprende? Y qué más da. Qué más da."

Pero no era capaz de escribir nada. Solo era él, el papel en blanco, y una noche muy larga. Las palabras estaban atascadas, en algún lugar de su cabeza, pero no sabía cómo hacerlas salir. Aquella noche, David no escribió nada.

Se miró en el espejo. La vieja sudadera roja que llevaba a todas partes estaba ya deshilachada, como sus vaqueros. Sus zapatillas estaban rotas. El pelo negro (que se había dejado crecer el verano anterior) le caía largo, sobre sus ojos avellanas. La luz le hacía parecer aún más pálido de lo que ya era. Deseó estar borracho. Deseó estar muy borracho.

Pero se metió en la cama. Y se fue a dormir con un terrible sentimiento de culpa.

A la mañana siguiente, cuando acabaron las clases y le tocó ir al grupo de integración, Clara ya había escrito casi una hoja entera. Pero Clara no había escrito sobre lo sola que se sentía, o sobre lo harta que estaba de que todo el mundo la tratase como si fuera estúpida. Clara había escrito palabras enfadadas, palabras que gritaban, palabras que decían que odiaba todo aquello y que no quería estar allí. Pero no podía saberlo nadie. Ni siquiera dejó que David lo leyera.

En aquella sesión, una chica leyó su cuaderno.

—Me siento sola. Se ríen de mí. Me señalan con el dedo, y susurran — David ya veía por donde iban los tiros. Seguramente era una estúpida que solo quería compadecerse de sí misma —. Pero lo peor de todo, es que me da igual — eso no se lo esperaba —. No me importa lo que me digan, o lo que me hagan. Pero me tengo miedo. Tengo miedo de que yo me vea así. Quiero decir, no es que me vea mal porque la gente me lo diga, me veo mal porque siento que es la realidad.

Aquello fue algo inesperado. Sabía que en su instituto había gente a la que le hacían pasarlo mal. Pero creía que eran personas que se pasaban más tiempo compadeciéndose de sí mismas que intentando cambiar algo. Pero aquella chica tenía algo. Algo diferente de todas esas personas. Era ella misma quien se lo hacía pasar mal. No eran los demás. Y eso le hizo preguntarse algo.

¿Quién puede hacernos más daño, los demás, o nosotros mismos?

Aquella noche David tampoco escribió. Pero pensó en aquella chica sin nombre, en las sílabas de enfado de Clara, en su propia apatía. Y se dio cuenta de que, quizás, aquel estúpido grupo, no fuera una tontería.

Dos días más tarde, el monitor del grupo les pidió a todos sus cuadernos. Cuando fue a recoger el de David, se quedó sorprendido.

—¿No has escrito nada? ¿Nada? — David negó con la cabeza. Aquel hombre parecía realmente decepcionado —. Quizás no deberías estar aquí.

—¡Vaya, pensaba que era el único que se había dado cuenta!

—Aquí nadie te obliga a quedarte — señaló la puerta —. Puedes irte cuando quieras. Ni siquiera me molestaré en avisar a tu tutora o a tus padres. Me da igual. Este grupo es para gente que quiere cambiar su vida — con un gesto de la mano abarcó a todas aquellas personas —. Y tú no quieres cambiarlas. Debes de estar muy feliz estando solo.

Solo. Qué palabra tan terrible. Él no estaba solo. No, no y no. Odiaba aquella palabra. Y todo el mundo se la repetía constantemente.

Nunca se había planteado aquello. ¿Era feliz, realmente? Estaba entretenido. Quizás, incluso distraído. Pero no sabía si era feliz o qué era. Él, era él. Con su alcohol, sus cigarros, y su Clara. Para él, la vida era eso: mirar, observar. Esperar a que pasara algo. Pero no sabía si aquello era felicidad.

Antes de que aquel hombre se diera vuelta, David le arrancó su cuaderno de las manos.

El monitor del grupo de integración no dijo nada, pero David creyó ver cómo una sonrisa pícara asomaba por sus labios antes de que siguiera recogiendo cuadernos.

Esa noche las palabras parecían aún más atascadas de lo normal. Era incapaz de mover el bolígrafo sobre el papel. No podía.

Se había ido a dormir muy temprano, para que sus padres no le molestasen. Y ahora, estaba debajo de las sábanas, con la pantalla de su móvil a modo de linterna y una opresión en el pecho.

"¿Qué es lo que quiero?". Escribió esa pregunta en su mente. "¿Estoy solo?". No sentía que fuera así. Quizás, es que simplemente todo el mundo estaba demasiado anticuado. Quizás el mundo creyera que no estar rodeado de un montón de personas era algo, aunque en realidad para David fuera lo mejor.  ¿Por qué tenía que estar con más personas? No lo necesitaba. No sentía la necesidad de sentirse amado, de sentirse querido por un grupo de gente. No sentía la necesidad de salir todos los días, de tener muchas fotos que colgar en las redes sociales. "No sé".

Decidió algo: no era feliz. David no era feliz. Pero tampoco era desgraciado. Ni siquiera se sentía triste. "Entonces, ¿qué coño siento?".

La petaca de vodka que guardaba en la mochila lucía especialmente tentadora aquella noche. La sacó. La destapó. Y pegó un buen trago.

El sabor ardiente del alcohol al recorrer su garganta le abrasó. A pesar de que estaba acostumbrado a él, le sorprendió la fiereza de la bebida. Pero pegó otro trago, y otro más. En un corto rato, la petaca estaba vacía.

"Vacía", pensó. El alcohol empezaba a hacer su efecto. No era capaz de distinguir unos pensamientos de otros, las palabras se entrecruzaban en su mente, formando frases sin sentido e inconexas. Y ya todo le daba igual. "¿Qué más da estar solo? ¿A quién le importa?".

Pero una palabra apareció, como un rayo de luz en su borrón de pensamientos.

Escuchó a sus padres que subían las escaleras. El crujir de la madera le dio escalofríos.

Cuando todas las luces de la casa estuvieron apagadas, y ya ni siquiera se escuchaba el ronronear de la televisión desde abajo, David escribió una sola palabra.

Vacío.

El club de las sonrisas rotas.Where stories live. Discover now