05 | Cuando la lluvia cae

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Llevaba lloviendo más de dos días en la ciudad. El cielo estaba cubierto por nubes de un gris oscuro. La lluvia caía sin prisa, sin cuidado, simplemente cayendo y cayendo sobre toda la ciudad, siendo acompañada de vez en cuando por truenos o relámpagos que iluminaban el cielo por un momento. Las personas caminaban por las veredas mojadas con sus paraguas, abrigadas y cuidándose de no pasar por charcos que pudiera mojarles los zapatos.

Desde la cafetería, Gabriela los miraba pasar de un lado a otro. Mikado, sentado en la puerta, observaba y pensaba en cosas que solo los gatos piensan, buscando algo que le llamara la atención. Roberto estaba en la barra, tomando un poco de café mientras conversaba con el señor Efraín. La señora Esther limpiaba una que otra mesa y miraba desde una esquina toda la cafetería que estaba casi vacía. Apenas había un par de mesas ocupadas por dos personas que conversaban. Era un sábado por la tarde y las personas habían decidido quedarse en sus casas a descansar. Eso era algo que pasaba de vez en cuando.

—Si esto sigue así, podríamos cerrar la cafetería cuando estas personas se vayan — dijo la señora Esther, acercándose a la barra, en donde estaban su hijo y Roberto. —Sí, podríamos hacer eso —respondió el señor Efraín, pasando sus dedos por su bigote, como si intentara verificar si seguían en su sitio—. Esta lluvia es muy relajante, no culpo a las personas por no salir de sus casas.

—Técnicamente nosotros tampoco hemos salido de casa —dijo Gabriela, quien se había acercado a la barra, al ver a todos conversando.

El único que se había quedado en donde estaba era Mikado, quien los miraba de vez en cuando.

—¿No tenías que ordenar tu habitación? —Le preguntó la señora Esther a Gabriela. La chica cerró el libro que estaba leyendo y lo puso sobre la barra.

—Tengo que hacerlo, pero estar acá en el café no me ayuda del todo. Eso toma tiempo, ya sabes cómo es —respondió la chica.

—Puedes hacerlo ahora, aprovechando que no hay tanto por hacer. —Dijo su padre, mirando a su hija.

—¿No habría ningún problema?

—Para nada —respondió la señora Esther—, de hecho estaba pensando que podrías pedirle a Roberto que te acompañe para que te ayude con las cajas pesadas que ya tienen tiempo en tu habitación.

Roberto miró a la señora Esther y luego a Gabriela.

—Solo si tú quieres —dijo.

—No me vendría mal un poco de ayuda —dijo Gabriela, pensando por un momento. —Vayan. Así aprovechan en conversar y relajarse un poco. No todo en esta vida es trabajo. —Respondió el señor Efraín.

Gabriela miró a su padre y se sorprendió porque no dijera nada sobre el hecho de estar con un chico a solas, arreglando su habitación. Ciertamente, su papá nunca le llamaba la atención por nada. Desde que su madre había fallecido, le había dado toda la libertad del mundo para hacer lo que ella quisiera. Sin embargo, aún habían cosas que le seguían sorprendiendo.

—Y ya que están arriba, pueden aprovechar y barrer la casa —dijo la Señora Esther. —Si pueden, aprovechen en trapear toda la casa —añadió el señor Efraín. —Por eso es que quieren que subamos, ¿verdad? —Gabriela sonrió y miró a su abuela—. Bueno, está bien. Roberto, ¿vamos?

Gabriela se quitó el delantal y lo puso sobre la barra, cogió su libro y caminó hasta la puerta que daba a las escaleras del segundo piso.

—Si por alguna razón comienzan a llegar más clientes, no duden en avisarnos —dijo Roberto quitándose también el delantal y caminando tras Gabriela.

El Café de las Almas PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora