Epílogo

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Gabriela dejó la carta sobre la mesa, junto al álbum de fotos. Mirando la lluvia caer, se puso a acariciar a Mikado, quien volvía a ronronear mientras se acurrucaba en sus piernas. Podía notar que la ciudad había cambiado bastante en el lapso de diez años debido a la cantidad de edificios y condominios que veía desde su balcón. El señor Efraín, quien había estado parado junto a ella, bostezó y miró la hora en su reloj.

—Bajaré a la cafetería a ver cómo va todo —dijo, pasando una mano por su bigote que comenzaba a tener algunas canas—. ¿No quieres un poco de café?

Gabriela miró a su padre y asintió.

—Sí, algo de café me caería bien.

—¿Quieres que te lo traiga? —Preguntó el señor Efraín, saliendo de su habitación.

—Yo bajaré en un momento —respondió Gabriela, luego de pensarlo—. De todos modos me vendría bien un poco de interacción con los vivos o algunas Almas Perdidas —añadió.

—Por supuesto. ¡Eso le pone emoción al día a día! —Dijo su padre desde la sala.

Mikado saltó de las piernas de Gabriela, maulló un par de veces y, luego de olfatear el viento que traía la lluvia, salió trotando de la habitación.

Gabriela volvió a mirar el álbum de fotos que estaba sobre la mesa. Miró la foto en donde Roberto estaba de pie junto a Peter Tuesta y se preguntó si los fantasmas envejecen.

Luego de unos segundos descartó la idea al recordar que era algo imposible. Se concentró en el sonido de la lluvia y se entregó a la tranquilidad que le transmitía. Diez años habían pasado en el mundo de los vivos y ella había sentido el peso de cada uno de ellos. Soltó un fuerte resoplido y se puso de pie. Entró a su habitación y, mirándose en el espejo del tocador, se amarró el cabello en una cola, recordando al chico que alguna vez había dicho que se veía hermosa así.

El Café de las Almas PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora