Prólogo (Parte 3)

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Evelia contuvo el aliento, sin saber qué esperar. Al igual que ella, Chuo y Adán se quedaron de piedra al ver que sus amigos no regresaron de inmediato. Mientras examinaba la puerta que daba hacia el balcón, empezó a darle vueltas a lo ocurrido una vez más: El cielo sin estrellas, el hueco en el firmamento, la extraña sensación de que los vigilaban...

«Ya verás que no es nada, fue tu imaginación. Es solo el estrés por la semana de retraso», pensó, intentando sacudirse esa sensación de total irrealidad, hasta que el aire se llenó de repente con las exclamaciones de asombro de Ernesto y el resto de sus amigos.

Chuo habló con fingida calma:

—Según la ecuación Drake las probabilidades de vida extraterrestre son ínfimas. Estamos solos.

Evelia asintió, pero sus dedos temblorosos no consiguieron ocultar su temor. Adán tomó su mano entre las suyas y le dio un beso.

—¡Que se jodan las probabilidades! Yo estoy contigo... pase lo que pase. ¿Me entiendes?

Ella lo entendió perfectamente y respondió a su promesa con una sonrisa.

—Adán, yo quiero...

Se abrió la puerta del balcón. El primero en regresar fue Ernesto. Tenía la cara tensa. Sin decir palabra, fue directo hacia las escaleras de emergencia. Detrás de él, aturdida, Claudia le siguió dando largos pasos.

—¿Qu-qué pasó? —preguntó Chuo.

—Vamos a la azotea —dijo Santiago, sin mirarle, mientras le sostenía el cabello a Vera para que ella pudiera inclinarse y vomitar—. ¿Mejor?

Vera levantó el pulgar y tomó una bocanada de aire antes de dirigirse con él a la misma puerta roja, hacia el final del pasillo, que habían cruzado Ernesto y Claudia.

Antes de perderse de vista, se volvió hacia Chuo.

—¡Trae la cámara!

Chuo agrandó los ojos y balbuceó una negativa.

—Es para hoy —insistió Santiago, asomándose.

Chuo le rogó con la mirada a Evelia, pero ella no hizo el menor intento de moverse. No iba a tomar su lugar o permitir que Adán lo hiciera tampoco. ¡Ni de chiste! Si Chuo quería permanecer con ellos dos allí, pues mejor. Lo que más deseaba en ese momento era que ninguno de sus amigos subiera al techo. Por desgracia, estaba segura de que no podría disuadirlos. Su terquedad fue uno de los vínculos que los unió en un comienzo.

—¡Jesús! —gritó Vera, sacándolo de su ensimismamiento.

Chuo obedeció de mala gana y caminó lentamente hacia el umbral. Antes de que la puerta se cerrara detrás de él, sus ojos aterrorizados suplicaron ayuda una última vez.

—Vámonos de aquí.

Evelia experimentó un gran alivio al oír a Adán decir esto.

—No me lo tienes que decir dos veces.

Tomó de la mano a su novio y lo guió hacia las otras escaleras. Poco antes de llegar al extremo opuesto del corredor, un extraño zumbido los hizo detenerse.

—¿Qué suena así?

—¿La radio de Vera? —preguntó Evelia—. Pero si no hay luz.

El ruido, áspero y desagradable, aumentó de intensidad hasta hacer vibrar los ventanales de cada una de las oficinas a lo largo del pasillo. No se trataba solo del equipo de sonido, todas las cornetas de todos los ordenadores emitían el mismo sonido enloquecedor.

Las grietas en el laberintoWhere stories live. Discover now