Uno

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Es sábado por la noche

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Es sábado por la noche. Cualquier adolescente normal estaría disfrutando de una fiesta, en casa de algún amigo o viendo una serie en Netflix. Pero yo, que no soy una chica normal, estoy corriendo alrededor de mi casa mientras mi padre me cronometra desde la ventana. Cuando mi madre se fue,​ él se aferró a su vida militar y yo soy su soldado preferido. Para el coronel Brown mi entrenamiento es algo tan esencial que ni siquiera la lluvia lo ha impedido.

Paro en seco y me apoyo sobre las rodillas para recuperar el aliento. Los mechones se me pegan al rostro y la ropa mojada me dificulta el movimiento. Levanto la mirada con intención de adentrarme en mi última vuelta, pero veo algo. Algo que no me gusta nada.

Veo a un chico frente a mi puerta. Y no es que no me guste el chico: es alto, castaño y luce una espalda marcada y perfecta. Lo que no me gusta es que trate de entrar en mi casa. ¿Visitar a alguien a medianoche? No. Yo a ese tío no le he visto en mi vida y todos los amigos de mi padre, a demás de ser adultos, llevan uniforme.

Un impulso ordena a mis piernas correr. Cuando estoy detrás del ladrón, él se gira sorprendido y, antes de que mi cerebro pueda pensar, otro impulso mueve mi puño hacia su pómulo izquierdo.
Pero, entonces, pasa algo que no estaba en mis planes. Al pegarle, el ladrón resbala y cae hacia atrás. Se golpea la cabeza en un impacto que lo deja inconsciente.

Mierda.

—Ay mi madre ¡Que lo he matado!

Me llevo la mano a la frente, nerviosa. Mi respiración se entrecorta y mi frecuencia cardíaca dobla la velocidad normal. ¿Cual es la pena legal por homicidio involuntario? ¿Me habrá visto alguien? ¿Dónde se esconde un cadáver? ¿Tendré que teñirme el pelo y fugarme del país? Yo no quiero teñirme el pelo. Ni fugarme del país.

Me agacho y, al hacerlo, veo como su pecho sube y baja. El tipo respira y yo me tranquilizo. No lo he matado, solo lo he dormido por tiempo indefinido.

No suelo ir, por ahí, dejando inconsciente a las personas por lo que no tengo ni idea de que hacer en estos casos. Llamo al timbre recurriendo a mi única opción: el coronel Brown.

—Buen entrena...—mi padre cierra la boca de golpe. Sus ojos se clavan en el ladrón y después en mi—Ry, ¿qué narices has hecho?

—La buena noticia es que ya no podrá robarnos—él aprieta la mandíbula. No creo que le parezca una buena noticia—La mala es que no estoy segura de que vuelva a despertarse.

Puedo notar como todos los músculos de mi padre se van tensando uno a uno. La vena de su cuello se hincha como si, en cualquier momento, fuese a explotar. Nos mira al ladrón y a mi alternativamente hasta que, de pronto, parece darse cuenta de algo.

—Ryan Brown—que me llame así no es una buena señal—Acabas de dejar inconsciente al hijo del sargento White.

Mis ojos se abren como platos. Al parecer, el problema que está desfallecido en mi porche tiene nombre: Gabriel White.

—¿Y qué hace aquí?

—Va a vivir aquí—me atraganto con mi propia saliva al escucharlo—Solo hasta que su padre vuelva de Europa.

—¿Te parece este el mejor momento para avisarme?

Me enfada que mi padre nunca cuente conmigo. Me enfada que Ben Brown crea que vive solo. Además de que, si lo hubiera sabido, nos habríamos ahorrado el numerito del puñetazo.

Mi padre levanta a White por los hombros y yo sujeto sus piernas. Entre los dos lo tumbamos en el sofá.

—¿Cuando vuelve el sargento?—una misión en el extranjero no es cuestión de una semana, ni de dos. Yo lo sé y, mi padre, también.

—En... Seis meses

—¿Tienes que enterarte, hasta, de si el chico de la panadería me sonríe y no me avisas de que voy a vivir la mitad del año con uno?

—Tienes un buen gancho, Ryan—la grave voz de Gabriel le impide responder—Yo también me alegro de volver a verte.

Cuando tenía siete años la familia White se mudó a Malibu y, desde entonces, no le había vuelto a ver. El Gabriel actual parece una versión mejorada del Gabriel de ocho años que arrancaba la cabeza de mis muñecas. Tal vez esto no sea tan malo.

Sonrío para mis adentros. Probablemente mi impulso le va a dejar una huella morada en la cara.

—Deberías disculparte con él—dice mi padre, hablando como si Gabriel no estuviera en nuestro sofá; como si estuviéramos solos.

Si hay algo que se me da peor que el álgebra, eso son las disculpas.

—Y tú deberías disculparte conmigo—me encojo de hombros—Pero no todas las cosas que se deben hacer se hacen.

Me levanto, dejando notar mi enfado, y me alejo del salón. Acabo de añadir, mínimo, 10 flexiones a mi entrenamiento de mañana.

***

Holaaa a todos!
Aquí tienes el primer capítulo.
Ojalá lo disfrutes.
Espero con ganas tu voto y tu comentario

Muchas gracias, L.

Sentimientos en guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora