Prólogo

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Llevaban meses planeando esa noche. Desde que comenzaron a vivir juntos se habían sumido inconscientemente en una cómoda e inflexible rutina. El poco tiempo del que disponían para estar en compañía del otro lo aprovechaban para empaparse de esa felicidad insaciable, más propia de aquellas parejas perfectas que irradian amor y devoción por todos los recovecos de su vínculo afectivo, que de dos personas como ellos, que habían tenido que sortear tantos baches a lo largo de su intermitente noviazgo. Pero por fin la dicha había llegado a sus vidas para quedarse, y tenían toda la intención de aferrarse a ella como a un clavo ardiendo.

Era una noche cálida de finales de septiembre, y los jóvenes invadían las calles celebrado el fin de los exámenes. Pese a su innato rechazo hacia todo tipo de aglomeraciones, Samuel tuvo que confesar, al menos ante sí mismo, que se sentía feliz, en armonía con todo aquel que le dedicaba una sonrisa o una mirada suspicaz, aunque quizás su leve estado de embriaguez tenía mucho que ver en ello. Miró un segundo a Marc, que caminaba con parsimonia a su lado. Su enorme mano aprisionando su nalga izquierda por debajo del bolsillo del pantalón vaquero. Se le veía radiante y animado ante la noche que tenían por delante. Le devolvió la mirada, esbozando a la vez una sonrisa libidinosa que nubló su sentido común, y Samuel dejó volar la imaginación. Marc se inclinó para darle un beso húmedo en el cuello, que le hizo estremecer. 

—¿Estás cansado? —susurró acariciando el lóbulo de su oreja.

—Uhm, ¿importa? —ronroneó Samuel ante su contacto—.  ¿Volveríamos a casa si te dijera que estoy muerto de cansancio?

—No —confesó con una sonrisa ladina—. Hemos venido a divertirnos, y todavía nos queda el mejor local de todos.

Habían hecho una especie de ruta por los locales de ambiente gay de una pequeña lista elaborada por un buen amigo suyo, que se escandalizaba cuando le contaban que apenas salían de casa en los últimos meses. Siempre había sido un veleta, para él la noche era sagrada y disfrutar de ella su máxima religión. Se suponía que debían terminar en el que él consideraba "el mejor", pero conociendo los gustos del chico en cuestión, Samuel sentía cierta inquietud al imaginar el lugar. Estaba convencido de que sería un antro de mala muerte apto para que personas como su amigo pudieran desfogarse a gusto sin ningún tipo de reparo. Y no se alejaba mucho de la realidad.

—Eso lo dirás tú, a mí ese Sodoma me da muy mala espina —refunfuñó, intentando aparentar un desdén que no sentía. Llegados a ese punto estaba dispuesto a ir a cualquier parte de la mano de Marc.

—Oh, venga, pisha, no seas aguafiestas. —Le pasó una mano por debajo de la camiseta y le estrujó aun más contra su cuerpo—. Un ratito más y luego volvemos a casa y hacemos todas las cochinadas que te apetezca, ¿vale?

Samuel se ruborizó incontroladamente y miró de un lado a otro para comprobar que nadie lo hubiese escuchado.

—¿No tuviste suficiente con los tres polvos de antes? Eres un salido.

Su novio soltó una sonora carcajada y volvió a besar su cuello con melosidad. Habían llegado a la pequeña cola que se encontraba ante la entrada del local y esperaban pacientemente a que los gorilas de la puerta les dieran su visto bueno.

—Mira quién habla, el que me pidió que lo atara a la cama y le metiera el huevo vibrador por el...

—¡Cierra la boca! —Le plantó un sonoro beso en los labios para evitar su verborrea. Su tono de voz había aumentado considerablemente, y una chica morena que estaba delante de ellos los miraba con curiosidad y fascinación. Era guapísima, pero su impertinente mirada le resultaba de lo más incómoda—. Por favor, baja la voz, me estás avergonzando.

Una noche en el SodomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora